María Luisa Bombal
El pianista se sienta, tose
por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala
declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo
que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha
y juiciosamente caprichosa.
“Mozart,
tal vez” –piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa.
“Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese
oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó
imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente
y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios
al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa:
jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza
la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera
le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen!
Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.
Brígida
era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba
por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras
que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más,
es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en
la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis
años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente
ignorante.
¡Qué
agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus
orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente
llevar por él de la mano, como ahora.
Y
Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina
que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol
de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
–Estás
cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir.
Tiene todo el pelo blanco.
Pero
ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido
hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos
surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que
desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos
y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el
cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la
fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó
ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus
hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart!
Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble
fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas
para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde
muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le
rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos
que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso
(¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar –le
decía Luis–. Eres como un collar de pájaros”.
Por
eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no
se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que
han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo,
no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…
Pero
he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo
segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso,
a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado
del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un
acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro,
aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
De
nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y
ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de
primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia
el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta,
crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando,
empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un
hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.
–No
tienes corazón, no tienes corazón –solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón
de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado–. Nunca estás
conmigo cuando estás a mi lado –protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse
él abría ritualmente los periódicos de la tarde–. ¿Por qué te has casado conmigo?
–Porque
tienes ojos de venadito asustado –contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente
alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo
plateado y brillante de Luis!
–Luis,
nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca
me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a
los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rio? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza?
Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
–Mañana
te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
Inconscientemente
él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera,
perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento,
como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
Por
las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado.
Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de
pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos,
cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos
más conmigo, Luis”.
Sus
despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero –era curioso– apenas pasaba
a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un
oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es
el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese
circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el
dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir,
hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía
sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el
follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto!
Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos
los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella
estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente
al río.
–Estoy
ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el
almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé.
Más vale que no me esperes, Brígida.
–¡Si
tuviera amigas! –suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara
de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido?
Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
A
sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis –¿por
qué no había de confesárselo a sí misma?– se avergonzaba de ella, de su ignorancia,
de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera
que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una
tara secreta?
Y
de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía,
eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias
de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar
una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
Tal
vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y
continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste,
el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad,
a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más
crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada
minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla
retardada.
–Me
gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
–Este
verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
–Ya
sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
A
veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre
su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…
–¿Qué?
¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
–Nada.
–¿Por
qué me llamas de ese modo, entonces?
–Por
nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
Y
él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó
el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle
el viaje prometido.
–Brígida,
el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la
estancia con tu padre?
–¿Sola?
–Yo
iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
Ella
se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes
que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
–¿Qué
te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
Por
primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto,
dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
–Tengo
sueño… –había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
Por
primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella
había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había
encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa
misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus
nervios.
–¿Todavía
está enojada, Brígida?
Pero
ella no quebró el silencio.
–Bien
sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora.
Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
…
–¿Quieres
que salgamos esta noche?…
…
–¿No
quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
…
–¡Qué
lindo traje! ¿Es nuevo?
…
–¿Es
nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…
Pero
ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y
en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento,
tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella
se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia.
“Y yo, y yo –murmuraba desorientada–, yo que durante casi un año… cuando por primera
vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar
nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba
desatinadamente la ropa al suelo.
Fue
entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había
corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto.
Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con
sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse
hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de
verano.
Un
pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante
toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero
como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir
y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se
acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy
cerca de Luis.
Puñados
de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico
Chopin.
¿Durante
cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido,
ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El
cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando
en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin
y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y
parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué
hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo
una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había
sentado muy tieso. Hubo un silencio.
–Brígida,
¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
Ella
se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te
quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado,
casi de inmediato, con su calma habitual:
–En
todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
En
ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué
exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara
a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la
ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo
serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba
en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble.
Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo,
irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía
de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…
Y
así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
Al
recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
¡Siempre!
¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El
verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras
como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos;
caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento
que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.
Algunos
niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban
las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces
ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados,
sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
Solitaria,
permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje –siempre
corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río–
y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea.
Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de
bienestar.
Apenas
el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara,
y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga
deseosa de precipitar la noche.
Y
noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su
dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado
imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas
hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente
de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos,
de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la
corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
Su
fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la
estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía
de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra,
imperturbable.
Y
vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el
césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se
desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol
enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y
el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada
sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable
de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y
sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado
de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría
herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido
irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas
ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un
estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
¿Es
el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo
habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy
de mañana.
“Las
raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión
de vecinos…”
Encandilada
se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira
a su alrededor. ¿Qué mira?
¿La
sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
No.
Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir.
De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran
arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía
por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis,
su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas
de colores chillones.
Despavorida
ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle
estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos
deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En
la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación
de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una
pelota en medio de la calzada.
Y
toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora
balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le
habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle,
desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le
había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos,
cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su
vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa
demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque
es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira!
Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras,
y amor, amor…
–Pero,
Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? –había preguntado Luis.
Ahora
habría sabido contestarle:
–¡El
árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.