Max Aub
Empezó a darle vuelta
al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al borde, llevado por la
violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar
barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido del metal
contra el vidrio. Ris, ris, ris, ris. Y el café con leche dando vueltas y más
vueltas, con un hoyo en su centro. Maelström. Yo estaba sentado enfrente. El
café estaba lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente,
mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera que se creyó
en obligación de explicarse:
–Todavía
no se ha deshecho el azúcar.
Para
probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en seguida con
redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin
descanso, y el ruido de la cuchara en el borde del cristal. Ras, ras, ras.
Seguido, seguido, sin parar, eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me
miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé.
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