Joseph Conrad
El viejo oficial de grandes
bigotes blancos dio rienda suelta a su indignación.
–¿Cómo
es posible que todos ustedes, jovenzuelos, no tengan más sentido común? A muchos
de ustedes no les vendría mal limpiarse los labios de leche antes de juzgar a los
rezagados de una generación que han hecho mucho, y sufriendo no poco, por su tiempo.
Los
oyentes hicieron sentir al instante su arrepentimiento y el anciano guerrero se
calmó un poco, pero no se quedó en silencio.
–Yo
soy uno de ellos, me refiero a que soy uno de los rezagados –continuó con calma–.
¿Y qué fue lo que hicimos? ¿Qué conseguimos? El gran Napoleón cayó sobre nosotros
con la intención de emular las gestas de Alejandro de Macedonia, con toda una multitud
de naciones apoyándole. A la impetuosidad y fuerza francesas nosotros opusimos enormes
espacios desiertos, y después presentamos dura batalla hasta que su ejército se
quedó inmóvil en sus posiciones y durmiendo sobre sus propios cadáveres. Después
de aquello sucedió el muro de fuego de Moscú, se le vino totalmente encima.
“A
partir de ahí empezó la derrota del Gran Ejército. Yo les vi en desbandada como
si se tratara del fatídico descenso de miles de pálidos y demacrados pecadores a
través del círculo helado del infierno de Dante, abriéndose cada segundo un poco
más ante sus miradas llenas de desesperación.
“Los
que consiguieron escapar con vida casi tuvieron que llevar las armas clavadas al
cuerpo con doble remache para poder salir de Rusa en medio de aquella helada que
partía las piedras, pero quien nos culpara de que les dejamos huir no estaría más
que diciendo una insensatez. ¿Por qué? Porque nuestros mismos hombres llegaron hasta
el límite de su resistencia… ¡Su resistencia rusa!
“Es
evidente que nuestro espíritu no había sido dominado y que nuestra causa no solo
era justa, sino sagrada, pero eso no conseguía amainar el viento que soplaba sobre
hombres y caballos.
“Para
bien o para mal, la carne es débil, y al final quien paga el precio es la Humanidad.
¿Por qué? En aquella batalla de la pequeña aldea de la que les hablaba luchábamos
tanto por la victoria como por el refugio que nos ofrecían aquellas pequeñas casas.
Y los franceses no eran muy distintos de nosotros.
“No
se trataba ni de gloria ni de estrategia. Los franceses sabían a la perfección que
aquello les iba a obligar a retirarse antes del alba y nosotros sabíamos que lo
harían. En lo que se refería a la guerra tampoco había nada más por lo que luchar,
y a pesar de todo tanto su infantería como la nuestra pelearon como gatos salvajes,
o como héroes, si prefieren decirlo de ese modo, entre aquellas casas, mientras
nuestros refuerzos se congelaban al aire libre bajo el inclemente viento del norte
que arrastraba la nieve sobre la tierra. Hasta el aire resultaba increíblemente
sombrío en contraste con la tierra blanca. Jamás había visto la creación de Dios
con un aspecto tan siniestro como el que tenía aquel día.
“Nosotros,
la caballería (no éramos más que un puñado), poco podíamos hacer aparte de darle
la espalda al viento y soportar alguna que otra bala perdida de los franceses. Hay
que decir también que aquellos eran los últimos cañones franceses, y era la última
vez que pudieron mantener en posición a su artillería. Unos cañones que jamás consiguieron
salir de allí. A la mañana siguiente los encontramos abandonados, pero aquella tarde
aún seguían arrojando un fuego infernal sobre nuestra columna de ataque. El viento
era tan fuerte que se llevaba el humo, y hasta el sonido, pero las lenguas de fuego
se podían ver a la perfección a lo largo de todo el frente francés. Una ráfaga de
nieve lo ocultaba todo, menos los centelleos de color rojo oscuro entre las espirales
blancas.
“A
intervalos, cada vez que se despejaban un poco las líneas, podíamos comprobar cómo
avanzaba interminablemente una columna a través de la llanura, a la derecha. El
Gran Ejército se arrastraba en desbandada mientras a nuestra izquierda la batalla
continuaba en medio de un gran estruendo. El torbellino de nieve barría todo aquel
escenario de muerte y desolación, hasta que de pronto el viento amainó tan rápidamente
como se había levantado aquella mañana.
“En
ese instante nos llegaron órdenes de atacar a la columna que se retiraba, no sé
por qué, puede que para evitar que nos congeláramos sobre nuestras monturas. Giramos
a la derecha y nos pusimos al paso, dispuestos a atacar aquella línea por uno de
sus flancos. Serían aproximadamente las dos y media de la tarde.
“Hay
que añadir también que hasta aquel momento de la campaña mi regimiento todavía no
había estado en la primera línea de avance del ejército de Napoleón. Desde la invasión,
y durante todos aquellos meses, la división a la que pertenecíamos había estado
luchando en el norte contra Oudinot. Solo más tarde habíamos ido descendiendo y
empujándole en nuestro frente hacia el Beresina.
“Era,
por resumir, la primera vez que tanto mis camaradas como yo veíamos de cerca el
Gran Ejército de Napoleón. La visión era temible y sobrecogedora. Por mi parte,
había escuchado las historias de la gente y había podido contemplar también a algunos
de los rezagados, pequeñas bandas de maleantes, grupos de prisioneros a lo lejos.
¡Pero ahí estaba el mismísimo ejército! Era una muchedumbre desfallecida, medio
loca, tambaleante. Fluía desde el bosque a más de dos kilómetros de distancia y
se perdía en la oscuridad de los campos. Trotamos hacia ella, lo que era en aquel
momento la máxima velocidad que podíamos arrancarles a nuestros caballos, y caímos
sobre aquella masa humana como si se tratara de una tierra movediza. No ofrecieron
ninguna resistencia. Escuché algunos disparos, alrededor de media docena. Hasta
sus mismos sentidos parecían haberse congelado con ellos. Aún tuve tiempo para echar
un buen vistazo, mientras cabalgaba hacia el frente del escuadrón. Les aseguro que
algunos de aquellos hombres estaban tan perdidos para nada en este mundo que no
fuera su propia desgracia, que ni siquiera se dieron media vuelta para contemplar
cómo cargábamos sobre ellos. ¡Soldados!
“Mi
caballo empujó a uno de ellos con el pecho. El pobre desdichado llevaba un capote
azul de los dragones e iba completamente harapiento y chamuscado, ni siquiera alzó
la mano para quitarme las riendas y salvarse. Sencillamente se fue al suelo. Nuestras
tropas avanzaban sableando y acuchillando… También yo… ¿Qué esperaban? El enemigo
es el enemigo. Pero lo cierto es que un sentimiento de profundo espanto se empezó
a apoderar de mi corazón. No se oía ningún tumulto, solo una especie de murmullo
intercalado por gritos más fuertes y gruñidos, mientras aquella turbamulta seguía
avanzando y empujando entre nosotros, sin aparentemente ningún sentimiento. En el
aire había un hedor a harapos y a heridas. Mi caballo no paraba de tropezar en medio
de aquel remolino humano, era como atravesar cadáveres galvanizados a los que la
vida ya había dejado atrás hacía mucho tiempo. ¡Invasores! Sí… Dios ya había ajustado
cuentas con ellos.
“Le
clavé la espuela a mi caballo para que despejara el camino y sentí una repentina
conmoción y un gemido de furor cuando nuestro segundo escuadrón cayó sobre ellos
por nuestra derecha. Mi caballo perdió pie y alguien me agarró de la pierna. No
tenía ningún deseo de que me derribaran del caballo y di un sablazo de revés y sin
mirar. Escuché un grito y la pierna quedó libre en el acto.
“Justo
en ese momento pude ver a un subalterno de mi regimiento a poca distancia de donde
yo me encontraba. Su nombre era Tomassov. Una multitud de cadáveres andantes con
ojos parecidos al cristal rodeaban su caballo cada vez más enloquecidos. Él se mantenía
muy rígido sobre su montura, sin mirarles y con la espada tranquilamente envainada.
“Aquel
Tomassov… en fin, tenía barba. Ya sé que todos tenemos barba de vez en cuando, por
las circunstancias, o por falta de cuchilla. Éramos todos una panda de aspecto salvaje
en aquellos días infames en los que muchos de nosotros no llegaron a sobrevivir.
No tengo que recordarles hasta dónde llegaron nuestras pérdidas. Sí, les puedo asegurar
que nuestro aspecto era muy salvaje. Des russes sauvages…
“Tomassov
llevaba barba… pero no tenía un aspecto sauvage. Era el más joven de todos nosotros,
y con eso quiero decir que era realmente joven. De lejos tenía un aspecto aceptable,
a pesar de la muerte y de la impronta que la campaña había dejado en nuestros rostros,
pero cuando uno se encontraba lo bastante cerca de él como para poder mirarle a
los ojos se notaba de inmediato que era muy joven, aunque no era exactamente un
niño.
“Aquellos
ojos eran azules, de un azul parecido al de los cielos otoñales, soñadores y alegres,
inocentes. Un tupé rubio adornaba su frente como si se tratara de una diadema de
oro en una época normal.
“Seguramente
estarán pensando que hablo de él como si se tratara de un héroe de novela, bueno,
pues eso no es nada comparado con lo que el edecán había descubierto sobre él. Había
descubierto que tenía ‘labios de amante’, fuera eso lo que fuera. Si a lo que se
refería el edecán era a que tenía una bonita boca, en fin, pues lo cierto era que
la tenía bastante bonita, pero él lo decía con desprecio. Nuestro edecán no era
precisamente un hombre delicado. ‘Miren esos labios de amante’, solía decir a voz
en grito cada vez que hablaba Tomassov.
“A
Tomassov, como es lógico, la broma no le gustaba un pelo, pero hasta cierto punto
había sido él mismo quien se había expuesto a las burlas debido a la honda huella
que había dejado en él la pasión amorosa, una huella que quizá no era de una naturaleza
tan extraordinaria como él parecía creer. Lo que hacía que sus compañeros aceptaran
sus rapsodias era el hecho de que tenían que ver con Francia… ¡con París!
“Ustedes,
jovenzuelos de esta generación, no son a veces capaces de mesurar el prestigio que
aquellos nombres tenían entonces en el mundo entero. París era el centro de todas
las maravillas para todos los hombres de este mundo que habían recibido el don de
la imaginación. La mayoría de nosotros éramos jóvenes y estábamos bien relacionados,
pero apenas acabábamos de salir de nuestros pequeños nidos de provincias, no éramos
más que unos pobres servidores de Dios, unos paletos, por decirlo rápido, de modo
que estábamos más que dispuestos a escuchar todas aquellas historias que Tomassov
nos contaba sobre París. Le habían agregado a nuestra delegación en París el año
anterior a la guerra, seguramente tenía buenos contactos, aunque muy bien había
podido ser la simple fortuna.
“No
creo que fuera un miembro importante de aquella delegación por su juventud y su
casi total falta de experiencia. Al parecer, disponía de todo el tiempo del mundo
cuando estaba en París y lo utilizó para enamorarse, para permanecer en ese estado
y para cultivarlo, para vivir pensando solo en el amor, por decirlo de una vez.
“De
modo que había sido algo más que un simple recuerdo lo que se había traído de Francia.
El recuerdo es algo fugitivo, puede ser olvidado, puede disolverse y puede ponerse
en duda. ¿Por qué? Porque yo mismo he llegado a veces a dudar y porque también a
mí me llegó el turno de visitar París. El largo camino hacia allí con las batallas
como etapas todavía me parecería increíble si no fuera por cierta bala de mosquete
que he transportado siempre en mi persona desde cierto episodio de caballería que
me ocurrió en Silesia, muy al comienzo de la campaña de Leipzig.
“Aun
así, los episodios amorosos acaban siendo siempre más impresionantes que los episodios
de peligro, y no suele enfrentarse al amor cuando se encuentra entre las tropas.
Los episodios amorosos son menos frecuentes y más íntimos, y recuerden que en el
asunto de Tomassov todo había sucedido hacía muy poco tiempo aún. Ni siquiera habían
pasado tres meses desde que había regresado de Francia cuando estalló la guerra.
“Tanto
su mente como su corazón estaban aún llenos de aquella experiencia. Aún estaba sobrecogido
por lo que le había sucedido, y era normal que saliera con frecuencia en sus charlas.
Se consideraba a sí mismo como una especie de privilegiado, pero no exactamente
porque una dama le hubiese favorecido sino sencillamente, cómo lo podría explicar,
porque había recibido la iluminación que le había llevado a adorarla, como si se
hubiese tratado de algo que proviniera del mismísimo cielo.
“Sí,
no hay duda, era un hombre ingenuo. Un jovenzuelo puede ser, pero nada tonto, y
a pesar de eso poco dado al pensamiento, inocente y poco suspicaz. Se pueden encontrar
a muchos como él por aquí y por allá, sobre todo en las provincias. También había
algo de poético en él. Solo podía ser él mismo. Supongo que nuestro padre Adán tendría
cierta poesía de la misma naturaleza. En cuanto al resto, era un russe sauvage,
como solían llamarnos los franceses, pero no del tipo que se alimenta de velas como
si se tratara de un manjar. En cuanto a la mujer, la mujer francesa, bueno, yo también
he estado en Francia acompañado de otros cien mil rusos, y he de confesar que jamás
la he visto. Lo más probable es que no se encontrara en París en ese momento. Y,
fuera como fuera, no vivían tras puertas que se abrieran de par en par ante tipos
como yo, ya entienden lo que quiero decir. Jamás me he visto en dorados salones,
por lo que no puedo contarles qué aspecto tenía, algo que tal vez pueda parecer
extraño porque yo era, por decirlo de alguna manera, el confidente de Tomassov.
“Enseguida
le entraba la timidez al hablar frente a los demás. Supongo que en más de una ocasión
los rudos comentarios de otros camaradas hirieron su sensibilidad, pero yo estaba
a su lado y realmente me tuve que resignar. La verdad es que nadie debería esperar
que un jovenzuelo, y más en la situación en la que se encontraba Tomassov, pudiera
refrenar su lengua. Y en cuanto a mí –aunque supongo que no me creerán cuando se
lo diga–, no había mucho problema porque soy una persona más bien callada.
“En
muchas situaciones él interpretó mi silencio como simpatía. Todo aquel mes de septiembre
fue un periodo tranquilo para nuestro regimiento, y permanecimos alojados en varias
aldeas. Fue durante esos días cuando escuché la mayor parte de aquella… no sé si
llamarla historia. La historia que yo tengo en la cabeza es otra cosa. Desahogo,
se podría llamar.
“Yo
me quedaba en silencio, a gusto mientras Tomassov me relataba entusiasmado su historia,
y cuando hubo acabado yo permanecía en silencio. Se imponía en aquellas situaciones
una especie de efecto silencioso que, creo, también satisfacía al propio Tomassov.
“Ella,
como es lógico, no era una mujer joven. Puede que se tratara de una viuda. Fuera
como fuera, no recuerdo que Tomassov mencionara a su marido ni una sola vez. Tenía
un salón, algo realmente distinguido, una especie de centro social en el que ella
reinaba con gran distinción.
“No
sé por qué motivo yo me imaginaba aquella pequeña corte compuesta fundamentalmente
por hombres, aunque Tomassov, debo añadir, era un experto en mantener aquellos detalles
magistralmente al margen de la narración. Por mi honor que ni siquiera podría decir
si era rubia o morena, si sus ojos eran marrones o azules, cuánto medía, sus rasgos
ni nada sobre su complexión. Su amor parecía residir en un lugar al que no alcanzaban
ni siquiera las impresiones físicas. Nunca la describió exhaustivamente, pero estaba
dispuesto a admitir que en su presencia los pensamientos y sentimientos de todo
el mundo giraban irremediablemente a su alrededor. Era ese tipo de mujer. En su
salón se mantenían todo tipo de conversaciones sobre los temas más elevados, pero
a través de ella fluía inaudible, como el sonido de una música misteriosa, la afirmación,
el poder y la tiranía de la belleza. Por lo visto, la mujer era hermosa y sabía
separar a sus contertulios de sus intereses en la vida y hasta de sus vanidades.
Era una delicia secreta y una secreta preocupación. Cada vez que la miraban, todos
los hombres sentían súbitamente la sensación de haber malgastado sus vidas. Ella
era la misma felicidad, el goce puro, y no llevaba más que tristeza y desazón a
los corazones de los hombres.
“En
resumen, debió de ser una mujer extraordinaria, o bien Tomassov era un hombre extraordinario,
capaz de sentir por una mujer como ella todas aquellas cosas de una manera tan convincente.
Ya he comentado que el muchacho llevaba mucha poesía en su interior, pero todo cuanto
relataba sonaba a cierto. Muchas veces los poetas son los que más se acercan a la
verdad, nadie lo niega.
“Ya
sé que donde no hay mucha poesía es en mi relato, pero me falta ese talento, y no
me cabe duda de que la dama fue muy amable con el joven cuando éste consiguió ingresar
en su salón. En realidad, lo más increíble de todo fue que lo consiguiera, pero
cuando lo consiguió aquel inocente se vio rodeado de la compañía más distinguida
y de los hombres mejor relacionados. Y todo el mundo sabe lo que significa eso:
enormes barrigas, cabezas calvas, dientes que faltan… así al menos lo relataría
algún guasón. Ahora imagínense en medio de esa comitiva a un hombre joven, modesto,
de buen ver, impresionable, entregado. ¡Por mi honor, vaya un contraste! Vaya un
descanso en medio de todos aquellos sentimientos desgastados. Y junto a todo ello
la dosis justa de poesía que hace que los simples no parezcan tontos.
“A
partir de aquel momento se convirtió en un esclavo devoto e incondicional. Su recompensa
eran sonrisas, y de cuando en cuando poder acceder a la intimidad de la casa. Es
muy posible que aquel sofisticado bárbaro fuera del gusto de la dama. Es muy posible
que, ya que no se alimentaba a base de velas, pudiera satisfacer otras necesidades
de ternura de la mujer. Ya saben ustedes que hay muchas formas de ternura para las
mujeres sofisticadas. Me refiero a las mujeres con cerebro e imaginación, no me
refiero a las temperamentales, ya saben lo que quiero decir. Y es que ¿quién es
capaz de entender sus necesidades y caprichos? La mayoría de las veces ni siquiera
ellas mismas saben nada sobre sus anhelos más íntimos, y van dando tumbos de una
cosa a otra, a veces con resultados catastróficos. Y cuando eso sucede, ¿quién se
asombra más que ellas? Aun así, el caso de Tomassov era más que idílico. Se encargaba
de divertir a aquella elegante sociedad, y su devoción le proporcionaba algo semejante
al éxito social. A él todo le daba lo mismo, para él solo había una divinidad y
un santuario en el que se le permitía entrar y salir fuera de las horas de recepción
establecidas.
“Aprovechó
con total libertad todos los privilegios que le habían dado, ya que no tenía ningún
compromiso oficial. La legación militar había resultado ser más honorífica que otra
cosa, y como estaba presidida por un amigo personal de nuestro emperador Alexander,
que a su vez solo se dedicaba a disfrutar de la vida en sociedad… eso era al menos
lo que se daba a entender.
“Una
de aquellas tardes, Tomassov fue a ver a la reina de sus pensamientos un poco antes
de lo habitual. Resultó que no estaba sola, no era uno de aquellos personajes de
barriga generosa y cabeza calva, aunque tampoco se trataba de un cualquiera. Era
un hombre que pasaba los treinta años, un oficial francés que hasta cierto punto
gozaba también de la misma privilegiada intimidad. Tomassov no sentía celos de él,
aquel sentimiento le habría parecido casi presuntuoso al pobre hombre.
“Todo
lo contrario, en realidad sentía admiración por el oficial. No se pueden hacer una
idea de hasta dónde llegaba en aquella época el prestigio de los soldados franceses,
incluso entre nosotros los rusos, que siempre nos habíamos enfrentado a ellos mejor
que nadie. Era como si llevaran en la frente el signo de la victoria, y como si
esa marca fuera a durar para siempre. Si no hubiesen sido tan conscientes de eso
habrían sido casi sobrehumanos, pero eran buenos camaradas y sentían una especie
de fraternidad hacia todo aquel que llevase armas, no importaba que fuera en su
contra.
“Aquél
era un ejemplar de primera, un oficial de la capitanía general, y aparte un hombre
que pertenecía a la mejor sociedad. Era de complexión fuerte y muy masculino, aunque
se acicalaba tanto como una mujer. Tenía la seguridad de un hombre de mundo. Su
frente, blanca como el alabastro, contrastaba de una manera impresionante con el
saludable color del resto de su cara.
“No
sé si tenía o no celos de Tomassov, pero sospecho que debía estar un poco molesto,
como si se tratara de algo absurdo y perteneciente al terreno de lo sentimental,
pero esos hombres de mundo suelen ser impenetrables, y aparentemente condescendía
a reconocer la existencia de Tomassov más liberalmente de lo que habría sido estrictamente
necesario. En un par de ocasiones le había llegado incluso a ofrecer consejo con
gran tacto y delicadeza. Tomassov fue completamente conquistado por aquellas pruebas
de amabilidad bajo la fría cortesía de la mejor sociedad.
“Tomassov
fue llevado hasta el petit salón, donde encontró a aquellas dos exquisitas personas
sentadas la una junto a la otra en el sofá, y por un instante le dio la impresión
de haber interrumpido una conversación especial. Los dos le miraron de forma extraña,
o eso le pareció, pero tampoco le dieron a entender que estaba de más. Tras un rato
la dama le dijo al oficial cuyo nombre era De Castel:
“–Me
gustaría que se tomara la molestia de averiguar cuánto de verdad hay en ese rumor.
“–Es
algo más que un simple rumor –contestó el oficial, pero se levantó obedientemente
y se marchó. La dama se volvió hacia Tomassov y le dijo:
“–Usted
quédese conmigo.
“Aquel
mandato le hizo inmensamente feliz, y en ningún momento había tenido intención de
marcharse.
“Ella
le miró con aquella ternura que hacía que algo creciera y se expandiera en el interior
de su pecho. Se trataba de una deliciosa sensación, incluso cuando provocara que
de cuando en cuando se le cortara casi la respiración. Se sumergió como en éxtasis
en aquella charla seductora y tranquila, llena de alegría inocente y de quietud
espiritual. Le daba la sensación de que ardía su pasión, y envolvía a la dama con
fieras lenguas azules de la cabeza a los pies y por encima de su cabeza, mientras
su alma reposaba en el centro como una gran rosa blanca…
“Mmm,
creo que es suficiente. Me contó muchas cosas parecidas pero ésta la recuerdo bien.
Él mismo lo recordaba perfectamente porque se trataba de uno de sus últimos recuerdos
de la dama. Aquella iba a ser la última vez que la iba a ver, aunque eso no lo sabía
aún.
“De
Castel regresó, y su presencia acabó con aquella atmósfera encantadora en la que
Tomassov había estado bebiendo, completamente inconsciente del mundo exterior. Tomassov
no pudo evitar sentirse impresionado ante la distinción de sus movimientos, la soltura
de sus ademanes, la superioridad de aquel hombre sobre todos los hombres que conocía.
Aquello le hacía sufrir. No podía evitar pensar que esas dos brillantes criaturas
del sofá estaban hechas el uno para el otro.
“De
Castel se sentó junto a la dama y le susurró con discreción:
“–No
hay ni la menor sombra de duda de que es cierto –y en ese momento los dos miraron
hacia Tomassov, que despertó de su estado de ensueño y regresó a una semiconciencia.
Se sentó sonriéndoles vagamente.
“La
dama retiró la mirada del sonrojado Tomassov y dijo con una gravedad poco habitual
en ella:
“–Necesito
saber si vuestra generosidad puede ser suprema… sin falla. El amor más alto ha de
ser el origen de toda perfección.
“Tomassov
no pudo evitar abrir los ojos de admiración ante aquellas palabras que habían salido
de sus labios como si se tratara de perlas. El sentimiento, sin embargo, no iba
dirigido al primitivo y joven ruso, sino al exquisito hombre de mundo, De Castel.
“Tomassov
no alcanzó a ver el efecto que produjo en el oficial francés, porque en ese instante
inclinó la cabeza y se quedó contemplando sus relucientes botas. La dama susurró
con tono amable:
“–¿Tiene
usted escrúpulos?
“De
Castel, sin levantar aún la mirada murmuró:
“–Podría
convertirse en una interesante cuestión de honor.
“Ella
respondió vivaz:
“–Eso
seguramente es algo artificial y yo suelo ser partidaria de los sentimientos naturales.
En realidad no creo en otra cosa, aunque puede que su conciencia…
“Él
la interrumpió:
“–En
absoluto. No tengo una conciencia infantil. El destino de esa gente no tiene interés
militar para nosotros. ¿Qué podría importar? La fortuna de Francia es invencible.
“–En
ese caso… –dijo ella significativamente y poniéndose en pie. Tomassov se apresuró
a hacer lo mismo. Se sentía afectado por un estado de profunda ofuscación mental.
Mientras se llevaba a los labios la blanca mano de la dama escuchó cómo decía el
oficial francés:
“–Si
tiene alma de guerrero… –En aquella época la gente solía hablar de ese modo–. Si
tiene alma de guerrero caerá a sus pies en el acto con el corazón agradecido.
“Tomassov
se sintió resbalar hacia una oscuridad más densa incluso que la anterior. Siguió
al oficial francés fuera de la habitación y fuera de la casa porque tenía la sensación
de que era lo que se esperaba de él.
“Estaba
empezando a anochecer, hacía mal tiempo y la calle estaba casi desierta. El francés,
extrañamente, no parecía tener intención de irse y Tomassov esperó sin impaciencia.
Nunca tenía prisa de irse de la casa en la que ella vivía. Y aparte había ocurrido
algo maravilloso. Aquella mano que había alzado con reverencia desde los dedos se
había presionado contra sus labios. ¡Había recibido un favor secreto! Casi se sentía
atemorizado. El mundo se había puesto a dar vueltas y aún no se había detenido del
todo. De Castel se detuvo en seco en la esquina de aquella calle tranquila.
“–No
me gustaría ser visto a su lado en las calles iluminadas, señor Tomassov –dijo con
una extraña mueca de desdén.
“–¿Por
qué? –preguntó el joven, demasiado sorprendido aún como para sentirse ofendido.
“–Por
prudencia –respondió el otro secamente–. Me temo que nos tenemos que separar en
este punto, pero antes de hacerlo le revelaré algo cuya importancia entenderá de
inmediato.
“Piensen,
por favor, que se trataba de una noche de finales de marzo, y que era el año de
1812. Durante mucho tiempo había ido creciendo la frialdad de las relaciones entre
Rusia y Francia. La palabra ‘guerra’ llevaba siendo susurrada en los salones desde
hacía mucho tiempo, y finalmente había empezado a sonar también en círculos oficiales.
La policía parisina había descubierto que nuestro delegado militar había sobornado
a algunos funcionarios del Ministerio de la Guerra y había obtenido algunos documentos
oficiales muy importantes. Los funcionarios corruptos (al parecer eran dos) habían
confesado su crimen y les iban a fusilar esa noche. Todo el mundo iba a comentar
el asunto al día siguiente. Pero lo peor de todo es que el emperador Napoleón estaba
tremendamente furioso con el episodio y había decidido arrestar al delegado ruso.
“Aquella
fue la revelación a la que se había referido De Castel, y aunque la había hecho
en voz muy baja, Tomassov la había sentido como si hubiese sido estruendosa.
“–Le
van a arrestar –murmuró desolado.
“–Sí,
y se quedará como preso político… junto a todos los que están con él…
“El
oficial francés agarró con fuerza el brazo de Tomassov por encima del codo.
“–Y
se quedarán en Francia –repitió en el oído de Tomassov, le soltó el brazo, dio un
paso atrás y permaneció en silencio.
“–¡Y
es usted, usted, quien me cuenta todo esto! –exclamó Tomassov con una gratitud casi
equiparable a su admiración por la generosidad de su futuro enemigo. ¡Ni un hermano
habría mostrado tanta generosidad! Trató de buscar la mano del oficial pero éste
permaneció con el capote cerrado. Puede que en la oscuridad no se diera cuenta de
su gesto. Retrocedió un poco y con su voz segura de hombre de mundo, como si estuviera
hablando de una mesa de juego o algo parecido, llamó la atención de Tomassov sobre
el hecho de que si quería hacer uso de la advertencia cada segundo era valioso.
“–Ya
lo creo que sí –afirmó Tomassov–. Hasta la vista entonces. No tengo palabras para
agradecerle su generosidad, pero si se da la ocasión, lo juro, podrá disponer de
mi vida…
“El
francés se retiró y un segundo más tarde ya se había desvanecido en una calle solitaria.
Tomassov se quedó solo y no desperdició ni uno solo de los valiosos minutos de los
que disponía aquella noche.
“Comprueben
cómo la murmuración y la charla ociosa de la gente pueden pasar a la historia. Si
leen los anales de esos tiempos descubrirán como un hecho demostrado que nuestro
delegado fue advertido por una dama de alta alcurnia que estaba enamorada de él.
Se sabe, como es lógico, que era un hombre de éxito entre las mujeres y en las más
altas esferas, además, pero lo cierto es que la persona que le avisó no fue otra
distinta que nuestro sencillo Tomassov, un amante muy distinto.
“Ahí
reside el secreto de cómo nuestro delegado consiguió escapar de las manos de Napoleón.
Tanto él como todos sus oficiales consiguieron escapar sanos y salvos de Francia,
tal y como ha quedado consignado en la Historia.
“Y
entre sus oficiales, como es lógico, estaba el propio Tomassov. En palabras del
oficial francés, se podía decir que había demostrado tener alma de guerrero, y lo
que más podía deprimir a un hombre con un alma así era ser arrestado antes del comienzo
de una guerra, ser alejado de su país cuando su país se encontraba en peligro, estar
lejos de su familia militar, de su obligación, su honor… y su gloria.
“Tomassov
se estremecía cada vez que pensaba en la tortura moral de la que había escapado
y alimentaba en su corazón el sentimiento hacia aquellas dos personas que le habían
salvado de aquel cruel calvario. ¡Eran unas criaturas maravillosas! Para él el amor
y la amistad eran dos características de la perfección, y había encontrado de ello
ejemplo en los dos, por eso les rendía un culto desaforado. Lo sucedido afectó su
manera de ver a los franceses en general, y eso que era un gran patriota. Como es
lógico, le indignaba que quisieran invadir su país, pero en su indignación no había
ni una sombra de animadversión personal. Tenía una naturaleza fundamentalmente delicada.
Le apenaba la tremenda dimensión del sufrimiento humano que contemplaba a su alrededor.
Estaba lleno, de un modo varonil, de una gran compasión por todas las formas de
la desdicha humana.
“Naturalezas
de menor calidad que la suya no solían entender demasiado bien aquel punto, y en
el regimiento le apodaron Tomassov ‘el humano’.
“No
parecía ofenderle. No hay nada incompatible en realidad entre la humanidad y el
alma de guerrero. La gente sin compasión suele ser más común entre los civiles,
los políticos, los comerciantes. En cuanto a las feroces palabras que se escuchan
en boca de la gente decente durante los tiempos de guerra… en fin, la lengua es
un miembro rebelde en el mejor de los casos, y cuando se es presa de la excitación
no hay manera de refrenar su furiosa actividad.
“Por
eso tampoco me llevé una gran sorpresa cuando vi a nuestro Tomassov con la espada
desenvainada justo en medio de aquella carga. Más tarde, cuando nos alejábamos de
allí al trote le vi muy callado. No era muy hablador, pero me pareció evidente que
aquella visión tan cercana del Gran Ejército le había afectado muy profundamente,
como si hubiese contemplado algo que no es de este mundo. Yo mismo había sido siempre
un hombre más bien tosco y, en fin, ¡ahí tenía que vérmelas con aquel hombre tan
lleno de poesía! Se pueden imaginar fácilmente la impresión que todo aquello le
había causado. Cabalgamos codo con codo sin abrir la boca. Todo aquello estaba más
allá de las palabras.
“Plantamos
nuestro campamento a lo largo del borde del bosque para que nuestros caballos estuviesen
protegidos. El tumultuoso viento del norte había amainado tan rápidamente como se
había levantado, y la calma del gran invierno reinaba en las tierras entre el Báltico
y el Mar Negro. Casi se podía sentir su gélida inmensidad sin vida alcanzando las
estrellas.
“Nuestros
hombres habían encendido varias hogueras para los oficiales, y habían limpiado la
nieve alrededor. Disponíamos de grandes troncos para sentarnos, y en general era
un campamento bastante tolerable, incluso sin la exaltación propia de la victoria.
Más adelante la sentiríamos, de momento estábamos abrumados por nuestra áspera y
difícil tarea.
“Alrededor
de nuestro fuego estábamos tres, y el tercero de nosotros era el edecán que ya he
comentado antes. Supongo que era un buen hombre en el fondo, pero lo cierto es que
también habría podido ser un poco más educado en sus modales y menos rudo en sus
expresiones. Solía razonar sobre la conducta de la gente como si un hombre fuera
algo tan simple como, por decir algo, dos palos cruzados el uno con el otro. En
realidad, un hombre es más semejante al mar, cuyos movimientos son siempre demasiado
complejos como para ser explicados y cuyas profundidades pueden llevar a la superficie
en todo momento Dios sabe qué.
“Estuvimos
charlando un rato sobre la carga, no demasiado. Es una de esas cosas sobre las que
no es fácil conversar. Tomassov murmuró algo sobre que aquello le había parecido
una carnicería. Yo no comenté nada. Ya he comentado que casi enseguida dejé que
mi espada colgara ociosa de mi muñeca. Aquella turbamulta ni siquiera había hecho
nada por defenderse, tan solo unos cuantos disparos. Habían herido a dos hombres
de los nuestros. ¡A dos! Y lo que habíamos hecho era cargar sobre la columna principal
del Gran Ejército de Napoleón…
“Tomassov
murmuró débilmente:
“–¿Qué
sentido tiene todo esto?
“Yo
no quería discutir, de modo que me limité a responder:
“–¡En
fin!
“Pero
el edecán intervino al instante de una manera muy desagradable:
“–Al
menos ha servido para que los hombres entren un poco en calor, a mí al menos me
ha acalorado. Solo con eso me parece un buen motivo. ¡Pero nuestro Tomassov es tan
humano! Y aparte está enamorado de una mujer francesa y es amigo de un montón de
franceses, seguro que ahora está sintiendo lástima por ellos. No te preocupes amigo,
ahora somos nosotros los que vamos rumbo a París, no tardarás en verla… –Aquél era
uno de sus estúpidos discursos, todos pensábamos que la toma de París sería una
cuestión de años… y al final… En menos de dieciocho meses me estaban estafando en
un espantoso lugar del Palais Royal.
“La
verdad, sucede con mucha frecuencia que una de las cosas más insensibles de este
mundo es revelada a los idiotas. No creo que aquel edecán nuestro creyera sus propias
palabras, lo único que quería era burlarse de Tomassov, algo que hacía solo por
costumbre, pura costumbre. Como es lógico, nadie contestó nada, de modo que acabó
apoyando la cabeza en las manos y se quedó dormido en aquella misma postura, frente
al fuego.
“Nuestra
caballería se encontraba en el ala derecha del ejército, y debo confesar que lo
protegíamos muy pobremente. A aquella altura había perdido casi por completo el
sentido de la inseguridad, pero aún manteníamos la pretensión de mantenernos en
alerta de alguna manera. Al poco rato apareció un soldado a caballo, trayendo otro
caballo de las riendas, y Tomassov lo montó muy rígido y salió a hacer una ronda
por los puestos de avanzada. Los absolutamente inútiles puestos de avanzada.
“La
noche estaba en calma, solo se oían los chispazos de la hoguera. El viento embravecido
se había elevado y alejado de la tierra, y no se oía ni el más leve soplo. Solo
la luna llena cruzó el cielo rápidamente, clavándose inmóvil sobre nuestras cabezas.
Recuerdo que en aquel momento alcé mi peluda cara hacia ella y que me la quedé mirando
un rato. Luego, lo creo de verdad, me dormí yo también doblado sobre mi tronco e
inclinando la cabeza sobre el fuego.
“Conocen
la calma de ese tipo de sueños. Por un instante uno tiene la sensación de precipitarse
en un abismo, y al instante siguiente estás de vuelta en un mundo que crees demasiado
lejano para cualquier sonido que no sea la trompeta del Juicio Final. Y luego caes
otra vez, hasta tu alma parece deslizarse por un pozo sin fin, y de nuevo recuperas
la conciencia con un sobresalto. Uno se convierte en un simple juguete del sueño
cruel, un tormento los dos estados.
“Aun
así, cuando mi ordenanza se presentó frente a mí repitiendo: ‘¿Me haría el honor
de comer algo? ¿Me haría el honor de comer algo?’, me las arreglé para mantener
la conciencia. Me ofrecía una cacerola recubierta de hollín con unas gachas cocidas.
En la masa habían incrustado una cuchara de madera.
“En
esa época aquel era el único rancho que recibíamos con normalidad. ¡Comida para
gallinas! Pero el soldado ruso es maravilloso. El muchacho esperó hasta que terminé
con mi festín, y a continuación se retiró con la cacerola vacía.
“Ya
se me había pasado el sueño. Más aún, me había quedado en un estado totalmente despejado,
con una especie de exagerada consciencia mental de todo cuanto me rodeaba. Son ese
tipo de extraordinarios momentos en la vida de un hombre. Sentía una íntima percepción
de la tierra en toda su enorme extensión nevada que no dejaba ver más que los árboles
con sus erguidos troncos semejantes a tallos. Ante aquella imagen de aflicción generalizada,
me pareció estar escuchando los gemidos de la humanidad apagándose hasta morir en
medio de aquella naturaleza sin vida. Ellos eran franceses. Nosotros les odiábamos.
Habíamos vivido separados los unos de los otros y de pronto habían caído sobre nosotros
con las armas en la mano, trayendo consigo a otras naciones, y todo para morir juntos,
dejando a nuestras espaldas un interminable reguero de cadáveres congelados. Tuve
una vívida visión de aquel rastro: una lamentable multitud de pequeñas tumbas oscuras
extendiéndose bajo la luz de la luna en medio de una atmósfera inmóvil e implacable…
una especie de paz nauseabunda.
“¿Pero
es que acaso se podía imaginar una paz distinta para ellos? ¿Es que merecían otra
cosa? No sé mediante qué tipo de conexiones irrumpió en mi cerebro el pensamiento
de que la Tierra era un planeta pagano y que no había en él espacio para las virtudes
cristianas.
“Puede
que les sorprenda que recuerde tan bien todas estas cosas. ¿Qué es un simple pensamiento
de ese estilo como para permanecer en el interior de un hombre a lo largo de tantos
años de vida? Pues lo que hizo que aquel sentimiento tan vago quedara fijado a perpetuidad
en mi memoria hasta con sus sombras y brillos más minúsculos fue un episodio de
extraña finalidad, uno de esos episodios que no se olvidan en la vida, como entenderán
cuando se lo relate.
“No
creo que llevara entretenido en aquellos pensamientos más de cinco minutos cuando
sucedió algo que me indujo a mirar por encima del hombro. No creo que fuera un sonido,
porque la nieve los apagaba todos, pero algo debió de ser, alguna especie de señal
debió de llegar a mi conciencia. Fuera como fuera, me di la vuelta y contemplé cómo
se acercaba hacia mí sin haber tenido la menor premonición previa. Lo único que
conseguí ver fue la sombra de dos figuras acercándose hacia donde yo estaba bajo
la luz de la luna. Uno de ellos era nuestro Tomassov. La masa oscura que se veía
a su espalda eran los dos caballos que su ordenanza se estaba llevando. Tomassov
tenía el mismo aspecto de siempre, con sus botas altas, una esbelta figura que acababa
en una capucha puntiaguda, pero junto a él caminaba otra figura. Al principio desconfié
de lo que creía estar viendo. ¡Increíble! Llevaba en la cabeza un reluciente casco
con penacho e iba envuelto en un capote blanco. El capote no era tan blanco como
la nieve, nada en este mundo lo es, su blanco era en realidad más parecido al de
la neblina y tenía un aspecto marcial y fantasmagórico. Era como si Tomassov hubiese
atrapado al mismísimo dios de la guerra. Me di cuenta al instante de que guiaba
a aquella figura por el brazo, y luego me di cuenta de que le estaba sosteniendo.
Mientras les miraba, y puedo jurar que les miraba muy fijamente, siguieron arrastrándose
–iban casi a rastras de hecho–, y así llegaron hasta la luz de nuestro fuego de
campamento, pasando ante el tronco en el que estaba sentado. Su resplandor jugaba
con el casco que estaba completamente abollado, mientras que el rostro mordido por
el frío y cubierto de llagas estaba enmarcado por una piel raída. No era el dios
de la guerra, sino un oficial francés. El gran capote blanco de coracero estaba
desgarrado y cubierto de orificios quemados. Sus pies estaban envueltos en viejas
pieles de cordero sobre los restos de sus botas. Parecían monstruosas, y él se tambaleaba
sobre ellas sostenido por Tomassov, quien finalmente le ayudó a sentarse con mucho
cuidado en el mismo tronco en el que estaba yo.
“No
cabía en mí de asombro.
“–Ha
traído a un prisionero –le dije a Tomassov sin creer del todo lo que estaban viendo
mis ojos.
“Han
de comprender que a no ser que se rindieran en grandes grupos, nuestra política
no era hacer prisioneros. ¿De qué nos habría servido? Nuestros cosacos mataban a
los rezagados o los dejaban a su suerte, según les parecía. El resultado era más
o menos el mismo.
“Tomassov
se volvió hacia mí con aspecto preocupado.
“–Surgió
del suelo, de alguna parte cuando salía del puesto de avanzada –dijo–. Creo que
lo hizo a posta, porque se arrojó ciegamente sobre mi caballo. Se agarró a mi pierna,
y como es lógico ninguno de los compañeros se atrevió a tocarlo.
“–Se
ha salvado por los pelos –dije.
“–No
se daba cuenta –dijo Tomassov observando a aquel hombre con aspecto incluso más
preocupado aún. Me lo he traído agarrado a la cinta de cuero de mi estribo, por
eso he tardado tanto. Me dijo que era un oficial del estado mayor y luego, como
si estuviera ya condenado, dio un grito de dolor y dijo que me tenía que pedir una
gracia, un favor supremo. Que si entendía lo que quería decir, añadió luego con
un susurro diabólico.
“Por
supuesto que le dije que le comprendía. Oui, je vous comprends.
“Entonces,
dijo, hágalo. ¡Ahora! Pronto… Por piedad.
“Tomassov
hizo una pausa y me miró de una manera extraña por encima de la cabeza del prisionero.
“–¿Qué
quería decir? –pregunté.
“–Es
lo mismo que le pregunté yo –respondió Tomassov con sorpresa–, y a continuación
me dijo que quería que le hiciese el favor de levantarle la tapa de los sesos. Como
buen camarada soldado, añadió. Como un hombre humano, un hombre con sentimientos.
“El
prisionero estaba sentado entre nosotros dos, con el rostro de una momia espantosa
cubierta de cuchilladas, un espantapájaros marcial, un horror espantoso de trapos
y mugre con los ojos repletos de vida, y en su interior un fuego sin fin en un cuerpo
abatido por la miseria, un esqueleto en el festín de la gloria. De inmediato aquellos
ojos inaplacables se quedaron de nuevo fijos en Tomassov. El pobre hombre le devolvió
la mirada fascinado a aquella cáscara de hombre. El prisionero cacareó en francés:
“–Yo
le reconozco, ¿no se da cuenta? Usted es aquel jovenzuelo ruso. Aquel día se mostró
muy agradecido, ahora le pido que pague su deuda. Páguela, libéreme con un disparo.
Usted es un hombre de honor y yo no tengo ni un sable roto. Todo mi ser se rebela
ante mi propia degradación. Ya sabe quién soy.
“Tomassov
no dijo una palabra.
“–¿Es
que no tiene alma de guerrero? –preguntó el francés con un susurro iracundo y a
la vez con un tono cargado de burlona intención.
“–No
lo sé –respondió el pobre Tomassov.
“Menuda
mirada de desprecio le regaló aquel pajarraco con sus ojos inconquistables. Parecía
vivir solo gracias a la fuerza que le proporcionaba su desesperación y su desdicha.
Dio un grito de repente y se derrumbó en el suelo convulsionado por calambres, algo
que a veces sucedía al calor del fuego en los campamentos. Era como si le estuviesen
sometiendo a una tortura espantosa, pero aun así trataba de luchar contra el dolor.
Gimió en voz baja y nos inclinamos sobre él para evitar que se deslizara hacia el
fuego mientras susurraba a intervalos ‘Tuez moi,
tuez moi…’.
“El
edecán se despertó al otro lado de la hoguera y empezó a jurar ante los gritos del
francés.
“–¿Qué
es esto? ¿Nos vas a seguir atormentando con tu infernal humanidad, Tomassov? –exclamó–.
¿Por qué no has arrojado a este diablo al infierno de la nieve?
“Como
no le prestamos ni la menor atención acabó levantándose y se fue a otra hoguera.
Tras un rato el oficial francés comenzó a tranquilizarse. Hicimos que se apoyara
en el tronco y nos sentamos en silencio uno a cada lado hasta que sonó el toque
de diana con la primera claridad del día. La gran llama que se había mantenido durante
toda la noche comenzó a palidecer sobre la capa de nieve, mientras el aire helado
se colmaba de las insolentes notas de las trompetas de la caballería. Los ojos del
francés, que habían permanecido inmóviles y vidriosos y que por un momento nos habían
hecho concebir la esperanza de que hubiese muerto sentado tranquilamente entre los
dos, se movieron de izquierda a derecha quedándose fijos, por turnos, en nuestros
rostros. Tomassov y yo intercambiamos miradas de consternación y De Castel nos sorprendió
a los dos con una voz de ultratumba:
“–Bonjour,
messieurs.
“Apoyó
la barbilla en el pecho y Tomassov se dirigió a mí en ruso:
“–Es
él, el hombre del que te hablé… –Yo afirmé hacia Tomassov y él continuó con tono
angustiado–. ¡Sí, es él! Aquel hombre brillante y esplendoroso del que te hablé,
aquel al que amaban las mujeres y envidiaban los hombres… Este horror… esta cosa
miserable que no consigue morir. Es terrible.
“No
le miré, pero entendí a la perfección lo que quería decir. No podíamos hacer nada
por él. Aquel invierno vengador del destino oprimía por igual a los fugitivos y
a los perseguidores con su puño de hierro. Compasión no era una palabra de uso común
ante aquel inexorable destino. Quise decir algo sobre un convoy que se iba a preparar
en la aldea, pero me quedé mudo ante la silenciosa mirada de Tomassov. Los dos conocíamos
a la perfección aquellos convoyes: muchedumbres de infelices sin esperanza a los
que los cosacos llevaban a punta de lanza de regreso a través de aquel infierno
de hielo.
“Nuestros
escuadrones habían formado en uno de los límites del bosque y pasaron unos minutos
de inquietud. De pronto el francés intentó ponerse en pie. Le ayudamos sin saber
lo que estábamos haciendo.
“–Vamos
–dijo con voz tranquila–, ha llegado el momento. –Hizo una larga pausa y luego añadió
en un murmullo–: Y también mi valor… por mi honor.
“De
nuevo hubo otra larga pausa y finalmente susurró:
“–¿No
podría acaso conmover a un corazón de piedra? ¿Es que tengo que pedíroslo de rodillas?
“Otro
nuevo silencio se desplomó entre los tres. Luego el francés gritó una última palabra
iracunda hacia Tomassov:
“–¡Cobarde!
“En
el rostro del muchacho no se movió ni un solo músculo. Yo decidí en mi interior
ir a buscar a un par de guardias para que se llevaran a aquel prisionero a la aldea.
No había nada que pudiéramos hacer, pero apenas había caminado seis pasos hacia
los caballos que se encontraban frente a nuestro escuadrón cuando… aunque supongo
que ya lo habrán adivinado. Por supuesto que sí. Yo también lo adiviné, aunque también
les puedo asegurar que la detonación de la pistola de Tomassov fue lo más extraño
que se pueda imaginar. Ya se sabe que la nieve amortigua los sonidos. Apenas sonó
como un sencillo chasquido. No creo que ni uno solo de los ordenanzas que estaban
preparando los caballos se diera ni siquiera la vuelta.
“Así
es, Tomassov lo había hecho. El destino había puesto a De Castel en manos del único
hombre que habría podido entenderle, pero había elegido al pobre Tomassov como víctima.
Ya saben ustedes cómo es la justicia del mundo y el juicio de la humanidad. Cayeron
duramente sobre él con todo el rigor y la hipocresía que se puede imaginar. ¿Por
qué? ¿Por qué hasta aquel animal del edecán fue el primero en dejar caer una acusación
sobre el asesinato a sangre fría de uno de los prisioneros? Tomassov, como es lógico,
no fue suspendido de su servicio, pero tras el asedio de Danzig pidió la licencia
del ejército y se sumergió en las profundidades de la provincia, donde la vaga sospecha
de un episodio oscuro le persiguió durante años.
“Así
es, lo había hecho. ¿Y qué fue? El alma de un guerrero pagando su deuda por cien
al alma de otro guerrero para liberarle de un destino peor que la muerte: la pérdida
de la fe y el valor. Así es como lo deberían de entender ustedes. No lo sé. Puede
que el propio Tomassov no se conociera del todo a sí mismo, pero yo fui el primero
que se acercó a aquel oscuro grupo en la nieve: el francés estaba completamente
rígido y tumbado de espaldas, Tomassov tenía la rodilla en tierra y estaba más cerca
de los pies del francés que de su cabeza. Se había quitado el sombrero y le brillaba
el pelo como si fuera oro en medio de los primeros copos de nieve que estaban empezando
a caer. Estaba inclinado sobre el muerto en actitud contemplativa y su rostro joven
e ingenuo, con los párpados medio cerrados, más que horror o sufrimiento, dejaba
ver el reposo profundo de una silenciosa e infinita meditación.
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