Leonora Carrington
Ha llegado el momento de
contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como
si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio
de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas
de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste
y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía
tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las
calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de
cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La
luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo
que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar
la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido
una vista excelente.
Me
pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no
percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación
delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el
aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como
las casas.
Una
tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía
de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse
a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los
ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente
silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar
un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró
por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos
al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles
puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació
en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se
puso a hurgar en su comida repugnante.
La
mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego
me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité
una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me
dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
–¿Tiene
un poco de carne pasada que no necesite? –me gritó.
–¿Un
poco de qué? –grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
–De
carne en mal estado. Carne en descomposición.
–En
este momento, no –contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
–¿Y
tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la
trajera.
A
continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó
el vuelo.
Mi
curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne
a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo
relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar
mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De
cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia
la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando
una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la
casa de enfrente.
Cuando
bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé
un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada
de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía
años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo,
algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano.
Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso
a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La
mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
–¿Cómo
está usted? ¿Cómo está usted? –murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar
que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que
tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de
mil estrellitas diminutas.
–Es
usted muy amable –prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente–. No sabe
lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos;
mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El
último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos
tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
–Tenemos
visita muy pocas veces –sonrió la mujer–. Así que han corrido todos a esconderse
en sus pequeños rincones.
Dio
un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos
blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en
ella.
–¡Vengan,
bonitos! ¡Vengan, bonitos! –canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando
un trozo de carne podrida.
Con
profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos,
que se pelearon como lobos por la carne.
–Una
acaba encariñándose con ellos –prosiguió la mujer–. ¡Cada uno tiene sus pequeñas
costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los
susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
–Por
supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos
un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente,
un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de
que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de
la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un
árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy
tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia,
ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba
un trozo de carne.
La
mujer siguió mi mirada y rio entre dientes.
–Ese
es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al
sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que
tenía una venda en los ojos.
–¿Ethel?
–preguntó con voz bastante débil–. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra
que lo tengo rigurosamente prohibido.
–Vamos,
Laz; no empecemos –su voz era quejumbrosa–, no me puedes escatimar un poquitín de
compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne
para los conejos.
La
mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
–Quiere
quedarse entre nosotros; ¿a que sí? –de repente me entró miedo y sentí ganas de
salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos
carnívoros.
–Creo
que me voy a marchar; es hora de cenar.
El
hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía
sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La
mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
–¿No
quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas;
siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché
a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar
por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la
balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron
los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.
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