Isaac Babel
Empecé:
–Rebe
Arie-Leib –dije al viejo–, hablemos de Benia Krik. Hablemos de su comienzo fulminante
y de su terrible final. Tres sombras interfieren el camino a mi imaginación. Froim
Grach. ¿Acaso el acero de sus actos no es comparable a la fuerza del Rey? Kolka
Pakovski. La furia de aquel hombre tenía todo lo necesario para ordenar. ¿Acaso
Jaim Drong no vislumbró el brillo del nuevo astro? Entonces, ¿por qué solo Benia
Krik subió la escalera de cuerda mientras los demás quedaron abajo, colgando de
los vacilantes peldaños?
Rebe
Arie-Leib callaba encaramado en la tapia del cementerio. Ante nosotros se extendía
la verde tranquilidad de las tumbas. El que espera respuesta debe armarse de paciencia.
Al sabio le corresponde ser circunspecto. Por eso Arie-Leib permanecía callado en
la tapia del cementerio. Por fin dijo:
–¿Por
qué fue él? ¿Por qué no ellos, desea usted saber? Bien. Olvídese por un rato de
que tiene gafas en la nariz y otoño en su alma. Deje de armar escándalos ante su
mesa escritorio y de tartamudear en público. Imagínese por un instante que arma
escándalos en la plaza y que tartamudea en el papel. Es usted un tigre, un león,
un gato. Es capaz de pasar la noche con una mujer rusa y la mujer rusa quedará satisfecha
de usted. Cuenta usted veinticinco años. Si el cielo y la tierra tuvieran anillas
usted se engancharía a las anillas y unía el cielo con la tierra. Su padre es Méndel
Krik, el carretero. ¿En qué piensa un padre así? Pues piensa en soplarse una buena
copa de aguardiente, en romperle los morros a quien sea, en sus caballos y en nada
más. Usted quiere vivir y él le hace morir veinte veces al día. ¿Qué hubiera hecho
usted en el lugar de Benia Krik? No hubiera hecho nada. Pero Benia sí hizo. Por
eso él es un Rey, mientras que usted hace la higa en el bolsillo.
El,
Bencito, fue adonde Froim Grach, que ya miraba al mundo con un solo ojo y ya era
lo que es. Dijo a Froim:
–Cógeme.
Quiero arrimarme a tu orilla. La orilla a la que me arrime saldrá beneficiada.
Grach
le preguntó:
–¿Quién
eres, de dónde vienes y cómo respiras?
–Hazme
una prueba, Froim –respondió Benia–, y dejemos de restregar las gachas blancas por
la mesa limpia.
–Dejemos
de restregar las gachas –respondió Grach–. Te haré la prueba.
Los
atracadores reunieron el consejo para pensar en Benia Krik. No estuve presente en
el consejo, pero se dice que lo reunieron. El difunto Liova el Toro era el responsable.
–¿Qué
cosas oculta ese Bencito bajo la gorra? –preguntó el difunto Toro.
Grach
el tuerto opinó:
–Benia
habla poco, pero sustancioso. Habla poco, pero sientes ganas de que diga algo más.
–Si
es así –exclamó el difunto Liovka–, probémoslo con Tartakovski.
–Probémoslo
con Tartakovski –decidió el consejo, y todos los que aún albergaban vergüenza enrojecieron
al escuchar la decisión. ¿Por qué enrojecieron? Lo sabrá si va adonde le llevo.
Tartakovski
tenía los motes de “Judío y medio” y de “Nueve asaltos”. Le llamaban “Judío y medio”
porque en ningún otro hebreo cabía tanta audacia ni tanto dinero como en Tartakovski.
Era más alto que el policía más alto de Odesa y pesaba más que la judía más gorda.
Le llamaban “Nueve asaltos” porque la firma “Liovka el Toro y Co.” lanzó contra
su oficina no ocho ni diez asaltos, sino justamente nueve. A Benia, que aún no era
Rey, le cupo el honor de perpetrar contra el “Judío y medio” el décimo asalto. Cuando
Froim se lo comunicó él dijo “sí” y salió dando un portazo. ¿Por qué dio un portazo?
Lo sabrá si va adonde le llevo.
Tartakovski
tiene entrañas de asesino, pero es nuestro. Salió de entre nosotros. Es sangre nuestra.
Lleva nuestra carne, como si nos hubiera parido la misma madre. Media Odesa está
empleada en sus tiendas. Fue víctima de su gente, de los de Moldavanka. Dos veces
lo secuestraron para lo del rescate y una vez, durante un pogrom, lo enterraron
con cantantes. Los matones del suburbio maltrataron a los judíos en la calle Bolshaya
Arnaútskaya. Cuando escapaba, Tartakovski vio un entierro con cantantes en la calle
Sofiskaya. Preguntó:
–¿A
quiénes entierran con cantantes?
Los
transeúntes le contestaron que enterraban a Tartakovski. La procesión llegó al cementerio
del suburbio. Allí los nuestros sacaron una ametralladora del ataúd y dispararon
contra los matones del suburbio. “Judío y medio” no se imaginaba tal cosa. A “Judío
y medio” le entró un susto terrible. En su lugar cualquier tendero hubiera hecho
lo mismo.
El
décimo atraco a un hombre enterrado una vez era una grosería. Benia, que aún no
era Rey, lo comprendía mejor que nadie. Pero dijo a Grach que sí y aquel mismo día
escribió a Tartakovski una carta como todas las cartas de ese estilo:
“Estimadísimo
Ruvim Osipovich: El sábado tenga la amabilidad de poner bajo la barrica del agua
de lluvia…, etcétera. Si se niega, como últimamente se lo estuvo permitiendo usted,
le espera una gran decepción en su vida familiar. Con todo el respeto, su conocido
Bención Krik”.
Tartakovski
no tuvo pereza y contestó inmediatamente:
“Benia:
Si fueras idiota te contestaría como a un idiota. Pero no te reconozco como tal
y no quiera Dios que te reconozca. Por lo visto, te haces el niño. ¿No sabes que
en la Argentina hubo este año cosecha a rabiar y que nosotros estamos con nuestro
trigo sin estrenar?… Te digo con el corazón en la mano que estoy harto de tragar
a mi vejez un mendrugo tan amargo y de aguantar estos disgustos después de haber
trabajado toda la vida como el último carretero. ¿Qué me queda después de esos trabajos
forzados ilimitados? Llagas, pupas, quebrantos y desvelos. Déjate de tonterías,
Benia. Tu amigo, más de lo que te imaginas, Ruvim Tartakovski”.
“Judío
y medio” hizo lo que debía: contestó a la carta. Pero el correo no la entregó al
destinatario. Benia, al no recibir la respuesta, se encolerizó. Al día siguiente
se presentó con cuatro amigos en la oficina de Tartakovski. Cuatro muchachos con
antifaces y revólveres irrumpieron en la habitación.
–Manos
arriba –dijeron y comenzaron a agitar las pistolas.
–Trabaja
con más calma, Salomón –observó Benia a uno de los que más alborotaban–. Deja esa
costumbre de ponerte nervioso en el trabajo. Se dirigió al dependiente que estaba
blanco como la muerte y amarillo como la arcilla y le preguntó:
–¿Está
“Judío y medio” en el establecimiento?
–No
está en el establecimiento –respondió el dependiente, que se apellidaba Muguinshtein,
de nombre Iósif, hijo soltero de la tía Pesia, la que vende gallinas en la plaza
Seredínnaya.
–Vamos,
¿quién sustituye aquí al dueño? –inquirieron al pobre Muguinshtein.
–Yo
sustituyo al dueño –dijo el dependiente verde como la hierba verde.
–Entonces,
ábrenos la caja con la ayuda de Dios –le ordenó Benia y comenzó una ópera en tres
actos.
Salomón,
el nervioso, metía en la maleta dinero, papeles, relojes y monogramas; el difunto
Iósif permanecía ante él con las manos levantadas, mientras Benia relataba historias
de la vida del pueblo judío.
–Ya
que se hace el Rothschild –decía Benia refiriéndose a Tartakovski–, que reviente.
Tú dime, Muguinshtein, como a un amigo: él recibe de mí una carta oficial, ¿qué
menos que tomar el tranvía por cinco kopeks y presentarse en mi casa para beber
con mi familia una copa de aguardiente y comer lo que Dios nos dé? ¿Qué le impidió
hablarme con franqueza? Me hubiese dicho: “Benia, hay esto y esto. Ahí tienes mi
balance. Espera un par de días. Déjame respirar. Déjame desentumecerme”. ¿Qué le
diría yo? Un cerdo jamás se encuentra con otro cerdo, pero un hombre con otro sí.
¿Tú me comprendes, Muguinshtein?
–Sí,
le comprendo –dijo Muguinshtein–, pero mentía: no acababa de comprender para qué
“Judío y medio”, un rico respetado y más importante que nadie, tenía que tomar el
tranvía para comer con la familia del carretero Méndel Krik.
Mientras,
la desgracia rondaba al pie de la ventana como el mendigo al amanecer. La desgracia
entró estruendosamente en la oficina. Aunque esta vez traía el aspecto del judío
Savka Butsis, la desgracia venía borracha como un aguador.
–Go-gu-go
–gritó el judío Savka–, perdóname, Bencito, por haber tardado. Y se puso a patalear
y a bracear. Después disparó y la bala dio a Muguinshtein en la barriga.
¿Hacen
falta palabras? Un hombre vivo dejó de existir. Un inocente solterón que vivía como
el pájaro en la rama se murió por una tontería. Llegó un judío con mañas de marinero
y no disparó contra una botella con sorpresa, sino contra la barriga de un hombre.
¿Hacen falta palabras?
–A
correr de la oficina –gritó Benia y salió el último. Aún le dio tiempo de gritar
a Butsis:
–Te
juro por el ataúd de mi madre, Savka, que te enterrarán junto a éste…
Ahora
dígame, señorito que corta cupones de acciones ajenas: ¿Qué haría usted en el lugar
de Benia Krik? Usted no sabe lo que haría. El sí lo sabía. El era un Rey, mientras
que nosotros nos sentamos en la tapia del segundo cementerio judío y nos tapamos
del sol con la mano.
El
desafortunado hijo de la tía Pesia no se murió en el sitio. A la hora en el hospital
se presentó Benia. Invitó al médico jefe y a la enfermera y les dijo sin sacar las
manos del pantalón color crema:
–Tengo
interés –dijo– en que el enfermo Iósif.
Muguinshtein
sane. Por si acaso, me presento: Bención Krik. Con la mejor disposición denle alcanfor,
almohadas de aire y habitación aparte. Si no, a cada doctor, aunque sea doctor en
filosofía, le tocarán tres metros de tierra.
No
obstante, Muguinshtein murió aquella misma noche. Solo entonces “Judío y medio”
empezó a gritar por toda Odesa:
–¿Dónde
comienza la policía –vociferaba– y dónde termina Benia?
–La
policía termina allí donde empieza Benia –le respondía la gente sabia. Pero Tartakovski
siguió sin calmarse hasta el día que un automóvil rojo con claxon musical tocó en
la plaza Seredínnaya su primera marcha de la ópera “Ríe, payaso”. El auto llegó
en pleno día a la casa de la tía Pesia.
El
auto parecía rechinar las ruedas, escupía humo, despedía fulgores con su bronce,
exhalaba gasolina y tocaba arias con el claxon. Alguien se apeó del automóvil y
pasó a la cocina, en cuyo piso de tierra se retorcía la menuda tía Pesia. “Judío
y medio” estaba sentado en una silla y hacía aspavientos.
–Canalla
–gritó al ver al visitante–, bandido. Que la tumba no te admita. Te echaste la moda
de matar a gente viva…
–Mosié
Tartakovski –le respondió Benia Krik en voz baja. Llevo un día y pico llorando al
querido difunto como si llorase a mi hermano. Pero sé que a usted le importan un
bledo mis jóvenes lágrimas. La vergüenza, mosié Tartakovski, ¿en qué caja fuerte
guardó su vergüenza? Tuvo estómago para mandar cien míseros rublos a la madre de
nuestro difunto Iósif. Cuando oí semejante noticia el cerebro y los pelos se me
pusieron de punta.
En
este sitio Benia hizo una pausa. Vestía chaqueta color chocolate, pantalón crema
y zapatos carmesí.
–Diez
mil de un golpe –rugió–, diez mil de un golpe y una pensión hasta su muerte y que
viva ciento veinte años. Y si no, salgamos de este local, mosié Tartakovski, y subamos
a mi automóvil…
Después
riñeron. “Judío y medio” riñó con Benia. No presencié la riña. Pero los que estaban
la recuerdan. Quedaron en cinco mil al contado y en cincuenta rublos mensuales.
–Tía
Pesia –dijo Benia a la vieja desgreñada que se retorcía en el suelo–, si necesita
de mi vida, tómela, pero todo el mundo comete errores. Hasta Dios. Fue un error
enorme, tía Pesia. Pero ¿acaso no fue un error que Dios situase a los judíos en
Rusia para que sufran igual que en el infierno? ¿Acaso hubiera estado mal que los
judíos vivieran en Suiza, rodeados de lagos de primera calidad, de aire de montaña
y de franceses a tutiplén? Todos cometen errores. Hasta Dios. Escúcheme con los
oídos, tía Pesia. Usted tiene cinco mil en mano y cincuenta rublos hasta su muerte,
viva usted ciento veinte años. Iósif tendrá un entierro de primera: seis caballos
como seis leones, dos carrozas con coronas, el coro de la sinagoga Brodskaya, Minkovski
en persona oficiará la misa de cuerpo presente…
Al
día siguiente fue el entierro. ¡Que le cuenten el entierro los mendigos del cementerio!
Pregunte de él a los salmistas de la sinagoga, a los vendedores de carne trifa o
a las viejas del asilo número dos. Un entierro como éste jamás lo había visto Odesa
y el mundo no lo verá. Ese día la policía se puso guantes de hilo. En las sinagogas,
adornadas con ramas y abiertas de par en par, ardía la electricidad. En los caballos
blancos que tiraban del carro se mecían penachos negros. Abrían la procesión sesenta
cantantes. Los cantantes eran niños que cantaban con voz de mujer. Los parnases
de la sinagoga de los que venden carne trifa llevaban a la tía Pesia del brazo.
Tras los parnases marchaban los miembros de la sociedad de dependientes judíos;
tras los dependientes judíos iban los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras
parteras. A un costado de la tía Pesia se hallaban las vendedoras de gallinas del
Viejo mercado y al otro costado las respetables lecheras de Bugáyevka, envueltas
en mantillas color naranja. Pateaban como los gendarmes en un desfile un día de
fiesta. Sus anchas caderas olían a mar y a leche. Los últimos eran los empleados
de Ruvim Tartakovski. Eran cien o doscientos, o dos mil. Vestían levitas negras
con solapa de seda y zapatos nuevos que crujían como lechones en un saco.
Pues
bien. Hablaré como Dios habló en el monte del Sinaí desde la zarza ardiente. Ponga
mis palabras en sus oídos. Todo lo que vi lo vi con mis propios ojos aquí sentado,
sobre la tapia del segundo cementerio, al lado de Moisesito, el tartajoso, y de
Shimsón, el de pompas fúnebres. Yo lo vi, Arie-Leib, judío arrogante que vive a
expensas de los muertos.
La
carroza llegó a la sinagoga del cementerio. Colocaron el ataúd en la escalinata.
La tía Pesia temblaba como un pajarito. El chantre salió del faetón y comenzó la
misa. Sesenta cantantes lo coreaban. En esto apareció en un recodo un auto rojo.
Tocó “Ríe, payaso” y frenó. La gente callaba como difunta. Callaban los árboles,
los cantantes, los mendigos. Cuatro hombres aparecieron por debajo del techo rojo
y con paso lento llevaron a la carroza un ramo de rosas jamás vistas. Terminó la
misa y los cuatro hombres arrimaron al ataúd sus hombros de acero, y con fuego en
los ojos y el pecho abombado caminaron junto a los miembros de la sociedad de dependientes
judíos.
Delante
marchaba Benia Krik, al que nadie llamaba aún el Rey. Llegó el primero a la tumba,
subió al montículo y extendió la mano.
–¿Qué
quiere hacer, joven? –se acercó a él Kofman, de la cofradía fúnebre.
–Quiero
decir un discurso –respondió Benia Krik. Y dijo el discurso. Lo oyó todo el que
quiso. Lo oí yo, Arie-Leib, y Moisesito el tartajoso, sentado conmigo en la tapia.
–Señores
y señoras –dijo Benia Krik–, señores y señoras –dijo, y el sol se detuvo sobre su
cabeza como un centinela con la escopeta–. Acudieron ustedes a dar el último adiós
a un honrado trabajador muerto por una bagatela. En mi nombre y en el de los que
aquí no están presentes les doy las gracias. Señores y señoras: ¿Qué vio en su vida
nuestro querido Iósif? Vio un par de tonterías. ¿Qué hacía? Contar el dinero ajeno.
¿Por qué cayó? Cayó por toda la clase laboriosa. Unos ya están condenados a morir
y otros no han comenzado aún a vivir. Una bala enfilada hacia un pecho predestinado
atravesó a Iósif, que en su vida no vio más que un par de tonterías. Unos saben
beber aguardiente y otros no saben beber aguardiente, pero lo beben. Los primeros
se sienten a gusto en el dolor y en la alegría mientras que los segundos sufren
por todos los que beben aguardiente sin saber beberlo. Por eso, señores y señoras,
después que recemos por nuestro pobre Iósif, les ruego que visiten la tumba de Saveli
Butsis, desconocido de ustedes, pero ya cadáver…
Benia
terminó el discurso y bajó del montículo. Callaron la gente, los árboles y los mendigos
del cementerio. Dos enterradores llevaron un ataúd sin pintar hacia la tumba vecina.
El chantre terminó la oración tartamudeando. Benia echó la primera palada y pasó
adonde Savka. Los abogados y las mujeres con broches siguiéronle como ovejas. Hizo
al chantre oficiar la misa completa sobre Savka y sesenta cantantes corearon al
chantre. Savka jamás había soñado con una misa así, crea a Arie-Leib, un viejo anciano.
Dicen
que aquel día “Judío y medio” decidió cerrar el negocio. Yo no estaba presente.
Pero que ni el chantre, ni el coro, ni la cofradía fúnebre pidieron dinero por el
entierro, eso lo vi yo con los ojos de Arie-Leib. Arie-Leib es mi nombre. No logré
ver nada más: la gente se retiró despacio de la tumba de Savka y se lanzó a la carrera
como de un incendio. Salieron volando en faetones, en carros y a pie. Solo los cuatro
que vinieron en auto se fueron en él. El claxon tocó la marcha, la máquina se estremeció
y partió.
–Ahí
va el Rey –dijo a su paso Moisesito el tartajoso, el que me quita los mejores sitios
en la tapia.
Ahora
usted lo sabe todo. Sabe quién fue el primero en pronunciar la palabra “rey”: Moisesito.
Sabe por qué no dio ese nombre a Grach el tuerto ni a Kolia el furioso. Usted ya
está enterado de todo. Pero ¿de qué le sirve si sigue con las gafas sobre la nariz
y con el otoño en el alma?…
Grach
siguió y vio en su patio a una mujer de altura descomunal, de caderas enormes y
de mofletes color ladrillo.
–Papá
–dijo la mujer con atronadora voz de bajo–, me consumo de aburrimiento. Le estoy
esperando todo el día… La abuela murió en Tulchin.
Grach,
desde el carro, observaba a su hija con ojos muy grandes.
–No
te revuelvas ante los caballos –dijo desesperado–, agarra al de varas por el bridón.
No me eches a perder las caballerías…
Grach,
de pie en el carro, agitó el látigo. Baska tomó al de varas por el bridón y llevó
los caballos a la cuadra. Desapareció y se fue a la cocina a preparar algo. Colgó
de una cuerda los peales del padre, limpió con arena la cafetera entiznada y calentó
croquetas en una cacerola de hierro.
–Hay
aquí una mugre espantosa, papá –dijo ella y echó por la ventana unas agrias pieles
de oveja tiradas en el suelo–. Tengo que sacar toda la basura –gritó Baska y puso
la cena.
El
viejo bebió aguardiente en una cafetera esmaltada y comió las croquetas que olían
a infancia feliz. Después tomó el látigo y salió a la calle. Baska lo siguió. Se
puso zapatos de hombre y un vestido naranja, se caló el gorro plagado de pajaritos
y se sentó en el banco. La noche pasaba junto al banco, el ojo brillante del ocaso
caía en el mar, más allá de Perésip y el cielo estaba rojo como un día festivo en
el calendario. En la Dálnitskaya cerraron todos los comercios y los atracadores
marcharon a la calle apartada donde tenía su burdel Ioska Samuelsón. Iban en calesas
acharoladas, abigarrados como colibríes, vistiendo chaquetas de color. Con los ojos
muy abiertos, con un pie en el estribo sostenían en sus férreas manos flores envueltas
en papel de fumar. Sus calesas acharoladas avanzaban al paso; en cada carro iba
uno con su ramo; los cocheros tiesos en sus pescantes, adornados con cintas, parecían
padrinos de boda. Las viejas judías con escarcelas observaban apáticas el desfile
habitual. Eran apáticas para todo las viejas judías, pero los hijos de los tenderos
y de los carpinteros de ribera envidiaban a los reyes de la Moldavanka.
Algunos,
como Solomoncito Kaplún, hijo de un vendedor de ultramarinos, y Monia el artillero,
hijo de un contrabandista, intentaban apartar la mirada para no ver el brillo de
la ventura Ajena. Ambos pasaron de largo, contoneándose como mozas que ya saben
del amor, cuchichearon y mostraron con ademanes cómo abrazarían a Baska si ella
quisiera, Baska quísolo inmediatamente: era una sencilla muchacha de Tulchin, ciudaducha
roñosa y cegarata. Pesaba cinco puds y algunas libras, vivió toda su vida entre
una estirpe mortificadora de mediadores, libreros ambulantes y contratistas de madera
de la Podolia y jamás había visto a personas como Solomoncito Kaplún. Por eso, al
verle raspó el suelo con sus pies gordos, calzados con zapatos de hombre y dijo
al padre:
–Papá
–dijo con voz atronada–, fíjese en ese señorito. Tiene unas piernecitas que parecen
de muñeca. Cómo estrangularía yo esas piernecitas…
–Vaya,
señor Grach –susurró un viejo judío apellidado Golúbchik que se había sentado al
lado–. Por lo visto, su criatura quiere pacer…
–Era
lo que me faltaba –respondió Froim a Golúbchik, jugueteó con el látigo y marchó
a acostarse. Durmió tranquilamente, porque no creyó al viejo. No creyó al viejo
y no tenía razón alguna. La razón era de Golúbchik. Golúbchik arreglaba matrimonios
en nuestra calle, velaba en casa de difuntos pudientes y conocía de la vida todo
lo que de ella es dado conocer. Froim Grach no tenía razón. La razón era de Golúbchik.
Efectivamente,
desde aquel día Baska se pasó las tardes en la calle. Se sentaba en el banco a coser
su ajuar. Las mujeres encinta tomaban sitio a su lado, cúmulos de tela trepaban
por las potentes rodillas esparrancadas de Baska: las mujeres encinta se hinchaban
comiendo de todo, como la ubre de la vaca se hincha en el prado con la leche rosada
de la primavera. Mientras, sus maridos iban regresando del trabajo. Los maridos
de las mujeres rezongonas exprimían sus barbas bajo el grifo y cedían el sitio a
viejas jibosas. Las viejas bañaban en las artesas a niños rollizos, azotaban las
nalgas brillantes de los nietos, a los que arrebujaban en sus faldas raídas. Baska
la de Tulchin observó la vida de Moldavanka, nuestra madre generosa, una vida atiborrada
de niños chupeantes, de trapos colgados y de noches conyugales, llenas de elegancia
de arrabal y de potencia soldadesca. La muchacha aspiraba a una vida semejante,
pero supo que la hija de Grach el tuerto no podría esperar partida digna. Entonces
dejó de llamar padre al padre.
–Ladrón
pelirrojo –le gritaba por la noche–, ladrón pelirrojo, a cenar.
La
cosa continuó hasta que Baska se hizo seis camisas de noche y seis pantalones con
volantes de puntilla. Terminó de coser las puntillas y rompió a llorar con voz fina,
tan distinta a la suya, y entre lágrimas dijo al impávido Grach:
–Todas
las muchachas –le dijo– tienen su propio interés en la vida. Yo soy la única que
vive como el guardián que cuida de noche un almacén ajeno. Haga conmigo algo, padre,
o pongo fin a mi vida…
Grach
escuchó todo lo que su hija le dijo, se puso una capa de lona y fue a visitar al
tendero Kaplún, a la plaza Privóznaya.
Sobre
la tienda de Kaplún brillaba un letrero dorado. En ella olía a muchos mares y a
vidas hermosas que no conocemos. Un niño salpicaba con una regadera la fresca profundidad
de la tienda y entonaba una canción apta solo para adultos. Salomoncito, el hijo
del dueño, despachaba. Sobre el mostrador había aceitunas llegadas de Grecia, café
en grano, vino málaga de Lisboa, sardinas “Felipe y Cano” y pimienta de Cayena.
Kaplún padre permanecía en una galería de cristal aguantando el sol en chaleco y
comiendo una sandía roja, una sandía roja con pepitas negras, con pepitas oblicuas
como los ojos de pícaras chinas. La barriga de Kaplún descansaba al sol sobre la
mesa y el sol no podía con ella. El tendero vio a Grach con la capa de lona y empalideció.
–Buenos
días, mosié Grach –dijo distanciándose–. Golúbchik me anunció su visita y preparé
para usted una libra de té, algo extraordinario…
Y
comenzó a hablar de la nueva marca de té, llegada de Odesa en barcos holandeses.
Grach le escuchó con paciencia, pero después le cortó: era un hombre sencillo y
sin picardías.
–Soy
un hombre sencillo y sin picardías –dijo Froim–. Me ocupo de mis caballos y de mis
ocupaciones. El ajuar de Baska consta de ropa nueva, un par de monedas viejas y
de mí. Al que le parezca poco que arda…
–¿Arder,
para qué? –dijo Kaplún con prisa y acarició la mano del carretero–. ¿Para qué esas
palabras, mosié Grach? Usted es un hombre capaz de ayudar al prójimo y, dicho sea,
capaz de ofender al prójimo. Si usted no es rabí en Cracovia, yo tampoco tomé por
esposa a la sobrina de Moisés Montefiore, pero… pero tenemos a madam Kaplún, una
dama grandiosa que ni Dios sabe lo que quiere esa mujer…
–Yo
sí lo sé –cortó Grach al tendero. Sé que Solomoncito desea a Baska, pero madam Kaplún
no me desea a mí…
–Eso,
no le deseo a usted –gritó madam Kaplún, que escuchaba detrás de la puerta, y entró
en la galería de cristal, ruborizada y con el pecho incandescente–. No le deseo
a usted, Grach, igual que no se desea la muerte, igual que la novia no desea granos
en la cabeza. No olvide que nuestro difunto abuelo fue tendero y que debemos agarrarnos
a nuestra tonga.
–Agárrense
a su tonga –respondió Grach a la incandescente madam Kaplún, y se fue a casa.
Allí
esperaba Baska con su vestido naranja, pero el viejo, sin mirarla, estiró la pelliza
debajo del carro y se tumbó. Durmió hasta que el potente brazo de Baska le expulsó
de allí.
–Ladrón
pelirrojo –dijo la muchacha con un murmullo que no parecía suyo–. ¿Por qué tengo
que aguantar sus modales de carretero y por qué se calla como un tarugo, ladrón
pelirrojo?…
–Baska
–repuso Grach–, Solomoncito te desea, pero madam Kaplún no me desea a mí. Allí buscan
a un tendero.
El
viejo arregló la pelliza y se escurrió debajo del carro. Baska desapareció del patio…
Todo
esto ocurrió un sábado, día festivo. El ojo purpúreo del ocaso, cuando rebuscaba
la tierra al atardecer, tropezó con Grach que roncaba bajo su carro. El presuroso
rayo se clavó en el dormido con ardiente reproche y lo sacó a la calle Dálnitskaya,
que polvoreaba y brillaba como centeno verde al viento. Los tártaros marchaban Dálnitskaya
arriba, tártaros y turcos con sus molas. Regresaban a sus casas en las estepas de
Orenburgo y del Transcáucaso de una peregrinación a La Meca. Un barco los había
traído a Odesa y ahora iban del puerto a la posada de Liubka Shneiveis, alias Liubka
la Cosaco. Cubrían a los tártaros inflexibles albornoces rayados que inundaban la
calzada de sudor broncíneo del desierto. Se enrollaban a sus feces toallas blancas,
distintivo del que se postró ante los restos del Profeta. Los peregrinos llegaron
a la esquina y torcieron hacia la posada de Liubka Shneiveis, pero no pudieron franquear
la puerta porque se agolpaba mucha gente. Liubka Shneiveis, con un bolsón en bandolera,
golpeaba y empujaba hacia la calle a un borracho. Le aporreaba la cara con un puño,
como si fuese una pandereta, y con la otra mano sostenía al hombre para que no se
tumbara. Al hombre le brotaban chorritos de sangre por los dientes y cerca de la
oreja. Estaba pensativo y observaba a Liubka como a una persona ajena. Después se
desplomó sobre los adoquines y quedó dormido. Liubka le pegó un puntapié y entró
en su tienda. Evzel, su guardián, cerró el portón y saludó con la mano a Froim Grach,
que pasaba cerca…
–¡Mis
honores, Grach! –dijo–. Si desea observar algo de la realidad, entre en nuestro
patio. Hay cosas graciosas…
El
guardián llevó a Grach hacia el muro al que estaban arrimados los peregrinos llegados
la víspera. Un viejo turco con un turbante verde, un viejo turco verde y ligero
como una hoja yacía sobre la hierba. Estaba cubierto de sudor perlado, respiraba
con dificultad y movía los ojos.
–Aquí
tiene –dijo Evzel y se arregló la medalla en su chaqueta raída–. Aquí tiene un drama
real de la ópera “El achaque turco”. El viejito se acaba, pero no se puede llamar
al médico: el que muere camino de su casa, después de visitar al dios Mahoma, para
ellos es el más feliz y el más rico… Halvash –gritó Evzel al moribundo y soltó una
carcajada–, que viene el médico a curarte…
El
turco miró al guardián con miedo y con odio infantiles y torció la cara. Evzel,
satisfecho de sí, llevó a Grach a la bodega, en la parte opuesta del patio. En la
bodega ya ardían las lámparas y sonaba la música. Viejos judíos con barbas graves
tocaban canciones rumanas y judías. Méndel Krik, sentado a la mesa, bebía vino en
un vaso verde y contaba cómo le habían magullado sus propios hijos: Benia, el mayor,
y Liovka, el menor. Gritaba su historia con voz ronca y espantosa, mostraba sus
dientes machacados e invitaba a que palpasen las heridas de su vientre. Zaddikes
de Volín con caras de porcelana se situaron detrás de su silla y escuchaban aturdidos
la jactancia de Méndel Krik. Se asombraban de todo lo que oían y Grach los despreciaba.
–Viejo
fanfarrón –masculló refiriéndose a Méndel, y pidió vino.
Después
Froim llamó a Liubka la Cosaco, la dueña, que blasfemaba a la puerta y bebía aguardiente
de pie.
–Dime
–gritó a Froim y entornó los ojos colérica.
–Madame
Liubka –le respondió Froim y se sentó a su lado–. Es usted una mujer lista y recurro
a usted como si fuera mi madre. Confío en usted, madame Liubka. Primero en Dios
y después en usted.
–Dime
–gritó Liubka. Recorrió la bodega y volvió a su sitio.
Grach
le dijo:
–En
las colonias –dijo– los alemanes tienen una buena cosecha de trigo y en Constantinopla
los comestibles andan por la mitad de su precio. Compran el pud de aceitunas en
Constantinopla a tres rublos y aquí venden a treinta kopeks la libra… Los tenderos
viven a sus anchas, madame Liubka, los tenderos pasean muy rollizos y si se les
trata con delicadeza uno llegaría a ser feliz… Pero quedé solo con mi quehacer;
el difunto Liova el Toro ha muerto. No tengo ayuda de nadie y estoy solo como Dios
en el cielo.
–Benia
Krik –le dijo a esto Liubka–. Lo probaste ya con Tartakovski. ¿No te gusta Benia
Krik?
–¿Benia
Krik? –repitió Grach, lleno de asombro–. Creo que es soltero, ¿eh?
–Soltero
es –dijo Liubka–. Enlázalo con Baska, dale dinero y ponle en el buen camino…
–Benia
Krik –repetía el viejo como un eco, como un eco lejano–. No había pensado en él…
Se
levantó balbuceando y tartamudeando. Liubka salió. Froim la siguió despacio. Cruzaron
el patio y subieron al primer piso. Habitaban el primer piso las mujeres que Liubka
mantenía para los huéspedes.
–Nuestro
novio está con Katiusha –dijo Liubka a Grach–. Espérame en el pasillo. –Pasó a la
última habitación, donde Benia Krik estaba acostado con una mujer llamada Katiusha.
–Basta
de babosear –dijo la dueña al joven–. Primero hazte con una ocupación, Bencito.
Y después, a babosear… Te busca Froim Grach. Busca a una persona para trabajar y
no la encuentra…
Y
ella le contó todo lo que sabía de Baska y de las cosas de Grach el tuerto.
–Debo
pensarlo –respondió Benia, tapando con la sábana las piernas desnudas de Katiusha–.
Debo pensarlo. Que se espere el viejo.
–Espérale
–dijo Liubka a Froim, que permanecía en el pasillo–. Espérale. Debe pensarlo…
La
dueña puso una silla a Froim y éste se sumergió en una espera infinita. Esperó resignado,
como el campesino espera en una oficina pública. Tras la pared gemía Katiusha y
reía a carcajadas. El viejo dormitó durante dos horas o quizás más. Hacía mucho
tiempo que la tarde se había transformado en noche, el cielo ennegreció y sus vías
lácteas se colmaron de oro, de brillo y de frescor. Cerróse la bodega de Liubka;
los borrachos yacían en el patio como muebles rotos y el viejo mola del turbante
verde murió a medianoche. Después llegó música del mar, trompas y cornetas de los
buques ingleses, llegó la música del mar y enmudeció, pero Katiusha, la concienzuda
Katiusha, seguía atizando para Benia Krik su paraíso ruso, policromo y sonrosado.
Ella gemía tras la pared y reía a carcajadas; el viejo Froim permanecía inmóvil,
sentado a la puerta. Esperó hasta la una de la madrugada y llamó.
–Hombre
–dijo–, ¿te burlas de mí?
Benia
abrió por fin la puerta de la habitación de Katiusha.
–Mosié
Grach –dijo turbado, radiante y tapándose con la sábana–, cuando somos jóvenes creemos
que las mujeres son mercancía. No son más que paja, que se inflama por nada…
Se
vistió, arregló la cama de Katiusha, mulló sus almohadas y salió a la calle con
el viejo. Llegaron paseando hasta el cementerio ruso y allí, ante el cementerio,
convergieron los intereses de Benia Krik y de Grach el tuerto, el viejo atracador.
Acordaron que Baska proporcionaría a su futuro esposo una dote de tres mil rublos,
dos caballos de pura sangre y un collar de perlas. Acordaron también que Kaplún
debería pagar dos mil rublos a Benia, el novio de Baska. Era el culpable de la arrogancia
de su familia, Kaplún el dé la plaza Privóznaya; enriqueció con las aceitunas de
Constantinopla y no respetó el primer amor de Baska, por lo que Benia decidió encargarse
de cobrar a Kaplún dos mil rublos.
–De
eso, padrecito, me encargaré yo –dijo a su futuro suegro–. Dios nos ayudará a castigar
a todos los tenderos…
Fue
dicho esto al amanecer, vencida la noche. Y aquí comienza otra historia, la historia
de la decadencia de la casa Kaplún, un relato sobre su ruina paulatina, sobre incendios
y disparos en la noche. Todo eso: la suerte del arrogante Kaplún y de la joven Baska
quedaron echadas aquella noche en que el padre de ésta y su novio súbito pasearon
cerca del cementerio ruso. Era la hora en que los muchachos llevaban a las mozas
al otro lado de la tapia y los besos sonaban sobre las lápidas.
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