Antón Chéjov
Durante mi estancia en el
distrito de S. tuve ocasión de visitar a menudo los huertos de Dubovo y a su cuidador,
Savva Stukach, o simplemente Savka. Esos huertos eran mi lugar preferido para la
llamada pesca “general”, en la que se parte de casa sin saber el día ni la hora
en que se regresará, equipado de toda clase de aparejos y pertrechado de provisiones.
A decir verdad, lo que me interesaba, más que la pesca, era ese sosegado deambular,
las comidas a cualquier hora, las conversaciones con Savka y la larga contemplación
de las serenas noches estivales. Savka era un muchacho de unos veinticinco años,
alto, atractivo, lleno de salud, duro como el pedernal. Pasaba por hombre juicioso
y sensato, sabía leer y escribir, rara vez bebía vodka, pero como trabajador ese
hombre joven y fuerte no valía un céntimo. Sus músculos resistentes como cables
estaban llenos de energía y a la vez de una pereza abrumadora, invencible. Vivía
en la aldea, como todos, en una isba de su propiedad, disponía de una parcela de
tierra, pero no la araba ni la sembraba ni se ocupaba de ninguna actividad. Su anciana
madre mendigaba bajo las ventanas; en cuanto a él, vivía como un ave del cielo:
por la mañana no sabía lo que comería a mediodía. No es que careciera de voluntad,
de energía o de compasión por su madre, sino simplemente que no tenía inclinación
por el trabajo ni era consciente de su utilidad… Toda su figura desprendía un aura
de placidez y revelaba el gusto innato, casi la vocación artística por una vida
regalada, sin ninguna clase de esfuerzo. Cuando su cuerpo joven y lleno de salud
sentía la necesidad fisiológica de ocuparse de algún trabajo muscular, el muchacho
se entregaba durante algún tiempo a alguna profesión liberal pero fútil, como el
aguzamiento de jalones de los que nadie tenía necesidad, o entablaba una carrera
de velocidad con las mujeres. Su estado favorito era la inmovilidad concentrada.
Era capaz de pasar horas enteras en un mismo sitio, sin cambiar de postura, con
la mirada fija en un punto. Se revolvía al compás de su inspiración y solo cuando
se presentaba la ocasión de hacer un movimiento rápido y brusco: coger por la cola
a un perro que corría, arrancarle el pañuelo a una mujer, salvar un ancho hoyo.
Ni que decir tiene que, siendo tan parco en movimientos, Savka era más pobre que
una rata y vivía peor que un pordiosero. Con el paso del tiempo fueron acumulándose
los atrasos en el pago de sus impuestos y, a pesar de su juventud y de su salud,
la asamblea acabó confiándole una ocupación reservada a los viejos: guardián y espantapájaros
de los huertos comunales. Por mucho que los vecinos se reían de su vejez anticipada,
él ni se inmutaba. Esa ocupación tranquila, propicia para una contemplación inmóvil,
estaba en perfecta consonancia con su naturaleza.
Una
hermosa tarde de mayo me encontraba en compañía de ese Savka. Recuerdo que estaba
tumbado sobre una manta de viaje desgarrada y ajada, casi en la entrada de su cabaña,
de la que salía un olor intenso y sofocante a hierba seca. Con las manos en la nuca,
miraba el panorama que se abría ante mis ojos. Junto a mis pies había unas horcas
de madera. Detrás se destacaba, como una mancha negra, el perro de Savka, Kutka,
y a dos sazhens de éste, como mucho, se recortaba la escarpada orilla. Al estar
tumbado, no alcanzaba a ver el río. Solo vislumbraba las cimas de las mimbreras
que se apretujaban en esta ribera y el borde sinuoso y como roído de la otra. En
la lejanía, sobre una sombría colina, se acurrucaban unas contra otras, como jóvenes
perdices asustadas, las casas de la aldea en que vivía Savka. Más allá de la colina
se apagaba el crepúsculo. Solo quedaba un rayo de un púrpura pálido y aun éste estaba
cubierto de menudas nubes, como brasas de ceniza.
A
la derecha de los huertos la masa oscura de una aliseda susurraba dulcemente y a
veces se estremecía por alguna súbita ráfaga de viento; a la izquierda se extendían
los campos ilimitados. Allí donde las tinieblas no permitían ya al ojo distinguir
el cielo de la tierra, centelleaba con fuerza una lucecilla. Savka estaba sentado
a poca distancia de mí. Con las piernas dobladas a la turca y la cabeza gacha, contemplaba
a Kutka con aire meditabundo. Nuestros anzuelos, provistos de cebo vivo, llevaban
ya un buen rato bajo el agua, de modo que no teníamos otra cosa que hacer que entregarnos
a ese reposo tan apreciado por Savka, que no se fatigaba nunca y siempre estaba
fresco. Los últimos rayos del sol poniente aún no se habían apagado del todo, pero
la noche estival envolvía ya la naturaleza con su caricia deleitosa, que incita
al descanso.
Todo
se sumergía en la profundidad del primer sueño, solo un ave nocturna desconocida
para mí lanzaba en el bosque un largo gorjeo articulado, prolongado y perezoso,
semejante a las palabras: “¿Has visto a Nikita?”, y al punto se respondía a sí misma:
“¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto!”.
–¿Por
qué no cantan los ruiseñores? –pregunté a Savka.
Éste
se volvió lentamente hacia mí. Tenía unos rasgos pronunciados y netos, pero a la
vez expresivos y suaves como los de una mujer. Luego contempló con sus ojos dulces
y soñadores el bosque y las mimbreras, sacó del bolsillo con parsimonia un caramillo,
se lo llevó a los labios y se puso a imitar el canto de un ruiseñor hembra. Al punto,
como en respuesta a su llamada, en la orilla opuesta se oyó el graznido de un rascón.
–Ahí
tiene a su ruiseñor… –dijo Savka con una sonrisa–, ¡Derg-derg! ¡Derg-derg! Chirría
como una cerradura vieja y seguro que se imagina que canta.
–Me
gusta esa ave… –dije yo–. ¿Sabes? Durante la migración el rascón no vuela, sino
que corre por el suelo. Solo vuela para atravesar los ríos y los mares, lo demás
lo hace a pie.
–Vaya…
–farfulló Savka, mirando con respeto el lugar en el que había graznado el rascón.
Sabiendo
lo aficionado que era Savka a escuchar, le conté todo lo que había leído del rascón
en los libros de caza. De ese tema pasé sin darme cuenta a las migraciones. Savka
me escuchaba con atención, sin pestañear, en todo momento con una sonrisa de satisfacción.
–¿Y
cuál es la patria de las aves? –preguntó–. ¿Estas tierras o aquéllas?
–Éstas,
sin duda. Aquí es donde nacen y donde crían, de modo que ésta es su patria; solo
vuelan a otras regiones para no morir de frío.
–¡Curioso!
–exclamó Savka, estirándose–. Cualquier tema del que se hable está lleno de sorpresas.
Ya se trate de las aves, de los hombres… o de esta piedra, todo tiene su sentido.
¡Ah, señor, de haber sabido que venía usted, no le habría dicho a esa mujer que
se reuniera aquí conmigo…! Hay una que me ha pedido venir hoy…
–¡Ah,
por favor, no quiero molestar! –dije yo–. Puedo tumbarme en el bosque…
–¡Nada
de eso! No se va a morir por venir mañana… Si se quedara sentada, escuchando la
conversación… pero no parará de hablar. Estando ella presente, no será posible mantener
una conversación sensata.
–¿Es
a Daria a quien esperas? –le pregunté después de una pausa.
–No…
Hoy va a venir una nueva… Agafia, la del guardagujas.
Savka
pronunció esas palabras con su voz habitual, desganada, un poco sorda, como si estuviera
hablando de tabaco o de unas gachas, pero yo me quedé sorprendido. Conocía a Agafia,
la del guardagujas… Era una mujer muy joven, de unos diecinueve o veinte años, que
se había casado hacía unos diez o doce meses con un muchacho joven y bravo, guardagujas
del ferrocarril. Vivía en la aldea y su marido venía a pasar casi todas las noches
con ella.
–¡Tus
aventuras con las mujeres acabarán mal, amigo! –dije con un suspiro.
–Me
da igual… –y, al cabo de una pausa, añadió–: Se lo he dicho a ellas, pero no me
escuchan… A las muy tontas les entra por un oído y les sale por el otro.
Se
produjo un silencio… Las tinieblas, entre tanto, se espesaban cada vez más y los
objetos perdían sus contornos. El rayo que centelleaba más allá de la colina se
había apagado del todo, las estrellas refulgían y resplandecían con fuerza creciente,
cada vez más brillantes y luminosas… El chirrido monocorde y melancólico de los
grillos, el graznido del rascón y el chillido de la codorniz, lejos de quebrar el
silencio de la noche, reforzaban su inmensa monotonía. Parecía como si esa suave
melodía que encantaba los oídos no emanara de las aves ni de los insectos, sino
de las estrellas que nos contemplaban desde el firmamento…
El
primero en romper el silencio fue Savka. Apartando lentamente los ojos del negro
lomo de Kutka y fijándolos en mí, dijo:
–Veo
que se aburre usted, señor. ¿Qué tal si cenamos?
Y,
sin aguardar mi consentimiento, se deslizó boca abajo hasta la cabaña y se puso
a buscar algo, haciendo que toda la cabaña se estremeciera como una hoja; luego
salió, también arrastrándose, y puso delante de mí una botella de vodka y una escudilla
de barro con huevos duros, tortas de centeno untadas en manteca, unas rebanadas
de pan negro y alguna otra cosa… Bebimos el vodka en un vaso torcido, que no era
posible mantener derecho, y atacamos los alimentos… Sal gruesa de color gris, tortas
sucias y grasientas, huevos elásticos como el caucho… pero ¡qué suculento me pareció
todo!
–Vives
como un pordiosero, pero tienes buenos productos –dije, señalando la escudilla–.
¿De dónde los sacas?
–Me
los traen las mujeres… –masculló Savka.
–¿Por
qué razón?
–Pues…
por piedad…
No
solo el menú, sino también la ropa de Savka portaba la marca de la “piedad” femenina.
Así, esa velada advertí que llevaba un cinturón nuevo de gruesa lana y en el sucio
cuello una cinta de un rojo vivo de la que pendía una cruz de cobre. Conocía la
debilidad del bello sexo por Savka, como también su renuencia a hablar de ella,
de modo que interrumpí mi interrogatorio. Además, no era momento para comentarios…
Kutka, que daba vueltas a nuestro alrededor, esperando pacientemente un pedazo de
comida, aguzó de pronto las orejas y empezó a gruñir. Se oyó un chapoteo lejano,
intermitente.
–Alguien
atraviesa el vado… –dijo Savka.
Al
cabo de unos tres minutos Kutka volvió a gruñir y emitió un sonido semejante a una
tos.
–¡Cállate!
–le gritó su amo.
Unos
pasos tímidos resonaron en la penumbra con ruido sordo y una silueta de mujer surgió
del bosque. La reconocí, a pesar de la oscuridad que nos rodeaba: era Agafia, la
del guardagujas. Se acercó a nosotros con temor y se detuvo, respirando con dificultad.
Probablemente estaba menos sofocada por la caminata que por el temor y el sentimiento
desagradable que se experimenta siempre que se atraviesa un vado de noche. Al darse
cuenta de que junto a la cabaña había dos hombres en lugar de uno, lanzó un débil
grito y retrocedió un paso.
–¡Ah…
eres tú! –exclamó Savka, metiéndose una torta en la boca.
–Sí…
soy yo –balbució ella, dejando en el suelo un paquete y mirándome de reojo–, Yákov
le manda saludos y me ha pedido que le traiga… esto…
–¿Por
qué mentir? ¡Yákov! –dijo Savka con una sonrisa–. ¡No es necesario mentir, el señor
sabe a lo que has venido! Siéntate, te invitamos.
Agafia
volvió a mirarme de soslayo y se sentó con indecisión.
–Pensaba
que ya no vendrías hoy… –dijo Savka, después de un largo silencio–. ¿A qué estás
esperando? ¡Come! ¿O es que quieres vodka?
–¡Menuda
idea! –comentó Agafia–. No estás tratando con una borracha…
–Bebe…
Te pondrá a tono… ¡Vamos!
Savka
le entregó el vaso torcido a Agafia, que lo vació poco a poco, pero no comió nada,
contentándose con soplar ruidosamente.
–Me
has traído algo… –continuó Savka, deshaciendo el paquete y adoptando un tono de
condescendencia–. Las mujeres siempre tienen que traer alguna cosa. Vaya, una empanada
y patatas… ¡Éstas sí que saben vivir! –dijo con un suspiro, volviéndose hacia mí–
¡En toda la aldea solo ellas tienen patatas después del invierno!
No
veía el rostro de Agafia en la oscuridad, pero, a juzgar por el movimiento de sus
hombros y de su cabeza, tenía la impresión de que no apartaba los ojos de Savka.
No queriendo chafarles la entrevista, me puse en pie y me dispuse a dar un paseo.
Pero en ese momento, en el bosque, un ruiseñor emitió dos notas de contralto. Al
cabo de medio minuto lanzó un trino agudo y ligero y, después de probar así su voz,
empezó a cantar. Savka se incorporó de un salto y prestó oídos.
–¡Es
el mismo de ayer! –dijo–, ¡Espere un poco…!
Y,
con la rapidez de una flecha, se internó en el bosque sin hacer ruido.
–¿Qué
vas a hacer? –le grité mientras se alejaba–. ¡Déjalo!
Savka
hizo un gesto con la mano para indicarme que no gritara y desapareció en la oscuridad.
Cuando quería, Savka era un pescador y un cazador extraordinario, pero en ese momento
gastaba en balde tanto sus dotes como sus fuerzas. Por lo común era perezoso y empleaba
toda su pasión de cazador en empresas vanas. Así, atrapaba ruiseñores con las manos,
disparaba a los lucios con perdigones y pasaba horas enteras a la orilla del río,
empeñado en cobrar peces pequeños con un anzuelo grande.
Al
quedarse a solas conmigo, Agafia tosió y se pasó la mano por la frente varias veces…
El vodka empezaba a surtir efecto.
–¿Cómo
te va, Agafia? –le pregunté al cabo de una prolongada pausa, cuando el silencio
se hizo embarazoso.
–Bien,
gracias a Dios… No se lo cuente a nadie, señor… –añadió de pronto en un susurro.
–No
te preocupes –la tranquilicé–. En cualquier caso, eres muy temeraria, Agafia… ¿Y
si Yákov se entera?
–No
se enterará…
–Nunca
se sabe.
–No…
Llegaré a casa antes que él. Está en la línea férrea y vendrá en el tren correo;
desde aquí se le oye acercarse…
Agafia
volvió a pasarse la mano por la frente y miró hacia el lugar por el que había desaparecido
Savka. El ruiseñor cantó. Un ave pasó volando a ras de suelo y, al vernos, se estremeció,
sacudió las alas y ganó la otra orilla del río.
El
ruiseñor no tardó en callarse, pero Savka seguía sin regresar. Agafia se puso en
pie, dio algunos pasos con aire preocupado y volvió a sentarse.
–¿Qué
está haciendo? –no pudo dejar de preguntar–. ¡El tren no va a esperar a mañana!
¡Tengo que marcharme enseguida!
–¡Savka!
–grité yo–. ¡Savka!
Ni
siquiera el eco me contestó. Agafia se removió inquieta y volvió a levantarse.
–¡Debo
irme! –exclamó con inquietud–, ¡El tren está al llegar! ¡Sé cuando pasan!
La
pobre muchacha no se había equivocado. No había transcurrido un cuarto de hora,
cuando se oyó un ruido lejano.
Agafia
se quedó mirando largo rato el bosque, agitando febrilmente los brazos.
–Pero
¿dónde está? –dijo con una risa nerviosa–. ¿Dónde diablos se ha metido? ¡Me marcho!
¡Palabra, señor, me marcho!
Entretanto
el ruido se hacía cada vez más nítido. Ya se distinguía el golpeteo de las ruedas
de la trabajosa respiración de la locomotora. El tren silbó, atravesó el puente
con sordo tamborileo… Al cabo de un instante todo quedó en silencio…
–Esperaré
un minuto más… –dijo Agafia con un suspiro, sentándose con determinación– ¡Así es,
esperaré!
Por
fin Savka apareció en medio de la oscuridad. Avanzaba en silencio, con los pies
desnudos, por la mullida tierra del huerto, y murmuraba algo en voz baja.
–¡Menuda
suerte tengo! –exclamó, con una alegre risa–. Acababa de acercarme al arbusto y
preparaba ya la mano para atraparlo, cuando se calló. ¡Ah, perro calvo! Estuve esperando
un buen rato a que volviera a cantar y luego me di por vencido…
Savka
se tumbó torpemente junto a Agafia y, para guardar el equilibrio, le cogió el talle
con ambas manos.
–Y
tú ¿por qué pones esa cara de niña sin madre? –preguntó.
A
pesar de su bondad y sencillez Savka menospreciaba a las mujeres. Las trataba con
desdén y altanería, y llegaba hasta el extremo de reírse con desconsideración de
la debilidad que sentían por él. Quién sabe, tal vez esa actitud despreocupada y
desdeñosa era una de las razones de la seducción poderosa e irresistible que ejercía
sobre las dulcineas de la aldea. Era atractivo, de formas armoniosas, en sus ojos
brillaba siempre, incluso cuando miraba a las despreciadas mujeres, una dulzura
serena, pero los atributos externos no bastaban para explicar ese encanto. Además
de su afortunado físico y de la peculiaridad de sus modales, hay que pensar que
parte de su fascinación se debía a su conmovedor papel de fracasado reconocido,
de desdichado expulsado de su isba natal y relegado a los huertos.
–¡Cuéntale
al señor a qué has venido! –continuó Savka, sin soltar el talle de Agafia–. ¡Vamos,
díselo, mujer casada! Jo, jo… ¿Y si le damos un poco más de vodka a nuestra amiga
Agafia?
Me
levanté y me puse a caminar por el huerto, entre los bancales, que en la oscuridad
parecían grandes tumbas aplastadas. Del lugar se alzaba un olor a tierra removida
y a la suave humedad de las plantas, que empezaban a cubrirse de rocío… A la izquierda
seguía brillando la lucecilla roja. Parpadeaba con aire afable y parecía sonreír.
Escuché
una risa alegre. Era Agafia.
“¿Y
el tren? –pensé–. Hace tiempo que ha llegado”.
Al
cabo de un rato, volví a la cabaña. Savka, inmóvil, sentado a la turca, tatareaba
en voz baja, apenas audible, una canción compuesta exclusivamente de monosílabos,
algo así como: “Ah, tú; eh, tú… yo y tú”. Agafia, embriagada por el vodka, las despectivas
caricias de Savka y el bochorno de la noche, estaba tendida a su lado, apretando
convulsivamente el rostro contra sus rodillas. Se había entregado de tal modo a
su pasión que ni siquiera advirtió mi llegada.
–¡Agafia,
el tren ha pasado hace tiempo! –exclamé yo.
–Es
hora de que te vayas –dijo Savka, apoyando mis palabras y sacudiendo la cabeza–.
¿Qué haces ahí tumbada? ¡Desvergonzada!
Agafia
se estremeció, apartó la cabeza de las rodillas de Savka, me miró y volvió a apretarse
contra él.
–¡Deberías
haberte ido hace tiempo! –dije yo.
Agafia
se agitó, apoyó una rodilla en el suelo… Sufría… Al cabo de medio minuto toda su
figura, en lo que pude distinguir a través de la penumbra, adoptó una expresión
de lucha y de vacilación. Hubo un momento en que pareció volver en sí y estiró el
tronco para ponerse de pie, pero una fuerza invencible e inexorable se apoderó de
ella, lanzándola de nuevo contra Savka.
–¡Que
se vaya al diablo! –dijo con una sonrisa salvaje y gutural, en la que se entreveraban
la determinación irracional, la impotencia y el dolor.
Gané
el bosque sin hacer ruido y desde allí descendí hasta el río, donde estaban nuestros
aparejos de pesca. Las aguas dormían. Una flor grande y suave, de alto tallo, me
acarició con delicadeza la mejilla, como un niño que quiere comunicar que no duerme.
Como no tenía nada que hacer, busqué a tientas una de las cañas y tiré de ella.
Se estiró apenas y quedó colgando: no habíamos cogido nada… No se veían ni la otra
ribera ni la aldea. En una isba centelleó una luz, pero se extinguió enseguida.
Busqué en la orilla un hoyo que había descubierto mientras aún había luz y me instalé
en él como si fuera un sillón. Pasé allí un buen rato… Vi cómo las estrellas se
cubrían de niebla y perdían su brillo, y cómo una ráfaga fresca, semejante a un
leve suspiro, recorría la superficie de la tierra y agitaba las hojas de los sauces,
apenas despiertos…
–¡A-ga-fia…!
–gritó alguien con voz sorda desde la aldea–. ¡A-ga-fia!
El
marido había regresado y, lleno de inquietud, buscaba a su mujer entre las isbas.
En ese momento se oyó en el huerto una risa irresistible: su mujer se había desmandado,
embriagado, y trataba de compensar con unas horas de felicidad el martirio que le
esperaba al día siguiente.
Me
quedé dormido.
Cuando
me desperté, Savka, sentado junto a mí, me sacudía ligeramente el hombro. Todo estaba
inundado de la viva claridad de la mañana: el río, el bosque, las dos orillas, los
árboles y los campos, verdes y lavados. El sol acababa de salir y entre los delgados
troncos de los árboles se filtraban algunos rayos que incidían sobre mi espalda.
–¿Es
así como pesca? –dijo Savka con una sonrisa–. ¡Vamos, levántese!
Me
puse en pie, me desperecé con placer y, mientras acababa de despertarme, aspiré
con avidez el aire húmedo y perfumado.
–¿Se
ha ido Agafia? –pregunté.
–Ahí
va –respondió, señalando con la mano el lugar donde se encontraba el vado.
Miré
hacia allí y vi a Agafia. Con la falda remangada, los cabellos en desorden y el
pañuelo caído sobre la nuca atravesaba el río. Las piernas apenas la sostenían…
–¡La
gata que roba sabe lo que le espera! –balbució Savka, mirándola con ojos entornados–.
Va con el rabo entre las piernas… Estas mujeres son traviesas como gatas y cobardes
como liebres…
¡No
se fue ayer, la muy tonta, cuando se lo dijimos! Ahora le va a caer una buena, y
a mí también… De nuevo van a azotarme por una mujer…
Agafia
alcanzó la otra orilla y a través del campo se dirigió a la aldea. En un principio
caminaba con bastante firmeza, pero pronto la preocupación y el pavor se apoderaron
de ella: se volvió con temor y se detuvo para tomar aire.
–¡Tiene
miedo! –dijo Savka con una triste sonrisa, mirando la estela de color verde vivo
que Agafia iba dejando en la hierba empapada de rocío–. ¡No quiere ir! Hace ya una
hora que el marido está esperándola… ¿Lo ha visto?
Savka
pronunció las últimas palabras con una sonrisa en los labios, pero a mí se me encogió
el corazón. En la aldea, junto a la última isba, de pie en medio del camino, estaba
Yákov, mirando fijamente a su mujer, que avanzaba hacia él. No movía un pelo, tieso
como un poste. ¿En qué pensaba mientras la miraba? ¿Qué palabras preparaba para
recibirla? Agafia se detuvo un instante, se giró una vez más, como si esperara ayuda
de nosotros, y siguió adelante. Nunca había visto tal forma de caminar, ni en un
hombre borracho ni en uno sobrio. Era como si se retorciera bajo la mirada del marido.
Ora zigzagueaba, ora se quedaba parada, doblando las rodillas y separando los brazos,
ora retrocedía. Al cabo de unos cien pasos, se dio la vuelta otra vez y se sentó.
–Sería
mejor que te escondieras detrás de un arbusto… –le dije a Savka–. El marido puede
verte…
–No
necesita verme para saber de dónde viene Agafia… Cuando las mujeres van al huerto
por la noche, no es para coger coles: todo el mundo lo sabe.
Miré
el rostro de Savka. Estaba pálido, crispado por esa mezcla de piedad y repugnancia
que sienten ciertas personas cuando ven sufrir a los animales.
–Cuando
el gato se divierte, el ratón llora… –dijo con un suspiro.
Agafia
se levantó bruscamente, sacudió la cabeza y se dirigió hacia su marido con paso
firme. Por lo visto, había hecho acopio de todas sus fuerzas y se había decidido.
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