Arkadi Avérchenko
La
víspera de Navidad.
El frío era muy intenso, el viento atacaba
furioso las casas y los árboles y no perdonaba a los transeúntes, que hacían
todo lo posible para librar de sus ataques las mejillas, la nariz y la frente.
Cuando se cansaba de callejear, se encaramaba sobre los altos edificios, en
busca de un campo de acción más despejado, más abierto, y daba rienda suelta a
su furia salvaje, rugía como un león, saltaba de tejado en tejado, se colaba
por las chimeneas.
El novelista Dojov y el pintor Poltorakin
marchaban por la acera, cubierta de nieve, envueltos en buenos abrigos.
Iban a una fiesta infantil que se
celebraba aquella noche en casa del editor Sidayev, y pensaban con placer en la
grata velada que les esperaba en los ricos y tibios salones, ante el árbol de
Navidad, rodeados de niños felices, alegres.
El frío arreciaba.
–Es muy difícil escribir cuentos de
Navidad –decía Dojov–. O hay que desarrollar un asunto vulgar, o pintar una
serie de horrores más vulgar aún…
De pronto se detuvo y volvió la cabeza
hacia las gradas de una casa de la acera opuesta, medio cubiertas de nieve.
–¡Mira! ¿Qué es eso?
–¿El qué?
–Ese bulto, en las gradas… A la derecha,
en el fondo…
Los dos amigos se acercaron y vieron
acurrucado en el rincón a un muchacho.
–¿Qué haces ahí?
–¡Eh, chico! ¿Qué haces ahí, a estas
horas?
El muchacho se removió, y surgieron de
entre los andrajos que lo cubrían una manita roja de frío y una cara de ojos
brillantes, mojados de lágrimas. Debía de tener ocho o nueve años.
–¡Me muero de frío! –balbuceó,
castañeteando los dientes.
–¡No es extraño! –comentó, compasivo, el
pintor–. Mira qué miserables harapos…
El novelista se inclinó, pensativo, sobre
el muchacho.
–¡Poltorakin! –preguntó con acento solemne–.
Esta noche es Nochebuena, ¿no?
–Sí, Nochebuena.
–Pues… ¡ya ves!
–Sí, ya veo…
El novelista señaló al chiquillo.
–¿Te has hecho cargo…?
–¿De qué?
–¡Qué torpe eres! ¡Este es el niño que se
muere de frío!
–¡Vaya una noticia!
–Este es el famoso muchacho que se muere
de frío en Nochebuena –añadió el novelista, en el tono de un hombre que acaba
de hacer un importante descubrimiento científico–. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo
con mis propios ojos!
El pintor se inclinó también sobre la
pobre criatura.
–¡Sí, no hay duda –dijo, examinándola
atentamente–, es él en persona! Mañana es Navidad, si no mienten nuestros
calendarios… Y no deben de mentir, cuando Sidayev nos ha invitado…
–Quizá haya por aquí algún árbol de
Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La música, la sala iluminada, los
alegres gritos de los niños en torno del árbol y, a algunos pasos de distancia,
un pobre muchacho muriéndose de frío…
–¡Mira! –gritó el pintor–. En aquella
casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la cuarta, quinta y sexta
ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un árbol de Navidad
iluminado.
–¡Entonces, todo está en regla!
–¿Qué?
–Que parece un cuento de Navidad… ¡Es
curioso! He leído y hasta he escrito una porción de cuentos sobre el
tradicional muchacho que se muere de frío en Nochebuena, pero no lo había visto
nunca.
–Sí, se abusa un poco de ese asunto. Basta
abrir en estos días cualquier periódico para tropezarse con un muchacho helado,
protagonista de una narración sentimental.
–Desde hace algunos años suelen leerse
también, en estos días, sátiras más o menos ingeniosas de tal abuso; pero esas
sátiras también se han hecho ya vulgares. Ningún escritor que se respete se
atreve a servirse, ni en broma ni en serio, del tradicional muchacho.
–Sí, es verdad… Si contamos en casa de
Sidayev que acabamos de ver a un muchacho muriéndose de frío, como en los
cuentos de Navidad, no nos creen.
–Se echan a reír.
–Se burlan de nosotros.
–Se encogen de hombros.
–No, más vale no contarlo. ¡Un niño que se
muere de frío! ¡Qué vulgaridad! Es una cosa que no puede tomar en serio ninguna
persona dotada de un poco de gusto literario.
–Figúrate –dijo el novelista– que se
encuentran a esta criatura unos obreros, unos hombres toscos e iletrados, que
no han leído nunca cuentos de Navidad. Se la llevan a su casa; le dan de cenar,
le iluminan un arbolito… Y mañana se despierta en una cama limpia y caliente, y
ve inclinado sobre él a un obrero de hirsuta barba, que le sonríe con ternura…
El pintor miró al novelista con ojos burlones.
–¡Caramba, qué improvisación! ¡A que
acabas por escribir algo sobre el tradicional muchacho!
El novelista se rio.
–Sí, le he dado rienda suelta a mi
imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto todo lo vulgar. ¡Vámonos!
–Pero… ¿vamos a dejar helarse a este niño?
Podíamos llevarlo a algún sitio donde pudiese entrar en calor y cenar…
–Sí, sí –repuso, irónico, mordaz, el
novelista–. Y mañana se despertaría en la camita caliente y vería inclinado
sobre sí el rostro barbudo… como en los cuentos de Navidad.
Estas sarcásticas palabras azoraron mucho
al pintor, que no se atrevió a insistir.
–Bueno, como quieras… Sigamos nuestro
camino.
Y los dos amigos se alejaron, reanudando
la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El
muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió
cubriéndolo…
El pobre no sabía que era –¡pícara suerte!–
un asunto vulgar.
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