Gabriel García Márquez
Cuando murió don José Montiel todo el
mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que
todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en
duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas
de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado,
vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció
tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa
de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso
que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo
familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo
el muerto.
Después del entierro,
lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera
muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por
la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su
cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos
detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a
consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba
también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para
recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones
religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal.
Su hijo –desde su puesto consular de Alemania– y sus dos hijas, desde París, mandaron
telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta
multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes
de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a
los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre
que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de
un resentimiento. “Me encerraré para siempre –pensaba–. Para mí, es como si me hubieran
metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.”
Era sincera.
Aquella mujer frágil,
lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con
el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia,
no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de
que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas
que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario
empezar por el principio.
Entre los innumerables
secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación
de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio,
apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la
cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas
cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que
faltaba –pensó–. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo
que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día hizo un esfuerzo de concentración,
llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda
explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja
fuerte.
La viuda de Montiel
lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía
perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel.
El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado
de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido
había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa.
La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso
lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses
de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día –los ojos
enrojecidos e hinchados de tanto llorar– se dio cuenta de que el señor Carmichael
entraba a la casa con el paraguas abierto.
–Cierre ese paraguas,
señor Carmichael –le dijo–. Después de todas las desgracias que tenemos, sólo nos
faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.
El señor Carmichael
puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de
blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión
de los callos.
–Es sólo mientras se
seca.
Por primera vez desde
que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
–Tantas desgracias,
y además este invierno –murmuró, mordiéndose las uñas–. Parece que no va a escampar
nunca.
–No escampará ni hoy
ni mañana –dijo el administrador–. Anoche no me dejaron dormir los callos.
Ella confiaba en las
predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita
desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro
de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras
sin límites, y con los infinitos compromisos que heredó de su esposo y que nunca
lograría comprender.
–El mundo está mal hecho
–sollozó.
Quienes la visitaron
por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca
fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella
pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo
a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido
tiempo de terminar el mundo.
–Ha debido aprovechar
ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas –decía–. Al fin y al cabo,
le quedaba toda la eternidad para descansar.
La única diferencia,
después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para
concebir pensamientos.
Así, mientras la viuda
de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir
el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel,
que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias.
En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados
en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en
los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas
y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de asesinatos
y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco
tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, José Montiel era
un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la
vida en calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó
de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta
regalar al templo un san José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas
después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le vio
usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo
y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó
por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor
de hombre gordo no despertaba la menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos
en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A
los ricos les dieron un plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando
la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina
sofocante, Mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba
la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.
–Ese hombre es un criminal
–le decía–. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia
que no va a dejar un ser humano en el pueblo.
Y José Montiel, tan
atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: “No seas pendeja.” En
realidad, su negocio no era la muerte de los pobres sino la expulsión de los ricos.
Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo
para abandonar el pueblo, José Montiel les compraba sus tierras y ganados por un
precio que él mismo se encargaba de fijar.
–No seas tonto –le decía
su mujer–. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte,
y ellos no te lo agradecerán nunca.
Y José Montiel, que
ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:
–Vete para tu cocina
y no me friegues tanto.
A ese ritmo, en menos
de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y
poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto
consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar
seis años de su desaforada riqueza.
Después de que se cumplió
el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo
el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. “Otra vez los
bandoleros –decían–. Ayer cargaron con un lote de 50 novillos.” Inmóvil en el mecedor,
mordiéndose las uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.
–Yo te lo decía, José
Montiel –decía, hablando sola–. Éste es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente
en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda.
Nadie volvió a la casa.
El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover,
fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas
cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias
cartas al hijo de José Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse
al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales
sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el
hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar por temor
de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la
viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina.
–Mejor –dijo ella–.
Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que
le haga falta y déjeme morir tranquila.
Su único contacto con
el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines
de cada mes. “Éste es un pueblo maldito –les decía–. Quédense allá para siempre
y no se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices.” Sus hijas
se turnaban para contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían
sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas
en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. “Esto
es la civilización –decían–. Allá, en cambio, no es un buen medio para nosotras.
Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones
políticas.” Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada
frase con la cabeza.
En cierta ocasión, sus
hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mataban unos
cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas
de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: “Imagínate,
que el clavel más grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo.” Leyendo
aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a
su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador
eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de noche unas
tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho,
irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió
el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo.
Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida
con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y
entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el
regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
–¿Cuándo me voy a morir?
La Mamá Grande levantó
la cabeza.
–Cuando te empiece el
cansancio del brazo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario