Julio Cortázar
We’ll send your love to college, all for a year or two,
And then perhaps in time the boy will do for you.
-The trees that grow so high.
(Canción folclórica inglesa.)
No entiendo por qué no me dejan
pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor
De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo
lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como
si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre
también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que
me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los
daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular
y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta
de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner
el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto
si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero
bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme.
No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa
y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de
la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso
que el nene no sabía dónde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido
y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela
es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes;
el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su
padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero
mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi
para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada
lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero
sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un
chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy
capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando…
Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande
para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora
ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace
acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche
se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre
de la máscara blanca…
La enfermera
es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a
preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida
porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela,
y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada
por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba
a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no,
que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo
anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”,
me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara,
es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a
esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella,
y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta
y se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me
hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos,
pero llevárselos… Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo,
de puro resentida; qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio,
quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene
ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor
viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera
tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida
de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes.
También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta
pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad
porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada
como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes
me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas,
y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y
se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera
pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa
tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que
no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y
yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela
a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que
mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida
salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente,
que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una
apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había
llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque
no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré
en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que
lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo
la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le
sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al
fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez
minutos queriendo saber si me duele aquí o más allá, menos mal que se tiene que
ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que
había empezado anoche.
La enfermera
de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando
me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y
unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me
caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos
a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla
de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé
a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es
nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho
decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre.
El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene
un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama
cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba
un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di.
“¿Te lo sabés poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele
de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo
bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera
el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos
de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para
peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no
es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se
lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto
que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después
anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir
nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme
a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme
y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle
alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al
viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo
la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien,
es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por
el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó
la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me
estuve quejando de ella o algo así.
Volvió a eso
de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones,
y no sé por qué de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero
empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos,
tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando
a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda
bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo
vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas
que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto
como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo
tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la
cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Sí, claro,
el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos
que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los
muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije,
preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar.
“¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”,
me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán
algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner
a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que
no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo
y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo
cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo
un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba
atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidiando algo
en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no
me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus
años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería
capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con
los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía
de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre?
Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la
garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a
mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo
de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos,
y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama
Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me
habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme,
lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para
burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular
nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es
tan joven que… Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había
querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora
estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle
que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo
se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita
de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir,
de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar
más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta
se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería
decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se
me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después
de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y
con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara
le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien,
es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y
después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente,
dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta
vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de
ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo
o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del
doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me
dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar
de la cama y echarla a empujones, o de… Ni siquiera comprendo cómo pude decirle:
“Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no
oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin
ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder
pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía
la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido las palabras, se lo había
dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.
Y sí, son siempre
lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito,
no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo
a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le
va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada,
maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso,
a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa,
estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando
le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es
su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara;
pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo
eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque
me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la
mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume
de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y
linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada.
Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla,
no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía
la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose
la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo
que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era
demasiado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para
el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía
cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas
y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había
quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta
y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras
yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle
que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una
toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te
digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por
una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de
nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando
por lo que me había dicho. “Avisá si está muy caliente”, le previne, pero no contestó
nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me
senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido
lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se
lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé
mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés
que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la
puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido
de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le
iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie,
nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba
un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando
de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.
Es lo de siempre,
che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la
edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar
claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable
es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó
al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver
a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando
entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar
y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió
que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen
en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas,
de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito,
vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que
estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando.
Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas
así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes
tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación
había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el
apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí,
m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy
a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando
la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué fuerza tenés
en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá,
Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu
mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como
cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por
nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese
peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá,
decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pasar, quédese
un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa
para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho
más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele
aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto
aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que
se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media
y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido,
ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había
salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué
no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche
y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que
tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere
tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como
si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó
el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona,
por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que
te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco
a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces
la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar
y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame
lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá
que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya,
ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien.
Parecería que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andate. Váyase le digo,
o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
Está muy oscuro
pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno
estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me
acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré
apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo.
Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra
frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana
leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque
se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía
con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita
Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que
me dolía mucho, y las náuseas… Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera.
Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más.
Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente.
¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que
no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no
es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Sí, yo querría
pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe
la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir
los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para
leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un
pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy
la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber
reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora
me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos
para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá
le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre
los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día
cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo
nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche
y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en
el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido
un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté
para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas
vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera
quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso
colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero
estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo,
ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, ¿verdad?” Es lo de siempre,
con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta
anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había
secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado
cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no
me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la
jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra
vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó
a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo
tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando.
“Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele
nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara.
Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara
la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí
mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si
no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si
están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está,
deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato
antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche
con una cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía
no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó
con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un
poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate
en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando
volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha
de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír
y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como
si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato
todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta
las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso,
al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son
tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara,
hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente
si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando
del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno está
en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo,
cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como
decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre,
eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y
el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta
de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos,
como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que
sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa
cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta
tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido
de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a
punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico,
Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene
de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé
de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje
como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a
su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores
a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando
con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo
es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que
sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan
bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó
un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando
de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler.
“No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le
voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda
y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele
nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya
tiene de nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un
beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una
corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana
es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene
durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar
a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a
lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir
un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán,
es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero.
¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible.
Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy
sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera
vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos
pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre
todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo
con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con
lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco
días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando
me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor
Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto,
a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo
que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una
semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el
administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial,
anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé
que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me
hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así,
por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.
Nadie me prohibió
que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios
por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre
o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco
la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría,
que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin
saber que está allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor
y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino
con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar
y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es
muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada
más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le
dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que
no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el
termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló
los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo
de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo
muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida,
por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín
no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los
primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa
contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no.
Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado
los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para
que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre,
realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle
al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando
cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada,
me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda
su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en
la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque
se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted
no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar
una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los
ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí
de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme
(eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago mejor),
y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé
el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era
mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la
pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones.
No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que
había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo
mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome,
para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el
sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua
hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla
sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara
y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible,
se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría
la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría
diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para
que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz,
para que no se fuera.
Empiezan siempre
a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida
en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al
rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme
el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado
de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace
que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme,
pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar
en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para
ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe
cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo
podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted,
el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo
a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial… Vení, te voy a
hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá,
vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe…
Por suerte después
se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte
las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora
les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que
quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero
lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni
mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por
la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió
esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo,
siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al
contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella
estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho
mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler
con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo
si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos,
sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que
hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que
todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de
la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de
fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar
lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos
en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía
le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le
hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato
antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que
no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa
verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies
de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia.
Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo,
el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir
nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial
se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque
quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo,
usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en
esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por
qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí
sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase
con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted
se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo
no me duele tanto.
Y bueno, pibe,
ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a
estar ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos
seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un
cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi,
uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle
a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un
caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está
bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana.
No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió
el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse
a las ocho y media, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los
viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó
en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que
me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo
y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil
que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a
ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan,
que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve
soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la
confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez
me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía
enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después
que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame
Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan
buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre.
“Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo
en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para
vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve
la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”,
dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que
para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse.
“Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos.
Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera
algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba.
En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso.
“Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama,
me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la
anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo
besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería
volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver
y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese
cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara
otra vez libre.
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