Juan José Saer
a Alejandra y Frederic Compain
Observé largamente mis pies esta
noche, y me parecieron más misteriosos que el universo entero. Con ellos, hace algunos
años, anduve caminando durante dos horas y cincuenta y cuatro minutos por el suelo
polvoriento de la luna. Fue mi segunda misión por esos lados, aunque la primera
consistió solamente en un vuelo de circunvalación; unas pocas revoluciones en la
órbita lunar, y hasta más ver: de vuelta a casa.
En la segunda
expedición, donde Brown y yo alunizamos realmente (Andy Wood nos esperaba girando
en órbita en el módulo principal de la nave), el paseo duró un poco más, pero un
desperfecto en las cámaras de televisión, semejante al que se produjo cuando la
expedición Apolo 12, rebajó el alcance del acontecimiento, y nos ocurrió a nosotros
lo mismo que al alunizaje de esa expedición, que por no existir en imagen, se desvaneció
también en la realidad y cayó en el más completo olvido. De la expedición Challenger
3, que tuve el honor de dirigir, la indiferencia del público y un olvido casi inmediato
fueron el único resultado desalentador, lo que en mi fuero íntimo consideré altamente
satisfactorio, porque ya desde antes de haber dado mi paseo por la luna, había decidido
que al volver me retiraría para siempre de mi oficio de astronauta. Y hoy por hoy
nada me impide considerar como mío el curioso pensamiento de un discutido filósofo
austríaco: “¿Puedo siquiera considerar seriamente la mera hipótesis de haber estado
alguna vez en la luna?”.
El tedio, que
desde luego considero más temible que los supuestos peligros desconocidos que acechan
al explorador del espacio, fue la causa principal de mi retiro anticipado al que,
después de nuestro fiasco, habría que agregar mi negativa a persistir en el ridículo,
ya que no podría dársele otro nombre al hecho de que nuestra expedición, concebida
con fines de propaganda, a causa de unas cámaras defectuosas, pasó prácticamente
desapercibida para el público mundial. Cuando mis superiores me informaron de que
nuestra misión principal, a la que debíamos subordinar imperativamente todas las
otras, consistía en clavar en la superficie de la luna y en directo para varios
miles de millones de espectadores la bandera de nuestro país, supe de inmediato
que acababa de confirmarse la sospecha que venía persiguiéndome desde tiempo atrás:
todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la señora
de la limpieza, estaban locos.
Brown debía pensar
lo mismo, pero aunque nos estimábamos y confiábamos uno en el otro, me hubiese resultado
difícil desmantelar su prudencia que, aparte de la rebelión, es en nuestro país
la única arma de que disponen para sobrevivir los miembros de su raza. Probablemente
también él, aunque no lo dijese, estaba cansado de ser, de los proyectiles que se
lanzan en esas insensatas experiencias de balística que llaman programa espacial,
la munición que va adentro. Mientras lo observaba puntear con su palita el suelo
ajeno de la luna, como la tierra en que sus antepasados vienen haciéndolo desde
hace siglos, no podía dejar de preguntarme en qué momento iba a tirar la pala lo
más lejos posible dando fin con ese acto significativo a su carrera de astronauta.
Como lo demuestro
en mi estudio inédito Interés comercial y militar de la conquista del espacio
95 por ciento; interés científico 4,95 por ciento; interés filosófico 0,05 por ciento,
de esos tres aspectos es evidente que es el científico el que puede reivindicar
para sí mismo con justicia el colmo del ridículo. El filosófico es inexistente,
y el financiero y político-militar, por rastrero que sea, parece corresponder mejor
al verdadero nivel moral de la humanidad: y no tengo escrúpulos en escribir lo que
antecede, aunque sé que los que creen conocerme a fondo, piensan de mí que, desde
que volví de la luna, como si habiendo contemplado a los hombres desde tan arriba
hubiese descubierto su tamaño verdadero, he caído en la misantropía.
Para nada: lo
que pasa es que allá arriba –adverbio que por otra parte únicamente para nuestra
situación singular tiene algún sentido– las sospechas se vuelven, de una vez por
todas, evidencia. Cualquiera sabe que el universo es un fenómeno casual que, aunque
desde nuestro punto de vista parezca estable, en lo absoluto no es más que un torbellino
incandescente y efímero, de modo que allá arriba no es en ese sentido que la evidencia
se presenta. Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprendí
no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite,
es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, llevamos con nosotros ese límite.
Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres
cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada,
la extensión de nuestra ignorancia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros
mismos cuando, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después
a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus
rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabemos no
modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos,
y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo. De modo que el provecho
científico de nuestras expediciones es más bien escaso. Que quede claro: como todas
las otras, la conquista del espacio es principalmente obra de comerciantes y guerreros,
y sus aspectos científicos son puramente logísticos y pragmáticos. Si hubiese hombres
en la luna, como los había en África y en América, los reduciríamos a la esclavitud
o acabaríamos con ellos. Si los hombres fuesen mejores, tal vez hubiese valido la
pena ir a la luna.
Mis valencias
turísticas son limitadas. Ver la tierra desde la luna y pasearme por ese suelo polvoriento,
oyendo el chasquido de mis zapatos gruesos contra las esférulas y los pedruzcos
de piroxena, olivina y feldespato, chirriar la materia vitrificada y muerta bajo
las suelas, no me produjo mayor entusiasmo que mis visitas (un poco obligadas por
los hábitos de la época, como mi carrera de astronauta lo fue en cierto sentido
por un padre militar) a las cataratas del Iguazú o al desierto de Gobi. No digo
que no me haya producido ninguno sino que el que experimenté fue de lo más módico.
Tal vez la única maravilla auténtica de mi paseo haya sido que las huellas de mis
zapatos quedarán impresas en ese polvo pardo durante millones de años, pero también
eso tiene su lado negro, porque en las noches de insomnio, o en las mañanas indecisas
y turbias en las que mi situación parece sin salida, la forma estriada y ancha de
esas huellas, obcecada y autónoma, insiste en venir a estamparse, nítida y excluyente,
durante horas e incluso durante días, en la zona clara de mi mente.
El fragmento de
mundo que hollábamos, Brown y yo, igual que la tierra paciente que nuestra especie
había desfigurado con sus pasos, dejaba intacto el infinito. (Sé que los llamados
hombres de ciencia consideran que el universo es finito, pero si eso es cierto,
lo es en una escala diferente a aquella en que se sitúan los que han formulado la
hipótesis). Saber algo sobre la luna: tal era nuestra ilusión, ya que confundíamos
experiencia y conocimiento. Encerrados en las cápsulas de nuestros trajes espaciales,
deambulábamos en la penumbra grisácea, indiferentes a la esfera azul que flotaba,
fantasmal, a lo lejos, en el firmamento negro, mientras esperábamos que el módulo
principal de la nave, con Andy Wood adentro, después de dar el número previsto de
revoluciones en la órbita lunar, pasara a recogernos para llevarnos de vuelta a
la tierra. Presentía a Brown encapsulado en su piel negra, igual que yo en la mía,
y tuve la impresión, mientras dábamos nuestros pasos torpes y lentos, punteando
aquí y allá con nuestras palitas especiales, unos cilindros metálicos que clavábamos
en el suelo y retirábamos llenos de materia lunar, que estábamos aislados uno del
otro por una serie de envoltorios y de cápsulas que nos volvían mutuamente desconocidos
y remotos. ¿Para qué ir tan lejos a develar misterios si lo más cercano –yo mismo
por ejemplo– es igualmente enigmático? La yema de los dedos y la luna son igualmente
misteriosos, pero los cinco sentidos son más inexplicables que la totalidad de la
materia ígnea, pétrea o gaseosa, de modo que excavar la luna, sondear el sol o visitar
Saturno, como han dado en llamar caprichosamente a esos objetos sin nombre apropiado
y sin razón de ser, no resolverá nada.
Tales son mis
pensamientos tenues cuando me paseo por las calles, tan polvorientas como las de
la luna, pero en las que mis huellas se desvanecen, fugitivas, casi en el mismo
momento en que las imprimo, de mi pueblo natal. La vejez y lo que sigue me ha dado
cita para uno de estos días en alguna de sus esquinas desiertas. Es inconcebible
que la luna exista, casi tanto como que exista yo. Que haya un universo es por cierto
misterioso, pero que yo esté caminando esta noche de primavera en la penumbra apacible
de los árboles lo es todavía más. Así como ver la esfera azul desde la luna permitía
poseer un punto de vista suplementario pero no volvía las cosas más claras, haber
estado en la luna no me reveló nada nuevo sobre ella y, a decir verdad, me gusta
más verla desde aquí, redonda, brillante y amarilla. Allá arriba, la proximidad
no mejoraba mi conocimiento, sino que la volvía todavía más extraña y lejana. Desde
acá sigue siendo un enigma, pero un enigma familiar como el de mis pies, de los
que no podría asegurar si existen o no, o como el enigma de que haya plantas por
ejemplo, de que haya una planta a la que le dicen ligustro y que, cuando florece,
despida ese olor, y que cuando se la huele, es el universo entero lo que se huele,
la flor presente del ligustro, las flores ya marchitas desde tiempos inmemoriales,
y las infinitas por venir, pero también las constelaciones más lejanas, activas
o extintas desde millones de años atrás, todo, el instante y la eternidad. Y sobre
todo que, gracias a ese olor, por alguna insondable asociación, mi vida entera se
haga presente también, múltiple y colorida, en lo que me han enseñado a llamar mi
memoria, ahora en que al pasar junto a un cerco, en la oscuridad tibia, fugaz, lo
siento.
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