Víctor Roura
1.
Después de no verlo por más de quince años, encontré el sábado pasado a Sebastián
Zurbia. Fue en el bar El Zirahuén, luego de la presentación de uno de mis
libros. Se me acercó lentamente. Y dijo:
–De seguro no sabes quién soy…
Tardé en reconocerlo, la verdad. E hicimos
memoria de cuando estudiamos juntos la primaria.
2.
A la hora de sentarse, Fabiola Rosales sintió en sus nalgas la mano de Sebastián.
–Perdón –dijo inmediatamente Sebastián un
miércoles de junio de 1964.
Y la quitó, la mano. Fabiola sólo lo miró
un tanto extrañada. La maestra Sara Isordia hablaba sobre los puntos cardinales
y las estaciones del año. Sobre la primavera y el crecimiento de las flores. Casi
ningún niño prestaba atención a la clase de quinto grado. Un fuerte rumor de
vocecillas se alzaba en el salón.
Después de lo sucedido, Sebastián, el
canijo Sebastián, no pudo concentrarse en nada. Fabiola, por su parte, hacía
flores mal trazadas en su cuaderno.
–Antes de que te sentaras quería agarrar
un hilo que estaba en tu lugar –dijo Sebastián–, pero no pude…
–¿Dónde está?
Fabiola volvió a levantarse, buscando en
su asiento. No halló nada.
El rumor de las vocecillas se alzaba cada
vez más. La maestra Sara seguía entusiasmada con las estaciones y su voz,
ronca, áspera, parecía un gruñido salido de una tensa asamblea.
Los niños, de vez en vez, la oían
atentamente. Pero la mayoría no prestaba atención.
–Ya se habrá caído el hilo –dijo Sebastián–.
No, mira, está pegado en tu falda…
Fabiola Rosales trataba de ver hacia
atrás. Giraba su cuello por los dos lados.
–No lo veo…
–Aquí está –indicó Sebastián, quien ya lo
había agarrado, rozando las nalgas de Fabiola.
Pero al sentarse, la niña sintió de nuevo
la mano de Sebastián. Volteó a verlo y le sonrió con una sonrisa sin malicia ni
morbo ni picardía. No sabía qué decirle. Ni Sebastián decía nada. Como tampoco
hizo algo para quitar la mano. Ahí la tuvo bastante rato. Los dos sentían una
sensación desconocida. Los dos presentían, de igual modo, que lo que hacían no
sería aprobado por ningún adulto, pero no se atrevían a decirse nada. La mano
era, sólo, el asiento de Fabiola. Nada más.
Con los días, este incidente se fue
haciendo costumbre.
Antes de sentarse Fabiola Rosales, ya la
mano de Sebastián esperaba las nalgas. Y los dos cómplices sonreían, mientras Sara
Isordia hablaba sobre los asteroides y las estrellas y los planetas del sistema
solar. Sentados como desde el inicio del año, en una banca para dos, Fabiola y Sebastián
ya no permitían que los cambiaran de lugar. Según el plan de la profesora, las
parejitas debían modificar su lugar cada mes para que, de ese modo, los niños
se fueran conociendo más. Pero con Fabiola y Sebastián tuvo ese problema. Ellos
no querían cambiar de asiento, y como a los demás niños no les importaba (“son
novios, son novios lero lero”), Sara optó por dejarlos juntos.
Y todos los días, la mano de Sebastián era
el asiento de Fabiola Rosales.
Pero el jueves 2 de julio las cosas
cambiaron. Ese día, Fabiola miraba a Sebastián seriamente. No le sonrió, como
siempre, ni le dirigió la palabra al llegar. Al entrar al salón, como siempre,
acomodaron sus mochilas a un lado de la banca y Sebastián puso su mano en el lugar
de Fabiola. Ella lo miró antes de sentarse. Luego sintió en sus nalgas la tibia
mano de su compañerito. Estuvo así un momento. Y después le dijo, mortificada:
–Mi mamá dice que lo que hacemos es una
cosa mala, que estamos pecando…
Sebastián la vio desconcertado.
–Dice que no debemos hacerlo porque Dios
nos va a castigar…
La maestra Sara llegó en ese instante. Saludó
a los niños. Todos se pusieron de pie y contestaron en coro. Al volver a ocupar
su asiento, Sebastián preguntó:
–¿Por qué es malo?
–No sé –dijo Fabiola–, pero dice que es
muy malo. Así que quita la mano de ahí…
Sebastián la deslizó por debajo de la
falda de Fabiola y por fin la tuvo libre.
–Pero no te enojes conmigo –suplicó Sebastián.
–No, cómo crees –dijo Fabiola.
A la hora de la salida, la madre de Fabiola
Rosales buscó a Sebastián y lo encontró a un costado de la campana que daba
aviso a los refrigerios, metiendo algo en su mochila.
Lo llamó.
Al verla, Sebastián palideció. Fabiola se
hallaba lejos, por la puerta principal de la escuela. Sebastián se acercó a la
señora.
–¡Escuincle majadero, te voy a acusar con
tu mamá! –dijo la madre de Fabiola y con la mano abierta le pegó en la nuca, y
luego le asestó un coscorrón.
Fabiola, desde donde estaba, se tapó los
ojos.
3.
Otro día, si hay tiempo, les contaré cuando Sebastián Zurbia se cagó en clase y
armó un tremendo desbarajuste, inolvidable, en la pequeña escuela.
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