Juan José Arreola
Salta de vez en cuando,
sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo
bien, el sapo es todo corazón.
Prensado
en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable
crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se
ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio
las primeras lluvias.
Y
un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa,
como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición
de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad
de espejo.
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