jueves, 30 de junio de 2022

El árbol

María Luisa Bombal

 

El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.

“Mozart, tal vez” –piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”.

Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.

¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

–Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.

¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. “Eres un collar –le decía Luis–. Eres como un collar de pájaros”.

Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto…

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.

Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

–No tienes corazón, no tienes corazón –solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado–. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado –protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde–. ¿Por qué te has casado conmigo?

–Porque tienes ojos de venadito asustado –contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!

–Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rio? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .

–Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”.

Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero –era curioso– apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.

Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

–Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.

–¡Si tuviera amigas! –suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis –¿por qué no había de confesárselo a sí misma?– se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.

Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

–Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.

–Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.

–Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis…

–¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?

–Nada.

–¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?

–Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.

Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

–Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?

–¿Sola?

–Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

–¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

–Tengo sueño… –había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.

Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

–¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

–Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.

–¿Quieres que salgamos esta noche?…

–¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?

–¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?

–¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame…

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.

Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.

Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo –murmuraba desorientada–, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.

Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.

Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.

¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?

El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

–Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?

Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

–En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”…

Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!

Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.

¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje –siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río– y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.

Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.

¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.

“Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…”

Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?

¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?

No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.

Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.

¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor…

–Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? –había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

–¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

 

Vida interminable

Isabel Allende

 

Hay toda clase de historias. Algunas nacen al ser contadas, su substancia es el lenguaje y antes de que alguien las ponga en palabras son apenas una emoción, un capricho de la mente, una imagen o una intangible reminiscencia. Otras vienen completas, como manzanas, y pueden repetirse hasta el infinito sin riesgo de alterar su sentido. Existen unas tomadas de la realidad y procesadas por la inspiración, mientras otras nacen de un instante de inspiración y se convierten en realidad al ser contadas. Y hay historias secretas que permanecen ocultas en las sombras de la memoria, son como organismos vivos, les salen raíces, tentáculos, se llenan de adherencias y parásitos y con el tiempo se transforman en materia de pesadillas. A veces para exorcizar los demonios de un recuerdo es necesario contarlo como un cuento.

Ana y Roberto Blaum envejecieron juntos, tan unidos que con los años llegaron a parecer hermanos; ambos tenían la misma expresión de benevolente sorpresa, iguales arrugas, gestos de las manos, inclinación de los hombros; los dos estaban marcados por costumbres y anhelos similares. Habían compartido cada día durante la mayor parte de sus vidas y de tanto andar de la mano y dormir abrazados podían ponerse de acuerdo para encontrarse en el mismo sueño. No se habían separado nunca desde que se conocieron, medio siglo atrás. En esa época Roberto estudiaba medicina y ya tenía la pasión que determinó su existencia de lavar al mundo y redimir al prójimo, y Ana era una de esas jóvenes virginales capaces de embellecerlo todo con su candor. Se descubrieron a través de la música. Ella era violinista de una orquesta de cámara y él, que provenía de una familia de virtuosos y le gustaba tocar el piano, no se perdía ni un concierto. Distinguió sobre el escenario a esa muchacha vestida de terciopelo negro y cuello de encaje que tocaba su instrumento con los ojos cerrados y se enamoró de ella a la distancia. Pasaron meses antes de que se atreviera a hablarle y cuando lo hizo bastaron cuatro frases para que ambos comprendieran que estaban destinados a un vínculo perfecto. La guerra los sorprendió antes que alcanzaran a casarse y, como millares de judíos alucinados por el espanto de las persecuciones, tuvieron que escapar de Europa. Se embarcaron en un puerto de Holanda, sin más equipaje que la ropa puesta, algunos libros de Roberto y el violín de Ana. El buque anduvo dos años a la deriva, sin poder atracar en ningún muelle, porque las naciones del hemisferio no quisieron aceptar su cargamento de refugiados. Después de dar vueltas por varios mares, arribó a las costas del Caribe. Para entonces tenía el casco como una coliflor de conchas y líquenes, la humedad rezumaba de su interior en un moquilleo persistente, sus máquinas se habían vuelto verdes y todos los tripulantes y pasajeros –menos Ana y Roberto defendidos de la desesperanza por la ilusión del amor– habían envejecido doscientos años. El capitán, resignado a la idea de seguir deambulando eternamente, hizo un alto con su carcasa de transatlántico en un recodo de la bahía, frente a una playa de arenas fosforescentes y esbeltas palmeras coronadas de plumas, para que los marineros descendieran en la noche a cargar agua dulce para los depósitos. Pero hasta allí no más llegaron. Al amanecer del día siguiente fue imposible echar a andar las máquinas, corroídas por el esfuerzo de moverse con una mezcla de agua salada y pólvora, a falta de combustibles mejores. A media mañana aparecieron en una lancha las autoridades del puerto más cercano, un puñado de mulatos alegres con el uniforme desabrochado y la mejor voluntad, que de acuerdo con el reglamento les ordenaron salir de sus aguas territoriales, pero al saber la triste suerte de los navegantes y el deplorable estado del buque le sugirieron al capitán que se quedaran unos días allí tomando el sol, a ver si de tanto darles rienda los inconvenientes se arreglaban solos, como casi siempre ocurre. Durante la noche todos los habitantes de esa nave desdichada descendieron en los botes, pisaron las arenas cálidas de aquel país cuyo nombre apenas podían pronunciar, y se perdieron tierra adentro en la voluptuosa vegetación, dispuestos a cortarse las barbas, despojarse de sus trapos mohosos y sacudirse los vientos oceánicos que les habían curtido el alma.

Así comenzaron Ana y Roberto Blaum sus destinos de inmigrantes, primero trabajando de obreros para subsistir y más tarde, cuando aprendieron las reglas de esa sociedad voluble, echaron raíces y él pudo terminar los estudios de medicina interrumpidos por la guerra. Se alimentaban de banana y café y vivían en una pensión humilde, en un cuarto de dimensiones escasas, cuya ventana enmarcaba un farol de la calle. Por las noches Roberto aprovechaba esa luz para estudiar y Ana para coser. Al terminar el trabajo él se sentaba a mirar las estrellas sobre los techos vecinos y ella le tocaba en su violín antiguas melodías, costumbre que conservaron como forma de cerrar el día. Años después, cuando el nombre de Blaum fue célebre, esos tiempos de pobreza se mencionaban como referencia romántica en los prólogos de los libros o en las entrevistas de los periódicos. La suerte les cambió, pero ellos mantuvieron su actitud de extrema modestia, porque no lograron borrar las huellas de los sufrimientos pasados ni pudieron librarse de la sensación de precariedad propia del exilio. Eran los dos de la misma estatura, de pupilas claras y huesos fuertes. Roberto tenía aspecto de sabio, una melena desordenada le coronaba las orejas, llevaba gruesos lentes con marcos redondos de carey, usaba siempre un traje gris, que reemplazaba por otro igual cuando Ana renunciaba a seguir zurciendo los puños, y se apoyaba en un bastón de bambú que un amigo le trajo de la India. Era un hombre de pocas palabras, preciso al hablar como en todo lo demás, pero con un delicado sentido del humor que suavizaba el peso de sus conocimientos. Sus alumnos habrían de recordarlo como el más bondadoso de los profesores. Ana poseía un temperamento alegre y confiado, era incapaz de imaginar la maldad ajena y por eso resultaba inmune a ella. Roberto reconocía que su mujer estaba dotada de un admirable sentido práctico y desde el principio delegó en ella las decisiones importantes y la administración del dinero. Ana cuidaba de su marido con mimos de madre, le cortaba el cabello y las uñas, vigilaba su salud, su comida y su sueño, estaba siempre al alcance de su llamado. Tan indispensable les resultaba a ambos la compañía del otro, que Ana renunció a su vocación musical, porque la habría obligado a viajar con frecuencia, y sólo tocaba el violín en la intimidad de la casa. Tomó la costumbre de ir con Roberto en las noches a la morgue o a la biblioteca de la universidad donde él se quedaba investigando durante largas horas. A los dos les gustaba la soledad y el silencio de los edificios cerrados.

Después regresaban caminando por las calles vacías hasta el barrio de pobres donde se encontraba su casa. Con el crecimiento descontrolado de la ciudad ese sector se convirtió en un nido de traficantes, prostitutas y ladrones, donde ni los carros de la policía se atrevían a circular después de la puesta del sol, pero ellos lo cruzaban de madrugada sin ser molestados. Todo el mundo los conocía. No había dolencia ni problema que no fueran consultados con Roberto y ningún niño había crecido allí sin probar las galletas de Ana. A los extraños alguien se encargaba de explicarles desde un principio que por razones de sentimiento los viejos eran intocables. Agregaban que los Blaum constituían un orgullo para la Nación, que el Presidente en persona había condecorado a Roberto y que eran tan respetables, que ni siquiera la Guardia los molestaba cuando entraba al vecindario con sus máquinas de guerra, allanando las casas una por una.

Yo los conocí al final de la década de los sesenta, cuando en su locura mi madrina se abrió el cuello con una navaja. La llevamos al hospital desangrándose a borbotones, sin que nadie alentara esperanza real de salvarla, pero tuvimos la buena suerte de que Roberto Blaum estaba allí y procedió tranquilamente a coserle la cabeza en su lugar. Ante el asombro de los otros médicos, mi madrina se repuso. Pasé muchas horas sentada junto a su cama durante las semanas de convalecencia y hubo varias ocasiones de conversar con Roberto. Poco a poco iniciamos una sólida amistad. Los Blaum no tenían hijos y creo que les hacía falta, porque con el tiempo llegaron a tratarme como si yo lo fuera. Iba a verlos a menudo, rara vez de noche para no aventurarme sola en ese vecindario; ellos me agasajaban con algún plato especial para el almuerzo. Me gustaba ayudar a Roberto en el jardín y a Ana en la cocina. A veces ella cogía su violín y me regalaba un par de horas de música. Me entregaron la llave de su casa y cuando viajaban yo les cuidaba al perro y les regaba las plantas.

Los éxitos de Roberto Blaum habían empezado temprano, a pesar del atraso que la guerra impuso a su carrera. A una edad en que otros médicos se inician en los quirófanos, él ya había publicado algunos ensayos de mérito, pero su notoriedad comenzó con la publicación de su libro sobre el derecho a una muerte apacible. No le tentaba la medicina privada, salvo cuando se trataba de algún amigo o vecino, y prefería practicar su oficio en los hospitales de indigentes, donde podía atender a un número mayor de enfermos y aprender cada día algo nuevo. Largos turnos en los pabellones de moribundos le inspiraron una compasión por esos cuerpos frágiles encadenados a las máquinas de vivir, con el suplicio de agujas y mangueras, a quienes la ciencia les negaba un final digno con el pretexto de que se debe mantener el aliento a cualquier costo. Le dolía no poder ayudarlos a dejar este mundo y estar obligado, en cambio, a retenerlos contra su voluntad en sus camas agonizantes. En algunas ocasiones el tormento impuesto a uno de sus enfermos se le hacía tan insoportable, que no lograba apartarlo ni un instante de su mente. Ana debía despertarlo, porque gritaba dormido. En el refugio de las sábanas él se abrazaba a su mujer, la cara hundida en sus senos, desesperado.

–¿Por qué no desconectas los tubos y le alivias los padecimientos a ese pobre infeliz? Es lo más piadoso que puedes hacer. Se va a morir de todos modos, tarde o temprano…

–No puedo, Ana. La ley es muy clara, nadie tiene derecho a la vida de otro, pero para mí esto es un asunto de conciencia.

–Ya hemos pasado antes por esto y cada vez vuelves a sufrir los mismos remordimientos. Nadie lo sabrá, será cosa de un par de minutos.

Si en alguna oportunidad Roberto lo hizo, sólo Ana lo supo.

Su libro proponía que la muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara inservible, mientras el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos. La agonía, como el nacimiento, es una etapa del viaje y merece la misma misericordia. No hay la menor virtud en prolongar los latidos y temblores de un cuerpo más allá del fin natural, y la labor del médico debe ser facilitar el deceso, en vez de contribuir a la engorrosa burocracia de la muerte. Pero tal decisión no podía depender sólo del discernimiento de los profesionales o la misericordia de los parientes, era necesario que la ley señalara un criterio.

La proposición de Blaum provocó un alboroto de sacerdotes, abogados y doctores. Pronto el asunto trascendió de los círculos científicos e invadió la calle, dividiendo las opiniones. Por primera vez alguien hablaba de ese tema, hasta entonces la muerte era un asunto silenciado, se apostaba a la inmortalidad, cada uno con la secreta esperanza de vivir para siempre. Mientras la discusión se mantuvo a un nivel filosófico, Roberto Blaum se presentó en todos los foros para sostener su alegato, pero cuando se convirtió en otra diversión de las masas, él se refugió en su trabajo, escandalizado ante la desvergüenza con que explotaron su teoría con fines comerciales. La muerte pasó a primer plano, despojada de toda realidad y convertida en alegre motivo de moda.

Una parte de la prensa acusó a Blaum de promover la eutanasia y comparó sus ideas con las de los nazis, mientras otra parte lo aclamó como a un santo. Él ignoró el revuelo y continuó sus investigaciones y su labor en el hospital. Su libro se tradujo a varias lenguas y se difundió en otros países, donde el tema también provocó reacciones apasionadas. Su fotografía salía con frecuencia en las revistas de ciencia. Ese año le ofrecieron una cátedra en la Facultad de Medicina y pronto se convirtió en el profesor más solicitado por los estudiantes. No había ni asomo de arrogancia en Roberto Blaum, tampoco el fanatismo exultante de los administradores de las revelaciones divinas, sólo la apacible certeza de los hombres estudiosos. Mientras mayor era la fama de Roberto, más recluida era la vida de los Blaum. El impacto de esa breve celebridad los asustó y acabaron por admitir a muy pocos en su círculo más íntimo.

La teoría de Roberto fue olvidada por el público con la misma rapidez con que se puso de moda. La ley no fue cambiada, ni siquiera se discutió el problema en el Congreso, pero en el ámbito académico y científico el prestigio del médico aumentó. En los siguientes treinta años Blaum formó varias generaciones de cirujanos, descubrió nuevas drogas y técnicas quirúrgicas y organizó un sistema de consultorios ambulantes, carromatos, barcos y avionetas equipados con todo lo necesario para atender desde partos hasta epidemias diversas, que recorrían el territorio nacional llevando socorro hasta las zonas más remotas, allá donde antes sólo los misioneros habían puesto los pies. Obtuvo incontables premios, fue rector de la universidad durante una década y Ministro de Salud durante dos semanas, tiempo que demoró en juntar las pruebas de la corrupción administrativa y el despilfarro de los recursos y presentarlas al Presidente, quien no tuvo más alternativa que destituirlo, porque no se trataba de sacudir los cimientos del gobierno para darle gusto a un idealista. En esas décadas Blaum continuó las investigaciones con moribundos. Publicó varios artículos sobre la obligación de decir la verdad a los enfermos graves, para que tuvieran tiempo de acomodar el alma y no se fueran pasmados por la sorpresa de morirse, y sobre el respeto debido a los suicidas y las formas de poner fin a la propia vida sin dolores ni estridencias inútiles.

El nombre de Blaum volvió a pronunciarse por las calles cuando fue publicado su último libro, que no sólo remeció a la ciencia tradicional, sino que provocó una avalancha de ilusiones en todo el país. En su larga experiencia en hospitales Roberto había tratado a innumerables pacientes de cáncer y observó que mientras algunos eran derrotados por la muerte, con el mismo tratamiento otros sobrevivían. En su libro, Roberto intentaba demostrar la relación entre el cáncer y el estado de ánimo, y aseguraba que la tristeza y la soledad facilitan la multiplicación de las células fatídicas, porque cuando el enfermo está deprimido bajan las defensas del cuerpo, en cambio si tiene buenas razones para vivir su organismo lucha sin tregua contra el mal. Explicaba que la cura, por lo tanto, no puede limitarse a la cirugía, la química o recursos de boticario, que atacan sólo las manifestaciones físicas, sino que debe contemplar sobre todo la condición del espíritu. El último capítulo sugería que la mejor disposición se encuentra en aquellos que cuentan con una buena pareja o alguna otra forma de cariño, porque el amor tiene un efecto benéfico que ni las drogas más poderosas pueden superar.

La prensa captó de inmediato las fantásticas posibilidades de esta teoría y puso en boca de Blaum cosas que él jamás había dicho. Si antes la muerte causó un alboroto inusitado, en esta ocasión algo igualmente natural fue tratado como novedad. Le atribuyeron al amor virtudes de Piedra Filosofal y dijeron que podía curar todos los males. Todos hablaban del libro, pero muy pocos lo leyeron. La sencilla suposición de que el afecto puede ser bueno para la salud se complicó en la medida en que todo el mundo quiso agregarle o quitarle algo, hasta que la idea original de Blaum se perdió en una maraña de absurdos, creando una confusión colosal en el público. No faltaron los pícaros que intentaron sacarle provecho al asunto, apoderándose del amor como si fuera un invento propio. Proliferaron nuevas sectas esotéricas, escuelas de psicología, cursos para principiantes, clubes para solitarios, píldoras de la atracción infalible, perfumes devastadores y un sinfín de adivinos de pacotilla que usaron sus barajas y sus bolas de vidrio para vender sentimientos de cuatro centavos. Apenas descubrieron que Ana y Roberto Blaum eran una pareja de ancianos conmovedores, que habían estado juntos mucho tiempo y que conservaban intactas la fortaleza del cuerpo, las facultades de la mente y la calidad de su amor, los convirtieron en ejemplos vivientes. Aparte de los científicos que analizaron el libro hasta la extenuación, los únicos que lo leyeron sin propósitos sensacionalistas fueron los enfermos de cáncer; sin embargo, para ellos la esperanza de una curación definitiva se convirtió en una burla atroz, porque en verdad nadie podía indicarles dónde hallar el amor, cómo obtenerlo y mucho menos la forma de preservarlo. Aunque tal vez la idea de Blaum no carecía de lógica, en la práctica resultaba inaplicable.

Roberto estaba consternado ante el tamaño del escándalo, pero Ana le recordó lo ocurrido antes y lo convenció de que era cuestión de sentarse a esperar un poco, porque la bulla no duraría mucho. Así ocurrió. Los Blaum no estaban en la ciudad cuando el clamor se desinfló. Roberto se había retirado de su trabajo en el hospital y en la universidad, pretextando que estaba cansado y que ya tenía edad para hacer una vida más tranquila. Pero no logró mantenerse ajeno a su propia celebridad, su casa se veía invadida por enfermos suplicantes, periodistas, estudiantes, profesores, y curiosos que llegaban a toda hora. Me dijo que necesitaba silencio, porque pensaba escribir otro libro, y lo ayudé a buscar un lugar apartado donde refugiarse. Encontramos una vivienda en La Colonia, una extraña aldea incrustada en un cerro tropical, réplica de algún villorrio bávaro del siglo diecinueve, un desvarío arquitectónico de casas de madera pintada, relojes de cucú, macetas de geranios y avisos con letras góticas, habitada por una raza de gente rubia con los mismos trajes tiroleses y mejillas rubicundas que sus bisabuelos trajeron al emigrar de la Selva Negra. Aunque ya entonces La Colonia era la atracción turística que hoy es, Roberto pudo alquilar una propiedad aislada donde no llegaba el tráfico de los fines de semana. Me pidieron que me hiciera cargo de sus asuntos en la capital, yo colectaba el dinero de su jubilación, las cuentas y el correo. Al principio los visité con frecuencia, pero pronto me di cuenta que en mi presencia mantenían una cordialidad algo forzada, muy diferente a la bienvenida calurosa que antes me prodigaban. No pensé que se tratara de algo contra mí, ni mucho menos, siempre conté con su confianza y su estima, simplemente deduje que deseaban estar solos y preferí comunicarme con ellos por teléfono y por carta.

Cuando Roberto Blaum me llamó por última vez, hacía un año que no los veía. Hablaba muy poco con él, pero mantenía largas conversaciones con Ana. Yo le daba noticias del mundo y ella me contaba de su pasado, que parecía irse tornando cada vez más vívido para ella, como si todos los recuerdos de antaño fueran parte de su presente en el silencio que ahora la rodeaba. A veces me hacía llegar por diversos medios galletas de avena que horneaba para mí y bolsitas de lavanda para perfumar los armarios. En los últimos meses me enviaba también delicados regalos: un pañuelo que le dio su marido muchos años atrás, fotografías de su juventud, un prendedor antiguo. Supongo que eso, más el deseo de mantenerme alejada y el hecho de que Roberto eludiera hablar del libro en preparación, debieron darme las claves, pero en verdad no imaginé lo que estaba sucediendo en aquella casa de las montañas. Más tarde, cuando leí el diario de Ana, me enteré de que Roberto no escribió una sola línea. Durante todo ese tiempo se dedicó por entero a amar a su mujer, pero eso no logró desviar el curso de los acontecimientos.

En los fines de semana el viaje a La Colonia se convierte en un peregrinaje de coches con los motores calientes que avanzan a vuelta de las ruedas, pero durante los otros días, sobre todo en la temporada de lluvias, es un paseo solitario por una ruta de curvas cerradas que corta las cimas de los cerros, entre abismos sorpresivos y bosques de cañas y palmas. Esa tarde había nubes atrapadas entre las colinas y el paisaje parecía de algodón. La lluvia había callado a los pájaros y no se oía más que el sonido del agua contra los cristales. Al ascender refrescó el aire y sentí la tormenta suspendida en la niebla, como un clima de otra latitud. De pronto, en un recodo del camino apareció aquel villorrio de aspecto germano, con sus techos inclinados para soportar una nieve que jamás caería. Para llegar donde los Blaum había que atravesar todo el pueblo, que a esa hora parecía desierto. Su cabaña era similar a todas las demás, de madera oscura, con aleros tallados y ventanas con cortinas de encaje, al frente florecía un jardín bien cuidado y atrás se extendía un pequeño huerto de fresas. Corría una ventisca fría que silbaba entre los árboles, pero no vi humo en la chimenea. El perro, que los había acompañado durante años, estaba echado en el porche y no se movió cuando lo llamé, levantó la cabeza y me miró sin mover la cola, como si no me reconociera, pero me siguió cuando abrí la puerta, que estaba sin llave, y crucé el umbral. Estaba oscuro. Tanteé la pared buscando el interruptor y encendí las luces. Todo se veía en orden, había ramas frescas de eucalipto en los jarrones, que llenaban el aire de un olor limpio. Atravesé la sala de esa vivienda de alquiler, donde nada delataba la presencia de los Blaum, salvo las pilas de libros y el violín, y me extrañó de que en año y medio mis amigos no hubieran implantado sus personalidades al lugar donde vivían.

Subí la escalera al ático, donde estaba el dormitorio principal, una pieza amplia, con altos techos de vigas rústicas, papel desteñido en los muros y muebles ordinarios de vago estilo provenzal. Una lámpara de velador alumbraba la cama, sobre la cual yacía Ana, con el vestido de seda azul y el collar de corales que tantas veces le vi usar. Tenía en la muerte la misma expresión de inocencia con que aparece en la fotografía de su boda, tomada mucho tiempo atrás, cuando el capitán del barco la casó con Roberto a setenta millas de la costa, esa tarde espléndida en que los peces voladores salieron del mar para anunciarles a los refugiados que la tierra prometida estaba cerca. El perro que me había seguido, se encogió en un rincón gimiendo suavemente.

Sobre la mesa de noche, junto a un bordado inconcluso y al diario de vida de Ana, encontré una nota de Roberto dirigida a mí, en la cual me pedía que me hiciera cargo de su perro y que los enterrara en el mismo ataúd en el cementerio de esa aldea de cuentos. Habían decidido morir juntos, porque ella estaba en la última fase de un cáncer y preferían viajar a otra etapa tomados de la mano, como siempre habían estado, para que en el instante fugaz en que el espíritu se desprende no corrieran el riesgo de perderse en algún vericueto del vasto universo.

Recorrí la casa en busca de Roberto. Lo encontré en una pequeña habitación detrás de la cocina, donde tenía su estudio, sentado ante un escritorio de madera clara, con la cabeza entre las manos, sollozando. Sobre la mesa estaba la jeringa con que inyectó el veneno a su mujer, cargada con la dosis destinada para él. Le acaricié la nuca, levantó la vista y me miró largamente. Supongo que quiso evitarle a Ana los sufrimientos del final y preparó la partida de ambos de modo que nada alterara la serenidad de ese instante, limpió la casa, cortó ramas para los jarrones, vistió y peinó a su mujer y cuando estuvo todo dispuesto le colocó la inyección. Consolándola con la promesa de que pocos minutos después se reuniría con ella, se acostó a su lado y la abrazó hasta tener la certeza de que ya no vivía. Llenó de nuevo la jeringa, se subió la manga de la camisa y tanteó la vena, pero las cosas no resultaron como las había planeado. Entonces me llamó.

–No puedo hacerlo, Eva. Sólo a ti puedo pedírtelo… Por favor, ayúdame a morir.