José Revueltas
Como el operador de un barco
perdido, pero de un barco perdido para siempre: “Llamando. Llamando. Llamando”.
Oíase la voz gangosa, por la nariz: “Una locura. Punto. Una locura. Punto. Una locura…”.
Las líneas de
la zahúrda, desdibujadas, desaparecían a veces por completo, para otra vez fingir
cosas extrañas. Y aquél, de pronto, ya no era el sótano maloliente, sino algo inverosímil.
La enfermera
del lado derecho y que le sujetaba la frente con sus manos de plomo, lo repetía
en forma obsesiva, con la voz gangosa: “Una locura”.
Las ruedas de
caucho se deslizaban hacia la sala de operaciones.
Todo aquello
era recto y grande, pero más que nada, recto, como una línea blanca, de algodón
duro, o como un vendaje restirado, tal vez eterno.
Movíanse las
puertas y ventanas en el aire, no sujetas a materia, ellas mismas sin materia, tanto
como las enfermeras, abstractas en lo absoluto, que tenían unos menuditos pasos
de pesadilla.
“¡Dios mío,
cuán largo es el camino de la existencia…!”
Menuditos y
sin cesar, como alfileres.
“¡Y debe recorrerse,
tenso como es, desde el vientre en el cual uno se mueve originariamente, sucio y
abrigado, hasta la húmeda tierra final, donde uno ya no se mueve!”
Podían no tener
pies, con esa angustiosa manera de ir sobre el alambre, sobre la venda restirada,
dolorosa en los propios dientes.
Deslizábanse
las ruedas. Su apacible caucho era una de las cosas más lejanas del universo.
–¿Tiene algo
en los pies?
Sin producir
el menor ruido.
Luego la TSH
del barco, nuevamente, del barco perdido en lento mar, con su sirena grave, solitaria:
“Una locura”, se escuchaba.
Era la misma
mujer blanca, en el lado derecho, sólo que ahora su voz no tenía enfado, antes bien,
una manera de nostalgia melancólica, amorosa.
–¡Extravagancias!
¡A nadie se le ocurre!
Como si no dijera
tal palabra, sino alguna muy tierna y llena de consuelo.
¿Por qué haber
cometido esa locura? ¿Esa monstruosa locura?
Tan material,
por otra parte, la voz de la enfermera, que no podían contenerse las lágrimas, pero
era imposible llorar.
“Necesito morir”,
pensó.
Las manos del
médico no eran de plomo como las de la enfermera. Más bien dos membranas rojas como
vitrales, donde los huesos hallábanse en depósito, opacos y con sangre.
–Es absurdo
–manifestó el médico pronunciando mucho la o– y lo hago sólo por tratarse de usted,
Eusebio…
“Debo encontrar
fuerzas –pensó, con toda su alma– para vivir. Es imposible, pero debo encontrarlas.”
Lo cierto es
que amaba profundamente a Gabriela.
Era una confusión
de las más lamentables y sin duda iba a volverse loco. No podía discriminar, uno
de otro, aquellos dos elementos disímbolos que estaban ahí dentro en su mente, coexistiendo
de la manera más atroz.
Por momentos,
sin embargo, entendía aquella realidad inmediata que lo rodeaba y veía entonces
la mesita sucia, la lámpara, el calendario, las cortinas y su cuarto entero, pequeño,
deshabitado. Se angustiaba entonces por su enfermedad y sentía miedo de morir solo,
sin encontrarse al lado de ella, y ella, quién sabe en dónde, en cualquier hospital,
dando a luz.
¿Por qué, Dios
mío?
Aquello era
un barco en la sombra, un barco de humo y de sollozos.
–Ahora nadie,
nadie podrá hacerte nada. Nadie podrá agredirte porque no tienes pies –decía a sus
espaldas Gabriela, con una voz de espuma, con una voz llena de santidad, con una
prodigiosa voz de madre intensa.
Lloran los sucios
barcos en la niebla como gigantes muy tristes y abandonados y su sirena grave está
llena de lágrimas.
Sintió Eusebio
un terrible dolor en los pies cuando, con las grandes tenazas, se los cortaron en
el sanatorio, aquel verde sanatorio lleno de manecillas de reloj.
Hoy era un barco
perdido en tenebrosos mares, con su lamento a la mitad del pecho, con su sirena
lóbrega. Mas no eran los pies sino el hecho lacerante de que allá lejos, en alguna
parte de la espantosa ciudad, Gabriela estaría dando a luz.
A los médicos
les parecía un absurdo que Eusebio, voluntariamente, deseara cortarse los pies,
sin que hubiera motivo.
–Lo hago sólo
por tratarse de usted, Eusebio –dijo el Cirujano Mayor con unos ojos de furia, negros
de violencia–. No está permitido por las leyes. Si ocurre algo usted será el único
responsable. Yo soy enemigo de practicar abortos.
Antes los ojos
de Gabriela eran profundos, con una luz cálida y sombría, pero en aquella ocasión
tenían algo infinito y desesperado. Y de pronto se alzó como una raíz ciega, con
la cara llena de amor, absurdo, como si fuese un animal pavorosamente amado, y huyó,
corriendo lejos del sanatorio, a través de las puertas, que quedaron con un movimiento
suave.
Podía más y
en forma terrible lo maternal. Más que el crimen y la destrucción.
Dijo con los
ojos blancos de vacío en el alma: “Primero morir”, y Eusebio sintió mucho que no
agregase: “Amo más lo que va a nacer que lo ya nacido y viviente”, porque éste era
su propio pensamiento y él mismo amaba, de la manera más oscura, aquello descomunal
y pavoroso que Gabriela llevaba en las entrañas.
–¡Extravagancias!
No tiene nada en los pies. Nada. Nada. Nada. ¡Es un loco!
¿Con qué ojos
llorar para siempre, con qué mil ojos por todo el cuerpo, para la eternidad, eternamente,
con el desconsuelo puro sin límites, con el vacío desconsolado de la sangre?
Eusebio marcharía
por la tierra sin pies, para humillarse, para acabarse. Nadie podría comprenderlo
nunca. Nadie, jamás.
Su cuarto era
negro y pobre, apenas con los enseres mínimos: el camastro donde estaba echado,
la fea bacinica amarillenta, la mesita pequeña cargada de polvo. Un poco más abajo
que la banqueta de la calle, se oían desde su interior las pisadas de los transeúntes,
pero como si al oírlas uno mismo estuviese debajo, como en una fosa ignorada, y
las gentes vivas, atroces, en el cielo.
“¡Siempre me
faltó algo, durante toda la existencia…!”
Para alquilar
aquella pequeña tumba, un año antes, Eusebio hubo de rogar mucho a la patrona, tan
sucio estaba, tan mal vestido, con los ojos hambrientos. Desde el primer instante
la patrona sintió un odio intenso en contra de él.
–Debe abandonar
el cuarto –dijo hoy desde la puerta, sin aventurarse a entrar–, porque si se muere
no quiero meterme en averiguaciones con la policía. Vaya a buscar donde entregar
su alma a Dios.
Eusebio no comprendió
estas palabras: “¿Me habrán cortado ya los pies?”, pensó, e imaginó la soledad de
Gabriela, en donde estuviese, con aquel hijo en las entrañas, que iba a nacer.
–Cambié de nombre,
Gabriela –le dijo en voz muy queda y dolorosa.
–Entonces por
eso no pude encontrarte en tanto tiempo. Debes haber sufrido.
Él calló espesamente.
Ella le dijo
después:
–Pensemos en
alguna cosa. En Dios.
Pero la mirada
sin esperanza de Eusebio la hizo enmudecer, como para muchos siglos.
“¡Cuán largo,
cuán largo es el camino!”
Habíase convertido
la tierra en mar, toda la tierra, y sobre ese único mar un único barco sollozando
con fuerza.
Se escuchaba
desde el interior del cuarto la voz de la patrona:
–Hoy mismo lo
echo a la calle. Que lo recoja la Cruz. Ya hasta comienza a oler mal.
Un gran sollozo,
como una nube inmensa. La tierra era un sollozo.
Eusebio necesitó
siempre de Gabriela, que fue el amor obsesivo y único de su existencia. Necesitó
de ella sin importarle nada de todo lo demás, y si luchó hasta el fin por huirla,
a la postre todo fue en vano.
Aquella vez
en que ocurrieron las cosas, esperó sin mover los ojos. Pensaba que Gabriela volvería
el rostro forzosamente.
–Eusebio –dijo
ella, pero no era cierto, apenas si nada más lo había pensado.
–Eusebio.
Aunque esa palabra
se oía fuera de la alcoba mental, más adelante aún de los cabellos negros que cubrían
tal alcoba, sobre el silencio quieto, lleno de sosiego espantoso.
Tardó muchísimo
en volver el rostro y lo hizo sin lentitud, en un golpe rudo, áspero.
Eusebio continuaba
con los ojos anormales.
–Eusebio.
No. No había
pronunciado su nombre. Únicamente el llanto, pues sollozaba llena de miedo, de remordimiento.
–¿Por qué lo
hemos permitido?
Eusebio hubiese
deseado no sufrir, pero así eran las cosas en este pequeño infierno terrestre. No
movía los ojos aún.
–¡Perdóname!
–sollozó entonces él también.
La pequeña tumba
olía mal, en efecto. Oyó nuevamente la voz de la patrona que conversaba con alguien,
allá afuera.
–Hace tres días
que está delirando. Me debe más de dos meses. Hoy mismo lo echo a la calle.
Nació de cuando,
pequeños, dormían juntos en la misma cama. Ahí, bajo las sábanas, Gabriela extendía
su poderoso cuerpo presente como una mancha viva, como un estanque con respiración
y los pies de Eusebio recorrían los kilómetros infinitos de aquel cuerpo, acariciándolo.
Entonces se establecía una lucha anhelante, compartida, y los dos corazones sonaban
como sobre un tambor seco y profundo.
Nada tan prohibido,
sin embargo, como aquel amor.
–Sin remedio
–seguía la patrona–, hoy mismo. No tiene a nadie en el mundo. Sólo una vez vino
a verlo una mujer. Siempre llega borracho. De eso se está muriendo.
De ahí que Eusebio
odiase a sus pies como un instrumento de pecado. Todo transcurría de noche, cuando
él y ella eran pequeños, pero a la mañana siguiente se miraban los ojos con ese
calor sobrenatural de las personas que guardan entrambas un secreto indecible.
Ocurrió que
toda la gente salió de la casa. Gabriela tuvo un temblor extraordinario cuando él,
cautelosamente, llegó hasta ella por las espaldas, respirando como si le faltase
el aire.
–¡Gabriela!
Se estremecieron
tanto que le dio terror. Aquello era imposible.
–Dime sólo que
me quieres, y no como tu hermano –pidió Eusebio–. Con eso me basta. No quiero más.
Gabriela inclinó
la cabeza como dándose una puñalada en el pecho.
–Sí –dijo–.
Con toda el alma. Con todas mis fuerzas.
Desde aquel
día Eusebio no volvió y se entregó a un vagabundaje sórdido por las cantinas, en
los largos mesones sin ventanas donde dormían las gentes más fuera de la existencia.
Un barco con
las bodegas navegando rudamente sobre el mar de arena. Un barco que llora sobre
la superficie solitaria y llora sin remedio. Tocó sus muslos de lámina, el pecho
con cadenas, y sintió cómo su maquinaria furiosa lo empujaba entre la tierra, entre
la arena dura y hostil, atravesada de peces violentos y malos.
–No está enfermo
sino de la borrachera. No tiene a nadie en el mundo. Deme usted consejo de cómo
echarlo.
Se recortaba
en forma singular la silueta de la mujer. Un pequeño escalón, a la puerta del sótano,
le rompía el dorso y entonces su sombra era un monstruo negro del otro mundo. Podría
ser una gallina gigantesca picando turbiamente. El interlocutor, recargado sobre
la pared del pasillo, no arrojaba sombra alguna.
–No quiero ni
entrar al cuarto, porque apesta mucho. Aunque quisiera abrir la ventana.
El doctor movía
la cabeza lleno de cólera:
–Pero ¿cómo,
usted, Eusebio, un hombre sensato, quiere hacer esto? ¿No le da vergüenza? ¿Querer
mutilarse los pies?
Entonces los
ojos de Gabriela se abrieron como jamás ojos algunos se habían abierto nunca.
–Quizá no lo
entiendas –dijo–, pero no me está negado el ser madre.
Eusebio le sujetó
las muñecas lleno de rabia.
–Sí te está
negado. Por Dios. Te está negado.
La enfermera,
los labios blancos de un miedo escandaloso, repitió con la voz nasal y bárbara:
–Negado por
Dios. Negado por Dios.
Gabriela se
echó a correr como una loca y las puertas quedaron oscilando, vacías, como si hubiese
pasado un fantasma.
–Menos mal –exclamó
el médico– que se decidió usted a que no le cortáramos los pies.
Después vino
una borrachera estúpida, pues Eusebio bebió ocho días seguidos, ignorando todo lo
referente a la vida y metido en una soledad larga y frenética.
–Sería cuestión
de traer unos cargadores –dijo el interlocutor de la patrona– y que se lo lleven
a dejarlo en alguna puerta. Tal vez la puerta de algún hospital. Eso sería lo mejor.
El vagabundaje
más infeliz y sin propósito pues no podía hacer nada, ni trabajar, ni soñar, ni
comunicarse con sus semejantes, sino tan sólo pensar en ella, amarla con todas las
fuerzas más brutales.
Llegaron a la
taberna hasta ocho agentes de la policía para una razzia de vagabundos. Vestían
trajes color café o de gabardina y eran prietos, con las quijadas muy duras y anchas.
Advirtió Eusebio,
en alguno de ellos, el casimir desleído y pobre. “Lo hacen por comer. No tienen
razón de perseguir así a las gentes.”
Lo sacudieron
con brutalidad, sujetándolo de un brazo.
–¿Qué te has
creído? ¡Camina!
Eusebio no quiso
levantarse de la silla porque nada le importaba en el mundo. Alguien le dio un puñetazo
en pleno rostro.
–¡Jijo de la
tiznada! –oyó el grito ronco y con saliva.
Sentía que le
habían mojado la cara con un líquido tibio, pero estaba como no humano, con la sangre
sucia y espesa que le bajaba desde los pómulos.
En la galera
permaneció de pie, inmóvil, con la cabeza inclinada y parecía como si estuviera
creciendo todo él, rojo, feo. Cuando lo llamaron no pudo responder, pues había dado
otro nombre.
Tres días antes
de esto que ocurría hoy, la patrona le trajo de comer por última vez.
–Lo hago por
misericordia. Pero no crea que se me olvida todo lo que me debe.
Eusebio aún
no había entrado en el periodo de la fiebre delirante. Su cerebro era claro y lleno
de tristeza, pero le hubiese sido imposible moverse. Sentía cómo, a sus espaldas,
el excremento le llagaba al cuerpo.
–¡Gracias! –dijo.
Cuando estuvo
en la prisión, un año entero, se sintió el ser más solitario del mundo. En su celda
dormían cinco compañeros más. Le repugnaba verlos masturbarse frente a los retratos
de las mujeres desnudas que habían fijado en las paredes.
–En cuanto me
alivie me voy, señora.
La patrona arrugó
el entrecejo.
–Pero siquiera
muévase –exclamó con una irritación aguda– y no haga sus necesidades en la cama.
Eusebio cerró
los ojos impotente para decir unas palabras.
Aquellos pasos
sobre la banqueta, que podían verse desde el camastro, a través de la ventana, resonaban
en la caja del cuerpo, como sobre una gran oquedad. Eran sólo los pies, sobre el
gran, inmenso vacío del cuerpo. Iba tornándose el cuerpo la fosa sin medida. Los
contó: dos, tres, cinco. Irían a sus asuntos vivos, a sus quehaceres. Tal vez los
pasos de ella apareciesen en la ventana, pero era imposible.
Al salir de
la prisión, doce meses antes, no sintió esa alegría suma, esa felicidad extraordinaria
de verse libre. Se encontraba atontado, con un líquido tumultuoso y sordo que le
recorría las venas. La ciudad, frente a él, era como un gran pecado sin nombre.
Un año son trescientos
sesenta y cinco días de furia, de anhelo. La ciudad era un monstruo balanceándose,
un monstruo espeso. Las gentes estaban ciegas y muertas, con rostros sin facciones.
Eusebio se detuvo
a media calle, sin saber qué hacer. Había pensado en Gabriela como un poseído. Y
ahora lo simple –lo espantosamente simple– que sería dirigirse a la casa, a la antigua
casa que él había abandonado, y llegar a la ventana como a una fuente y recostarse
en los amados muros.
Llegó por la
noche como si, para llegar, hubiera tenido que ir por el mundo durante meses enteros.
Las mismas ventanas de su infancia despedían la misma claridad pura, impura. Aquello
era el infinito y dentro de su corazón latió algo inesperadamente angélico.
–¡Gabriela!
–musitó quedamente desde el jardín.
A pesar de la
voz, apenas murmurada, la blanca figura apareció, sobrenatural.
–¡Eusebio!
Temblaba como
una hoja. Temblaban ambos y sus corazones iban a romperse.
–¡Que no te
vean, por Dios!
Se oían los
corazones.
Él dijo con
la voz bronca, atropellada, imposible:
–Quisiera entrar
y ver a mi madre.
“Una locura.
Punto. Llamando. Una locura.” Estaba loca la sirena de la embarcación y su sollozo,
obsesivo, escuchábase a lo largo de todo el mar. Los émbolos llenos de rabia sacudían
el cuerpo conduciéndolo entre cosas muertas y duras. No había ni una sola brizna
de luz en todo el mar inmenso.
Dos días antes
de lo que hoy ocurría en el cuartucho, la patrona no trajo ya alimentos.
–Será mejor
–se escuchaba su voz– esperar a la madrugada. Hay que contratar desde ahorita a
los cargadores.
Eusebio escuchaba
desde su camastro cosas simplemente oscuras –que no tenían medida ni en el cielo
ni en la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario