María Eugenia Olguín Mejía
I
Marco
nació en una esquina del cuarto alto, frío y oscuro de la casa, junto a la
imagen de la virgen de Guadalupe rodeada de velas y flores siempre iluminadas;
debajo del pequeño altar donde se hacía culto a la sombría madona. Era muy
frágil, delgado y quejumbroso; se desprendió de la pared mohosa. Formaba parte de
esa pared húmeda de hongos. Su identidad, verde, era de hongo.
Lanzó un corto quejido al cobrar forma de
silueta humana y se desprendió de aquel muro luminoso
de beatitud. Durante algunas horas nadie escuchó su llanto; sin embargo, cuando
apenas se notaba la oscuridad de la tarde dentro de la casa, Milagros escuchó los sollozos. ¡Pobre
Milagros! Siempre tan sola; vivía en medio de su prudente recato, tradición de
familia. Ahora era la dueña y señora de la casa ancestral, de su frío, de sus
sombras, de sus muebles toscos y de sus santos que, decía, la cuidaban de
cualquier sorpresiva pestilencia que se quisiera arrastrar por los largos
corredores.
Milagros entró y se santiguó ante la
virgen verde y rota de tantos años incrustada en la pared, y cuando
se arrodillaba, miró gemir al muro fangoso, como madre recién parida y, en el
suelo, al pequeño, silueta de humano, verde, pálido como ella y como las ceras
lloronas del altar. Tomó de la cama cercana un chal gris y envolvió
cautelosamente al pequeño que dejó de llorar en
sus brazos.
Tenía un hijo… no
de su vientre, pero sí del vientre de la pared de su casa. ¡Un hijo no doloroso!
II
Los
días se llevaron el encierro cotidiano de Milagros; a veces lluviosos, a veces
con un sol tísico, pero siempre húmedos. Marco se fortalecía en esos días de
claustro y entre los helados brazos de su madre distante por muchos cordones
umbilicales no logrados.
Milagros tenía finalmente un niño; el que
no le diera su difunto marido. Era un niño de musgos, extraño, quejumbroso, que
se hacía mayor cada minuto, cada hora, cada día. Se llamaba Marco, igual que el
difunto que no lo conocería jamás; igual que el apóstol del evangelio de la Biblia,
porque a ése le recordaba. Marco sería como un apóstol. Era un hombre-hongo
inteligente y dulce; tenía mirada de profeta, de apóstol, de santo.
Un domingo Milagros y Marco se arreglaron
para asistir a misa. Marco no cabía de contento en su propio
techo. ¡Conocería otro altar mucho más brillante que el del rincón de su cuarto!
¡Otro altar lleno de santos!
Pisaron orgullosos el jardín de la
iglesia, ambos vestidos de negro; caminaron con alegría; saludaban con
inclinaciones de cabeza a los demás feligreses.
Todos los conocidos se asombraban ante la
delicadeza de Marco. Lo alababan por sus modales y felicitaban a la madre por
su gran capacidad educadora.
Cada momento de la ceremonia fue
excitante. Marco disfrutaba extasiado todos los ritos; las palabras del
sacerdote eran savia que podía chuparse hasta que se anudaba en la sangre; savia
solemne… alimento que fortalecía el conocimiento del mundo.
La vida de Marco
transcurría como vértigo. Al salir de la iglesia decidió masticar
los días con su nueva visión moral. El tiempo se hizo respiro de rezos, misas,
paseos y frugales alimentos que Milagros seleccionaba para el delicado estómago
de su hijo: leche y fruta se mezclaban, oraciones, caminatas, leyendas y
ejemplos… hasta que llegaba la noche, recibida con nuevas plegarias e historias
de santos y mártires, preludio del sueño quebradizo de madre e hijo.
III
Pero
incluso las rutinas se mudan las ropas o cambian su casa, sus huéspedes y sus
costumbres…
Marco rezaba una tarde opaca; rezaba con intensa
furia, como su madre le había enseñado
para alejar de sí al pecado, al mal sentimiento.
Nunca lo había experimentado,
pero era mejor no coquetear con un desconocido tirano;
así pues, rezaba sudoroso cuando sus ojos se abrieron instintivamente, por el mismo
cansancio de mantenerlos cerrados; no obstante, se abrieron y se fijaron en un
punto de la pared: la esquina lo había engendrado. El muro desde el sitio de su
nacimiento, respiraba inquieto y el moho se estremecía vaporoso, como si
quisiera gritar.
Marco se inquietó.
Algo así como un recuerdo que le despertó molestias en el pecho se apoderó de
su cerebro, de su piel, de sus vísceras. Se preguntó si en ese momento y con
esa rara sensación, se acercaba el pecado para destruirlo. Quiso llamar a su
madre, pero no tenía voz. Se sintió encerrado en un huevo; tal parecía que los
espacios del cuarto se reducían paulatinamente, mientras el muro de hongos
respiraba más fuerte, hasta que el aire del cuarto se convirtió en intenso estertor
que lo ensordeció y lo obligó a ponerse de pie.
Marco se adhirió al muro. Sudaba copiosamente
y luchaba contra aquella agonía que lo absorbía sin remedio. Suplicaba entre
dientes, en una plegaria angustiosa, un poco de paz que atenuara ese
sentimiento raro. Nadie acudió en su ayuda.
Marco se fue desgastando minuto a minuto;
se unía a la pared; su ropa caía a pedazos. Sus palabras finales llenaron las esquinas
más húmedas y lejanas de la casa y envolvieron a Milagros cerca del jardín.
Entre las flores la enlazó el desespero de su hijo moribundo.
La madre jadeante llegó al cuarto de Marco
y sólo pudo contemplar la pared susurrante donde la silueta de su hijo se
desbarataba en lamentos.
Las lágrimas empezaban a escurrir por los ojos
de Milagros, cuando aparecieron pequeños hongos de lo que fuera Marco. Muchos
honguitos comenzaron a gemir y a suspirar entre alboroto de manos débiles y frías. Unos minutos después comenzaron a caer al suelo. Se desprendían
precipitadamente del muro y tomaban la forma de Marco; sus ojos reflejaban la
misma ternura somnolienta del hijo desvanecido.
Milagros contaba emocionada: uno, dos, cuatro,
seis, ocho, doce… ¡Muchos hongos-hombres habían nacido!
IV
Con
la habilidad de Marco, con sus rostros de profeta, de apóstol, los honguitos formaban
su propia ciudad-muro debajo del altar.
Milagros no los
sacó más al sol, a las inciertas calles que todo lo podían destruir con un
soplido. Sus hijos sabían de ceremonias y de ritos más que toda la ciudad
junta. Ellos formaron su sociedad con todo e instituciones.
Milagros estaba muy contenta; orgullosa. Pocas
mujeres podían jactarse de tener una familia de hongos con su moral… con sus
instituciones.
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