Vicente Blasco Ibáñez
A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba
en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones,
que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado
con carne humana.
Levantábanse de la almohada
trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían
arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos
e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por “petates” en el
mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.
En las extensas piezas,
junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando
el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos,
las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos:
los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus
rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los
ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas
con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada
verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión
de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas
del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas,
de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas
rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre
los rojos ladrillos.
A aquella hora asomaban
en “las piezas” las galoneadas gorras de los empleados, saludados con el respeto
que inspira la autoridad donde impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño,
con sus birretes blancos escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban
los “quinceneros” la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra la mugre
y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil dejaba como rastro de vida
al agitarse dentro del sombrío edificio.
Los “quinceneros” eran
la última capa de aquella sociedad de miserables, los parias de la esclavitud, los
desheredados de la cárcel. El último de los presos resultaba para ellos un personaje
feliz, y le contemplaban con envidia al verle inmóvil en “la pieza”, haciendo calcetas
con estrambóticos arabescos o tejiendo cestillos de abigarrados colores.
Con la escoba al hombro
y arrastrando los cubos de agua, pasaban macilentos y humildes ante los penados,
pensando en cuándo llegarían a ser “de causa” y tendrían el honor de sentarse en
el banquillo de la Audiencia por “algo gordo”, librándose con esto de doblar todo
el día el espinazo sobre los rojos baldosines e ir pieza tras pieza lavando el hediondo
piso sin quitar la vista del cabo y del cimbreante vergajo, pronto a arrollarse
al cuerpo como angulosa serpiente. Iban descalzos, andrajosos, mostrando por los
boquetes de la blusa la carne costrosa, libre de camisa, con la cara pálida, la
piel temblona por el hambre de muchos años y el horrible aspecto de náufragos arrojados
a una isla desierta. Eran los chicos de la cárcel, los que se preparaban a ser hombres
en aquel horrible antro, siempre condenados a quince días de arresto que no terminaban
nunca, pues apenas los ponían en la puerta y aspiraban el aire de las calles, la
policía, como madre amorosa, devolvíalos a la cárcel, para atribuirse un servicio
más e impedir que la adolescencia desamparada aprendiese malas cosas rodando por
el mundo.
Eran en su mayoría seres
repulsivos: frentes angostas con un cerquillo de cabellos rebeldes que sombreaban
como manojo de púas las rectas cejas; rostros en los que parecía leerse la fatal
herencia de varias generaciones de borrachos y homicidas; carne nacida del libertinaje
brutal, que estaba aderezándose para ser pasto del presidio; pero entre ellos había
muchachos enclenques e insignificantes, de mirada sin expresión, que parecían esforzarse
por seguir a los compañeros en su oscuro descenso; y extremando la ley de castas
hasta lo inverosímil, resultaban las víctimas de aquellos mismos que pasaban como
esclavos de los presos.
El más infeliz era el
Groguet, un muchacho paliducho y débil por el excesivo crecimiento y sin energías
para protestar. Cargaba con los enormes cubos, y agobiado bajo su peso subía la
interminable escalera, pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la
ciudad, durmiendo en verano sobre los cuévanos del Mercado y apelotonándose en invierno
en el quicio del respiradero de alguna cuadra.
Castigábanle por torpe.
Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase mirando aquel sol que se detenía en
el borde de los sombríos paredones, sin atreverse nunca a bajar hasta el húmedo
suelo; y cuando el vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un “¡mare mehua!”,
y le parecía verla paraeta del Mercado, aquella mesilla coja con la calabaza recién
salida del horno, tras la cual estaba su madre cambiando ochavos por melosas rebanadas
y peleándose por la más leve palabra con todas las de los puestos vecinos que le
hacían competencia.
Ya habían pasado muchos
años, pero él se acordaba, como si estuviera viéndolos, de aquellos ojos sin pestañas,
ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella
mano seca que al acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de
aquella cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora… ahora dormía en una manta
que le prestaba por caridad alguno de “su pieza”; y si en verano se tendía sobre
ella, en invierno servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos
baldosines, resignado a helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.
Niño a pesar de sus
amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez céntimos para una partida de pelota
en el patio o un racimo de uvas, y a la hora del rancho echábase a la espalda la
mano izquierda, y mirando con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su
cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.
Y así vivía, sin estar
aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban a la cárcel quince
días, para volver a meterlo apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de
sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casa solariega: tal vez conocían su afición
a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces viose condenado
a no gozar de libertad más que unas pocas horas cada quince días.
Sabía que le pillaban
por “blasfemo”. ¿Qué sería aquello? Y sin saber por qué, recordaba que los agentes,
cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas, con acompañamiento de interjecciones
en que barajaban a Dios y los santos.
El muchacho, siempre
en la duda de qué significaría su título de “blasfemo”, resignábase con su suerte,
sin sospechar que se publicaban periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados
en que se hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano
“y fuerza a sus órdenes”, prendiendo al terrible criminal conocido por el Groguet.
Y aquel bandido de quince
años iba creciendo en la cárcel, trabajando como una bestia, aprendiendo a ratos
perdidos el caló del crimen, oyendo la novelesca relación de interesantes atracos
y mirando como hombres sublimes a los “carteristas” y “enterradores”, señores muy
listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de oro y que tiraban
el dinero, siendo reverenciados por todos los presos. ¡Ay, si él pudiese llegar
por el tiempo a la altura de aquellos “tíos”!
Pero sus aspiraciones
eran más modestas. Había nacido para bestia de carga y sólo deseaba que le dejasen
trabajar con tranquilidad; que no fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.
En una de sus salidas
quiso vender periódicos; pero apenas lanzó los primeros gritos, ya tenía en el cuello
la zarpa de un tío bigotudo, de aquel mismo de quien decía en la cárcel la gente
“de la marcha” que poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el
sol en mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.
Otra vez, al cumplir
la quincena, levantó el vuelo y no paró hasta el puerto, donde, con un saco en la
cabeza a guisa de caperuza, dedicábase a la descarga de carbón, andando con la agilidad
de una mona por el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan
ricamente; comía de caliente ¡y con pan! en una taberna; pero a los pocos días quiso
su desgracia que asomase por allí los bigotes uno de sus sayones, y otra vez a la
cárcel, para que pudiera publicarse con fundamento la consabida gacetilla sobre
el terrible Groguet y el inmenso servicio del cabo Fulano “y fuerza a sus órdenes”.
Así iba corrigiéndose
el bandido de sus terribles crímenes, que él no sabía cuáles fuesen; y oyendo a
los ladrones la relación de sus hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de
los asesinos y teniendo que resistir a monstruosas solicitudes que le aterraban,
preparábase para ser hombre honrado cuando la policía le quisiera dejar tranquilo.
No le cogerían más;
estaba decidido; aquélla era la última quincena que pasaría. Cuando terminase, no
se detendría ni un instante en la ciudad: iría al puerto para esconderse en cualquier
barco; se metería bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era
huir lejos, muy lejos, donde no sacasen al Groguet en letras de molde ni le conociera
ningún cabo Fulano.
Y el muchacho, que antes
vivía en la cárcel con resignada indiferencia, esperó impaciente el término de la
quincena.
Por fin llegó el momento.
“El Groguet a la calle, con todo lo que tenga.”
¡Lo que él tenía! Valiente
sarcasmo. Ganas de trabajar, de regenerarse, de verse libre de aquella estúpida
persecución… y nada más.
Se sacudió como un perro
mojado antes de salir de la pieza; no se limpió de los zapatos el polvo de la cárcel,
porque carecía de ellos, y lanzose por el entreabierto rastrillo como un gorrión
fuera de la jaula.
Vamos, que ahora se
fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.
Pero se detuvo en el
umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba él, en la pared de enfrente,
con otro fariseo de su clase, sonriendo los dos como si les complaciera el terror
del muchacho.
Intentó escapar; pero
inmediatamente sintió la velluda zarpa en el cuello y fue zarandeado, con acompañamiento
de… esto y aquello en Dios y la Virgen.
Como medida de previsión,
otra quincena. Y sin dar gracias a la sociedad, que se preocupaba de él para mejorar
su índole perversa, atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña
y de las conversaciones de la cárcel que moralizan.
Iba preso de nuevo por
“blasfemo”. Y lo mejor del caso era que al salir de la cárcel no había abierto la
boca, y únicamente al sumirse de nuevo tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda,
en los ojos enrojecidos y sin pestañas y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba,
abatido, su lamento de los grandes dolores:
–¡Ay, mare mehua!
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