Juan Carlos Botero
La piragua avanza arrastrada
por la corriente. El cazador está sentado en la proa, sus piernas cuelgan por las
bordas, las puntas de sus botas casi rozan el agua, y tiene la culata del rifle
asentada en la cintura. Observa los árboles que amurallan las orillas. Detrás suyo,
el viejo y taciturno guía de piel morena con el rostro medio cubierto por el descosido
sombrero de paja, dirige la nave con calma; hunde de vez en cuando el canalete en
el agua, esquivando troncos, respetando la voluntad del río. El cazador mira el
agua que pasa bajo sus pies. Alza la vista, examina las copas de los árboles, y
descubre un mono que cuelga de una rama arqueada por el peso, escogiendo y mascando
hojas. El hombre le hace señas al guía y la piragua dobla hacia la orilla. El cazador
levanta el rifle. Lo acomoda y presiona contra su pectoral derecho, ubica al mono
en la mira: aprieta el gatillo. El estruendo levanta una algarabía de aves y el
mono da un volantín y se precipita azotando las ramas. Escuchan el golpe seco contra
el suelo. La proa se monta en el barro y el cazador salta a la orilla y vadea entre
la alta maleza. Encuentra al mono al pie del árbol. Está vivo. El hombre alza el
rifle, pero se detiene. Sentado, el mono se pasa la mano por el hombro herido y
examina sus arrugados dedos bañados en sangre.
Su expresión
de incredulidad es casi humana. Como si no comprendiera, vuelve a pasarse la mano
por el hombro y la tierra untada de sangre. La mira, confundido. El cazador vacila
antes de disparar.
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