Juan José Arreola
Lo que hace Genaro es horrible.
Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer,
en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como
si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas
falsas. Decía: “¿Es que hay algo más chistoso?” Y se pasaba la mano por la frente,
encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: “¿Cómo se sentirá llevar
cuernos?” No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia
estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad
a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía.
Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace
ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez
más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras
más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre
volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso,
traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi el cuello,
teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia
entre semejantes abrazos.
Al
principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión
de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo
y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente
sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos
envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como
esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro.
Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina
y provoca el cansancio.
A
veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro
es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente:
“¿A dónde iremos?”, nos dice. “¡Somos aquí tan felices!” Suspira. Luego, buscando
mis ojos: “Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos”. Y se queda mirando
el mar con melancolía.
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