jueves, 29 de septiembre de 2022

El mejor de la clase

Erich Kastner

 

Siempre que dos antiguos condiscípulos se reúnen, después de muchos años, inevitablemente se dan mutuas palmadas en la espalda y entran a la cervecería más cercana a platicar. Se sientan, la única cosa que pueden hacer, dada su corpulencia; piden cerveza pilsner y kümel, y se preguntan el uno al otro, en coro:

–¡Pues sí, hombre! ¿Qué tal te ha ido?

Y desde luego comparan: el monto de sus respectivos ingresos, el número de hijos que tienen, los dividendos de sus actividades, la aparición de las primeras canas, y la edad de sus mujeres. En unos cuantos minutos se enteran completamente de los asuntos de cada uno, cuando sólo un instante antes habían hasta olvidado la existencia del otro.

Después, ambos están de acuerdo en que el otro ha seguido el curso de su vida conforme a un programa establecido, y que nada será capaz de evitar que siga obteniendo el éxito debido. Y tras beber a su salud, sonriéndose significativamente, comienzan, primero en voz baja, luego en murmullo confidencial:

–¿Te acuerdas?

Y es como si una varita mágica hubiera tocado sus gordos cuellos, sus espaldas anchas; como si sus bigotes desaparecieran y sus miembros se encogieran, y como si nuevamente estuvieran acurrucados juntos, en aquel blanco salón de clases. Y si de casualidad el mesero se acercara a ellos, se encogerían, como asustados; como si el recreo se hubiera terminado, apareciendo nuevamente el maestro en la puerta.

Recordarán cada pequeño detalle: aquel día en que Schumann, el que tenía una gran verruga violeta en el mentón (¡exacto, querido amigo!), brincó aquella vez desde la ventana, cuando durante la lección del maestro perdió la paciencia y lo amenazó con la regla. Y cómo el pequeño Missbach estuvo metido dos horas en un cesto para papeles (¡en la clase de orfeón, con el viejo Bohm, La Cigüeña! ¡Ja, ja, ja! ¡Ni puedo hablar de la risa!). Y el gordito Hornegger, que siempre iba a la escuela sin pañuelo. (¡Sí, de veras!) ¿Cómo le decíamos? (Se me olvidó…) Ahora es concejal en Frankfurt. Y Daberitz, cuyo padre quiso pegarle al maestro (Naso le decíamos a Hornegger, Naso. Pero sigue…). Y Daberitz tiene ahora un gran hotel por allá en las montañas (sí, es verdad, tiene hasta trescientos cuartos).

Durante un gran rato continuarán en ese tenor. Luego quedarán callados algunos instantes, hasta que uno de ellos pregunte:

–¿Sabes qué pasó con Hennig, el mejor de la clase?

–Pero hombre –responde el otro moviendo la cabeza–, ¿de veras no sabes? Pues es el contador en una pequeña oficina cerca del río. Aquí en la ciudad. Lo veo de vez en cuando… Creo que no me reconoce…

Se quedan callados, beben su kümel, se miran el uno al otro con una feliz sonrisa, y se ofrecen mutuamente excelentes puros.

–Sí, en verdad… el mejor de la clase… –dice uno, y el otro pide otra orden de kümel, diciendo:

–Yo pago…

 

***

Los niños tienen un amor más profundo y un odio más apasionado. Tienen una alegría más ligera y tristezas más santas que las nuestras. Y su desprecio es más hiriente que el de un adulto, pero es muy raro que crean a alguien digno de ese desprecio. Lo guardan especialmente para aquellos desertores de la niñez, los “mejores de la clase”, esos niños prematuramente crecidos, cuyas almas están anémicas porque crecen demasiado aprisa a la vida madura.

Todos sabemos en qué forma despreciamos a esa clase de muchachos. Aparentemente sus destinos frecuentemente sin importancia, justifican nuestro odio, y sin embargo, esta especie de desprecio protector debe ser incluido entre nuestros más negros pecados. He aquí que en esos casos debiéramos ver la tragedia desnuda, y en su lugar, ¡bostezamos! He aquí que en esos casos estamos a punto de perder nuestro último indicio de fe en un sino benévolo, ¡y nos divierte el hecho!

Estos pequeños que crecen entre los niños, sin ser uno de ellos, tienen derecho a nuestra conmiseración, si acaso no los amamos. Y desde este punto de vista, la historia que sigue, de un muchacho de estos, “el mejor de la clase”, tiene su propia moraleja. Debe ayudarnos a darnos cuenta de algo que se ha malentendido, y al darnos cuenta, podremos ser más comprensivos de la flaqueza humana.

Este muchacho, uno de estos pequeños, era hijo de una viuda. Ella era aún joven, frecuentemente enferma, y siempre desilusionada. Hubiera muerto desde hacía mucho tiempo de eso que llamamos teatralmente “un corazón roto”, si ella no lo hubiera tenido a él, a su pequeño hijo. Por él continuaba viviendo, o, para ser más precisos, continuaba existiendo. Ella se ganaba la vida cosiendo toda clase de ropa interior, delantales para los obreros en las fábricas, fondos, blusas y demás. Cosía en la máquina y a mano, trabajando tanto por hora como por pieza, desde la mañana hasta medianoche, y a veces, desde la noche hasta la mañana. Ella no vivía: ella cosía.

Exageraríamos si habláramos de “martirio” o algo así. Nos equivocaríamos si tratáramos de describir su personalidad en esa forma. Ella cosía en lugar de vivir, para comprarle a su niño zapatos y ropa, pan y carne; para ganar el dinero necesario de su escuela y sus pequeños paseos; para poder obsequiarle el Libro de los inventos y descubrimientos y un pequeño trineo. Ella trabajaba para sostenerlo hasta que se hiciera hombre. ¡Y lo hizo!

De modo que así como es aparente a la razón que las madres necesariamente sacrifiquen su vida por sus hijos, en la misma medida es increíble para los niños que haya alguien en el mundo que logra la felicidad de un hijo sacrificando la suya. La simple necesidad de esto, aparece ante los niños como un martirio mundano totalmente innecesario.

Pero cuando el niño de nuestra historia se quedó cierto día mirando a su madre con fijeza, atentamente, se transformó de repente en ese tipo de niño “mejor de la clase”, y como “el mejor de la clase” quedó ya para siempre. Cuando, una tarde después, él subía las escaleras de su casa, oyó cantar a su madre mientras lavaba los pisos, quiso gritar: “Mamá”, pero sólo pronunció la primera sílaba, porque se tropezó golpeándose el mentón contra la filosa orilla de uno de los escalones de piedra, casi partiéndose la lengua. El doctor dijo que tendría que ir al hospital, y su madre le dijo que ella lo tendría acostado en la cama durante mucho tiempo.

Él no dijo nada porque no podía hablar. Pero al día siguiente fue a la escuela, como de costumbre. No pudo pronunciar una palabra durante más de un mes. La lengua le dolía horriblemente y parecía una montaña de dolor dentro de su sangriento cobijo. No podía comer, pero llevaba a la escuela leche en una botella, ingiriéndola con dificultad durante los recreos. Los muchachos, sus compañeros, se reían de él, y el maestro le aconsejaba que se quedara en casa. Pero desde que se había transformado en “el mejor de la clase”, nunca tenía una sola falta; y desde entonces, siempre fue el primero en la escuela.

Todas las tardes, después de la comida, su madre lo enviaba a jugar al patio, allá abajo. Generalmente rehusaba, y se quedaba estudiando. Y si de casualidad bajaba las escaleras, era un extraño entre los niños y niñas; se mantenía fuera de sus juegos, como para no echarles a perder la diversión, mirando frecuentemente el reloj de la torre, para no pasarse del tiempo convenido en el que debía regresar.

La madre cosía y él trabajaba en su tarea. Ella le dijo:

–No debes estar siempre estudiando.

Y él:

–Y tú no debes estar siempre cosiendo.

Era lo mismo para ambos, les era indiferente. Ella cosía, él estudiaba.

Trabajaban en la vida como si trataran de salir de un túnel. Sólo se permitían una poca de alegría cuando su madre había pagado todas las cuentas de la semana. Ella guardaba el dinero en una vieja caja de cartón, y parecía muy satisfecha cuando se aseguraba de que bastaría para saldar las deudas o cuando él le llevaba, con modesto orgullo, sus calificaciones. Entonces se sonreían el uno a la otra, furtivamente. Pero el recuerdo de las sonrisas pronto se borraba. Seguían trabajando.

Y todo siguió como antes; “el mejor de la clase” abandonó la escuela primaria. Una tarde estaba sentado a la ventana con su madre, y estaban hablando de su futuro…

Estaban más serios que de costumbre, y cuando se desearon las buenas noches, se besaron solemnemente y se sonrieron. Y él se inscribió en la secundaria. Siguieron años de trabajo asiduo, monótono, y después llegó otra tarde quieta y preocupada en la ventana, con las mismas sonrisas solemnes, y “el mejor de la clase” fue a la universidad. Lejos de su madre, en una ciudad distante…

En su primer año, dos de sus profesores opinaron que él era un excelente estudiante; el segundo año, todos profetizaron que llegaría a ser algo grande. Él asintió, le contó a su madre, en una carta, y siguió trabajando.

Con más frecuencia que antes, ella cosía toda la noche, y cada mes le enviaba el dinero que necesitaba, y a veces hasta incluía diez marcos extra en sus cartas, diciendo: “Esto es para que te diviertas una tarde, muchachito, no te olvides”.

Él sonreía para no llorar. Y seguía trabajando.

En su quinto año se decidió por una materia para especializarse, y entonces conoció a una muchacha. Que después él se haya hundido –porque se hundió– no fue culpa de la muchacha. Ella era sencilla y no lo molestaba para nada; lo quería mucho y era feliz cuando estaba en su cuarto, arreglando las cosas mientras él, en un rincón, trataba de estudiar.

Su cerebro se había parado. No fue culpa suya que comenzara a andar horas enteras por las calles de suburbios desconocidos, que, como un lunático, se entretuviera en la ventana mirando al cielo. No fue culpa suya tampoco que de repente cerrara los ojos y palideciera intensamente al comprender que estaba cansado para siempre –¡para siempre vacío!– Sabía ahora que tendría que pagar el precio de una vida sin niñez ni juventud. Veinte años antes de tiempo había despertado en él el sentido de la responsabilidad, y ahora estaba veinte años retardado para poder sentir deseos.

Cuando hubo reconocido esto en sí mismo, tuvo que hacer sólo una cosa: esconderlo de su madre, que allá lejos, en su pueblo natal, aún se inclinaba sobre la máquina de coser, y cosía y cosía… y a veces bajaba las escaleras casi corriendo, porque creía haber oído llegar al cartero.

No hubiera podido esconder este terrible cambio en él mucho tiempo. Pero de repente ella murió, y él no pudo siquiera llegar a tiempo de estar con ella en sus últimos momentos. Su última, y única, estrella se apagó en su madre. Y él desapareció sin dejar rastro, como un animal que muere en la oscuridad, solitario.

Los profesores meneaban la cabeza murmurando:

–¡Tenía tan extraordinarias cualidades!

Su novia lloró y esperó.

Pero él nunca le escribió una carta.

Y aunque supiéramos cómo sigue esta historia, aquí termina. Narró el destino de un despreciado “mejor de la clase”, que nunca se hizo hombre, porque nunca fue niño.

 

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