Erich Kastner
Siempre que dos antiguos condiscípulos
se reúnen, después de muchos años, inevitablemente se dan mutuas palmadas en la
espalda y entran a la cervecería más cercana a platicar. Se sientan, la única cosa
que pueden hacer, dada su corpulencia; piden cerveza pilsner y kümel, y se preguntan
el uno al otro, en coro:
–¡Pues sí, hombre!
¿Qué tal te ha ido?
Y desde luego
comparan: el monto de sus respectivos ingresos, el número de hijos que tienen, los
dividendos de sus actividades, la aparición de las primeras canas, y la edad de
sus mujeres. En unos cuantos minutos se enteran completamente de los asuntos de
cada uno, cuando sólo un instante antes habían hasta olvidado la existencia del
otro.
Después, ambos
están de acuerdo en que el otro ha seguido el curso de su vida conforme a un programa
establecido, y que nada será capaz de evitar que siga obteniendo el éxito debido.
Y tras beber a su salud, sonriéndose significativamente, comienzan, primero en voz
baja, luego en murmullo confidencial:
–¿Te acuerdas?
Y es como si
una varita mágica hubiera tocado sus gordos cuellos, sus espaldas anchas; como si
sus bigotes desaparecieran y sus miembros se encogieran, y como si nuevamente estuvieran
acurrucados juntos, en aquel blanco salón de clases. Y si de casualidad el mesero
se acercara a ellos, se encogerían, como asustados; como si el recreo se hubiera
terminado, apareciendo nuevamente el maestro en la puerta.
Recordarán cada
pequeño detalle: aquel día en que Schumann, el que tenía una gran verruga violeta
en el mentón (¡exacto, querido amigo!), brincó aquella vez desde la ventana, cuando
durante la lección del maestro perdió la paciencia y lo amenazó con la regla. Y
cómo el pequeño Missbach estuvo metido dos horas en un cesto para papeles (¡en la
clase de orfeón, con el viejo Bohm, La Cigüeña! ¡Ja, ja, ja! ¡Ni puedo hablar
de la risa!). Y el gordito Hornegger, que siempre iba a la escuela sin pañuelo.
(¡Sí, de veras!) ¿Cómo le decíamos? (Se me olvidó…) Ahora es concejal en Frankfurt.
Y Daberitz, cuyo padre quiso pegarle al maestro (Naso le decíamos a Hornegger,
Naso. Pero sigue…). Y Daberitz tiene ahora un gran hotel por allá en las
montañas (sí, es verdad, tiene hasta trescientos cuartos).
Durante un gran
rato continuarán en ese tenor. Luego quedarán callados algunos instantes, hasta
que uno de ellos pregunte:
–¿Sabes qué
pasó con Hennig, el mejor de la clase?
–Pero hombre
–responde el otro moviendo la cabeza–, ¿de veras no sabes? Pues es el contador en
una pequeña oficina cerca del río. Aquí en la ciudad. Lo veo de vez en cuando… Creo
que no me reconoce…
Se quedan callados,
beben su kümel, se miran el uno al otro con una feliz sonrisa, y se ofrecen mutuamente
excelentes puros.
–Sí, en verdad…
el mejor de la clase… –dice uno, y el otro pide otra orden de kümel, diciendo:
–Yo pago…
***
Los niños tienen un amor más
profundo y un odio más apasionado. Tienen una alegría más ligera y tristezas más
santas que las nuestras. Y su desprecio es más hiriente que el de un adulto, pero
es muy raro que crean a alguien digno de ese desprecio. Lo guardan especialmente
para aquellos desertores de la niñez, los “mejores de la clase”, esos niños prematuramente
crecidos, cuyas almas están anémicas porque crecen demasiado aprisa a la vida madura.
Todos sabemos
en qué forma despreciamos a esa clase de muchachos. Aparentemente sus destinos frecuentemente
sin importancia, justifican nuestro odio, y sin embargo, esta especie de desprecio
protector debe ser incluido entre nuestros más negros pecados. He aquí que en esos
casos debiéramos ver la tragedia desnuda, y en su lugar, ¡bostezamos! He aquí que
en esos casos estamos a punto de perder nuestro último indicio de fe en un sino
benévolo, ¡y nos divierte el hecho!
Estos pequeños
que crecen entre los niños, sin ser uno de ellos, tienen derecho a nuestra conmiseración,
si acaso no los amamos. Y desde este punto de vista, la historia que sigue, de un
muchacho de estos, “el mejor de la clase”, tiene su propia moraleja. Debe ayudarnos
a darnos cuenta de algo que se ha malentendido, y al darnos cuenta, podremos ser
más comprensivos de la flaqueza humana.
Este muchacho,
uno de estos pequeños, era hijo de una viuda. Ella era aún joven, frecuentemente
enferma, y siempre desilusionada. Hubiera muerto desde hacía mucho tiempo de eso
que llamamos teatralmente “un corazón roto”, si ella no lo hubiera tenido a él,
a su pequeño hijo. Por él continuaba viviendo, o, para ser más precisos, continuaba
existiendo. Ella se ganaba la vida cosiendo toda clase de ropa interior, delantales
para los obreros en las fábricas, fondos, blusas y demás. Cosía en la máquina y
a mano, trabajando tanto por hora como por pieza, desde la mañana hasta medianoche,
y a veces, desde la noche hasta la mañana. Ella no vivía: ella cosía.
Exageraríamos
si habláramos de “martirio” o algo así. Nos equivocaríamos si tratáramos de describir
su personalidad en esa forma. Ella cosía en lugar de vivir, para comprarle a su
niño zapatos y ropa, pan y carne; para ganar el dinero necesario de su escuela y
sus pequeños paseos; para poder obsequiarle el Libro de los inventos y descubrimientos
y un pequeño trineo. Ella trabajaba para sostenerlo hasta que se hiciera hombre.
¡Y lo hizo!
De modo que
así como es aparente a la razón que las madres necesariamente sacrifiquen su vida
por sus hijos, en la misma medida es increíble para los niños que haya alguien en
el mundo que logra la felicidad de un hijo sacrificando la suya. La simple necesidad
de esto, aparece ante los niños como un martirio mundano totalmente innecesario.
Pero cuando
el niño de nuestra historia se quedó cierto día mirando a su madre con fijeza, atentamente,
se transformó de repente en ese tipo de niño “mejor de la clase”, y como “el mejor
de la clase” quedó ya para siempre. Cuando, una tarde después, él subía las escaleras
de su casa, oyó cantar a su madre mientras lavaba los pisos, quiso gritar: “Mamá”,
pero sólo pronunció la primera sílaba, porque se tropezó golpeándose el mentón contra
la filosa orilla de uno de los escalones de piedra, casi partiéndose la lengua.
El doctor dijo que tendría que ir al hospital, y su madre le dijo que ella lo tendría
acostado en la cama durante mucho tiempo.
Él no dijo nada
porque no podía hablar. Pero al día siguiente fue a la escuela, como de costumbre.
No pudo pronunciar una palabra durante más de un mes. La lengua le dolía horriblemente
y parecía una montaña de dolor dentro de su sangriento cobijo. No podía comer, pero
llevaba a la escuela leche en una botella, ingiriéndola con dificultad durante los
recreos. Los muchachos, sus compañeros, se reían de él, y el maestro le aconsejaba
que se quedara en casa. Pero desde que se había transformado en “el mejor de la
clase”, nunca tenía una sola falta; y desde entonces, siempre fue el primero en
la escuela.
Todas las tardes,
después de la comida, su madre lo enviaba a jugar al patio, allá abajo. Generalmente
rehusaba, y se quedaba estudiando. Y si de casualidad bajaba las escaleras, era
un extraño entre los niños y niñas; se mantenía fuera de sus juegos, como para no
echarles a perder la diversión, mirando frecuentemente el reloj de la torre, para
no pasarse del tiempo convenido en el que debía regresar.
La madre cosía
y él trabajaba en su tarea. Ella le dijo:
–No debes estar
siempre estudiando.
Y él:
–Y tú no debes
estar siempre cosiendo.
Era lo mismo
para ambos, les era indiferente. Ella cosía, él estudiaba.
Trabajaban en
la vida como si trataran de salir de un túnel. Sólo se permitían una poca de alegría
cuando su madre había pagado todas las cuentas de la semana. Ella guardaba el dinero
en una vieja caja de cartón, y parecía muy satisfecha cuando se aseguraba de que
bastaría para saldar las deudas o cuando él le llevaba, con modesto orgullo, sus
calificaciones. Entonces se sonreían el uno a la otra, furtivamente. Pero el recuerdo
de las sonrisas pronto se borraba. Seguían trabajando.
Y todo siguió
como antes; “el mejor de la clase” abandonó la escuela primaria. Una tarde estaba
sentado a la ventana con su madre, y estaban hablando de su futuro…
Estaban más
serios que de costumbre, y cuando se desearon las buenas noches, se besaron solemnemente
y se sonrieron. Y él se inscribió en la secundaria. Siguieron años de trabajo asiduo,
monótono, y después llegó otra tarde quieta y preocupada en la ventana, con las
mismas sonrisas solemnes, y “el mejor de la clase” fue a la universidad. Lejos de
su madre, en una ciudad distante…
En su primer
año, dos de sus profesores opinaron que él era un excelente estudiante; el segundo
año, todos profetizaron que llegaría a ser algo grande. Él asintió, le contó a su
madre, en una carta, y siguió trabajando.
Con más frecuencia
que antes, ella cosía toda la noche, y cada mes le enviaba el dinero que necesitaba,
y a veces hasta incluía diez marcos extra en sus cartas, diciendo: “Esto es para
que te diviertas una tarde, muchachito, no te olvides”.
Él sonreía para
no llorar. Y seguía trabajando.
En su quinto
año se decidió por una materia para especializarse, y entonces conoció a una muchacha.
Que después él se haya hundido –porque se hundió– no fue culpa de la muchacha. Ella
era sencilla y no lo molestaba para nada; lo quería mucho y era feliz cuando estaba
en su cuarto, arreglando las cosas mientras él, en un rincón, trataba de estudiar.
Su cerebro se
había parado. No fue culpa suya que comenzara a andar horas enteras por las calles
de suburbios desconocidos, que, como un lunático, se entretuviera en la ventana
mirando al cielo. No fue culpa suya tampoco que de repente cerrara los ojos y palideciera
intensamente al comprender que estaba cansado para siempre –¡para siempre vacío!–
Sabía ahora que tendría que pagar el precio de una vida sin niñez ni juventud. Veinte
años antes de tiempo había despertado en él el sentido de la responsabilidad, y
ahora estaba veinte años retardado para poder sentir deseos.
Cuando hubo
reconocido esto en sí mismo, tuvo que hacer sólo una cosa: esconderlo de su madre,
que allá lejos, en su pueblo natal, aún se inclinaba sobre la máquina de coser,
y cosía y cosía… y a veces bajaba las escaleras casi corriendo, porque creía haber
oído llegar al cartero.
No hubiera podido
esconder este terrible cambio en él mucho tiempo. Pero de repente ella murió, y
él no pudo siquiera llegar a tiempo de estar con ella en sus últimos momentos. Su
última, y única, estrella se apagó en su madre. Y él desapareció sin dejar rastro,
como un animal que muere en la oscuridad, solitario.
Los profesores
meneaban la cabeza murmurando:
–¡Tenía tan
extraordinarias cualidades!
Su novia lloró
y esperó.
Pero él nunca
le escribió una carta.
Y aunque supiéramos
cómo sigue esta historia, aquí termina. Narró el destino de un despreciado “mejor
de la clase”, que nunca se hizo hombre, porque nunca fue niño.
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