Ambrose Bierce
En la primavera de 1862
el ejército mandado por el general Buell acampaba a la espera de librar la que sería
la victoriosa batalla de Shiloh. Era una tropa compuesta fundamentalmente por voluntarios
con poca instrucción militar. A pesar de ello, muchas de sus secciones combatían
con arrojo extraordinario; ya habían dado muestras de su valor casi temerario en
el oeste de Virginia y en Kentucky. La guerra era por aquel entonces un negocio
reciente, y los soldados una nueva industria no del todo bien conocida por los jóvenes
norteamericanos de la época, que veían en las cosas relacionadas con la vida militar,
a menudo, algo extraño, incomprensible, no muy de su agrado. Sus jefes, por ello,
tenían que hacer frecuentes demostraciones de su autoridad para que aquellos muchachos
comprendiesen que la disciplina y la subordinación son aspectos fundamentales de
la vida militar. Para alguien imbuido desde la infancia en ese aserto falaz pero
fascinante, según el cual todos los hombres nacen iguales, la subordinación a una
autoridad no es cosa fácil de sobrellevar, y los jóvenes voluntarios americanos,
en la flor de sus vidas, no podían sobrellevarlo de buen grado.
Así
ocurrió que uno de los hombres de Buell, el soldado Bennett Story Greene, cometió
la indiscreción de golpear a un oficial. De haber llevado más guerra a cuestas es
seguro que no lo hubiese hecho, pero, como sir Andrew Aguecheek, no tuvo tiempo
más que para contemplar su desgracia, sin que se le concediese la oportunidad de
retractarse. Se le negó el tiempo necesario para que corrigiera esas sus nada militares
maneras, en suma… Fue arrestado, acusado de insubordinación, juzgado por un tribunal
militar y condenado a morir fusilado.
–Deberías
haberme devuelto el golpe y en paz –dijo el condenado al oficial agredido–. Eso
es lo que hacíamos en la escuela, de niños, cuando tú no eras más que Will Dudley,
cuando yo era tan bueno o tan malo como tú… Nadie me vio sacudirte… La disciplina
no debería conducir al sufrimiento.
–Ben
Greene, tienes razón en eso –dijo el teniente–. ¿Podrás perdonarme? Solo para saber
tu respuesta he venido a verte.
No
hubo respuesta por parte del condenado; poco después otro oficial asomaba la cabeza
por la puerta del calabozo donde estaba el reo para anunciar que el tiempo concedido
al teniente, para la entrevista, había concluido.
A
la mañana siguiente, cuando el soldado Greene fue fusilado en presencia de toda
su brigada, por un pelotón reclutado entre varios de sus compañeros, el teniente
Dudley volvió la cabeza, cerró los ojos y musitó una oración suplicando piedad.
También pedía piedad para sí mismo.
Unas
semanas después de aquello, mientras la división de Buell se paseaba victoriosa
a lo largo del río Tenesí y acudía en socorro de las fuerzas de Grant, que se veían
sometidas a un duro hostigamiento por parte del enemigo, una noche, de acampada
los hombres, cayó una gran tormenta. Se tomó la decisión de avanzar de noche, aun
a despecho de la fuerte tormenta, pues llegaron informes al mando según los cuales
el enemigo se disponía a modificar su posición, retrasando las líneas. Así, entre
cadáveres y armas abandonadas, los hombres de Buell siguieron bajo la tormenta paso
a paso, en dirección al enemigo. La oscuridad era completa. No cesaba la lluvia
y cada trueno hacía que aquellos hombres aguerridos se estremecieran como si cayese
sobre ellos una gran manta de balas. Todo significaba muerte; la muerte acechaba
por doquier, era un sentimiento generalizado entre la tropa.
Con
las primeras luces de la mañana, cuando escampaba, la división de Buell detuvo su
marcha para estudiar los informes de los exploradores y hacer una definición de
la línea de fuego. Aprovecharon entonces los sargentos para ordenar formar a los
soldados y pasar lista. El sargento primero de la compañía en la que estaba el teniente
Dudley comenzó a nombrar a sus soldados por orden alfabético. No los llevaba escritos,
pero tenía muy buena memoria. Los hombres iban respondiendo “¡presente!” uno a uno
y así se llegó a la letra G.
–¡Gorham!
–¡Presente!
–¡Grayrock!
–¡Presente!
La
buena memoria del sargento, sin embargo, se vio súbitamente afectada por el hábito
de pasar lista.
–¡Greene!
–¡Presente!
La
respuesta fue nítida, perfectamente audible, no había margen para el error.
Se
produjo un movimiento súbito e inevitable entre la tropa, como sacudidos los hombres
por una corriente eléctrica. El sargento palideció y guardó silencio por unos instantes.
Llegó a su lado el capitán y le dijo con rostro colérico:
–¡Repita
ese nombre, sargento!
Parece
claro que la Sociedad de Investigaciones Físicas no se ocupa, al menos de manera
principal, de los fenómenos relacionados con lo desconocido.
–¡Bennett
Greene! –gritó el sargento.
–¡Presente!
Todas
las caras se volvieron en dirección al lugar del que salía aquella voz tan familiar.
Los dos soldados entre los que formaba Greene, en razón de su estatura, se miraban
con el horror dibujado en los rostros.
–¡Diga
otra vez ese nombre completo, sargento! –gritó de nuevo el capitán, convertido en
una especie de inexorable investigador de lo oculto–. ¡Diga otra vez el nombre de
ese muerto! –añadió, ahora con la voz temblorosa.
–¡Bennett
Story Greene! –llamó el sargento.
–¡Presente!
En
ese instante se dejó sentir un disparo de rifle, un solo disparo, que venía de más
allá del frente. Los hombres no oyeron solo el disparo, sino que sintieron también
el silbido inequívoco de la bala.
–¿Qué
demonios ha sido eso? –inquirió el capitán.
El
teniente Dudley se acercó lentamente hasta el capitán.
–Aquí
tiene la respuesta –dijo, mientras se abría la guerrera para mostrar un balazo en
mitad del pecho, del que manaba sangre.
Acto
seguido, el teniente Dudley cayó de rodillas e instantes después yacía muerto.
Poco
más tarde aquel ejército llegaba a la primera línea de fuego para relevar a los
hombres que hasta entonces habían sostenido el frente. Y en breve, victoriosa aquella
tropa, no volvió a sonar un tiro.
De
Bennett Greene, experto en ejecuciones castrenses, no se volvió a tener noticia.
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