Enrique Anderson Imbert
Ezequiel emprendió un largo
viaje para ver si así se libraba del Otro. Ya en Puerto Rico, de San Juan fue a
la villa de San Germán y por la noche lo pasearon en lancha por la costa del sur,
en la Parguera. La brisa olía a errantes sargazos. Miríadas de noctilucas flagelaban
las bordas en ondas fosforescentes. De golpe pararon los motores y cayó el ancla.
Silencio. Quietud. No más ardentías. El mar, negro negro, negro.
Que tocara el agua, oyó
que le decían (y adivinó que, en la oscuridad, esa boca debía de estar sonriéndose).
No bien mojó los dedos,
de los dedos se extendió en página de algas una caligrafía de luces. Sumergió toda
la mano: al sacarla relumbraba como un aldabón de bronce bruñido. Ahora con las
dos palmas hizo llover para arriba: al asperjar el cielo una aureola vacante buscó
su santo.
Que llenara ese cubo, oyó
que le decía la misma voz sonriente. Ezequiel ya no dudó: el Otro no se había quedado
en Buenos Aires, sino que seguía acompañándolo. Aunque siempre había presentido
su presencia a las espaldas o en el fondo de los espejos, nunca alcanzó a verlo.
Cogió el cubo, lo colmó y, volviéndose rápidamente, arrojó el agua. El agua, toda
reverberante de noctilucas, chocó en el aire y bañó una forma invisible. Por un
instante vio al Otro, revestido de una piel viva, fluida y dorada. Estaba de pie
sobre la cubierta, como el fantasma de una estatua. El rostro era idéntico al de
él, sólo que embellecido por una luminosa sonrisa.
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