Francisco Ayala
¡Qué regocijo! ¡qué
alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de
virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad,
prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.
Aquel
día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia,
sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo
de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse
el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija
única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con
mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa,
y –¡sí, también!– la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores,
línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones
de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no
habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja,
derogada Ley.
Preguntábase
el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia
tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de
casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él,
aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana –él sólo, en toda su
dilatada estirpe– quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable
sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba
en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de
declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas
incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No
logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la
única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le
sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le
planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo
menos, debía justificarla a posteriori con sus actos. Claramente comprendía
estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro
cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un
trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió –como resultado feliz y repentino
de sus cogitaciones– que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y
alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había
ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de
todas las almas.
Ordenóse,
pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho
años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron
por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta
la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos –más, tal vez, de lo imaginable–
el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera
llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos
momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de
su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un
bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el
cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a
enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora
la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato,
restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin
abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario,
a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así;
muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy,
difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba
concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana
mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados,
abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el
cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres
ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de
cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta
formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella.
Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente
ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo,
con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores
para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de
judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la
detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del
consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el
azoramiento de la situación –palabras, por cierto, de significado bastante
ambiguo– ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de
varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y
gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con
escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las
diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con
obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los
miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones,
entre lamentos; negaba siempre. Mas –otro, acaso, no lo habría notado; a él
¿cómo podía escapársele?– se daba buena cuenta el obispo de que esas
invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre
tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios
envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor
Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se
mostraba en circunstancias más tranquilas…
Al
repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento –diligencia ésta
que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio
obispo– acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado
por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien
sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado,
quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y
su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle
aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado,
sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano
de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo,
no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo
las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos
ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a
hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada
relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño
indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía
era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso
hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza
de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?
Bien
sabía esa gente, o lo suponían –pensó ahora el obispo– cuál podía ser su lado
flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No
había intentado, ya al comienzo –y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia!
¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la
Iglesia!–, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita,
una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo
suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a
echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por
ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio
María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó
establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y –torció
su señoría el gesto– prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita
Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el
converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras
quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica;
pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí,
no es digno de mí?
En
alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el
prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a
la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija
única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa,
que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del
sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la
noche. Era –se decía el obispo– el vástago postrero de aquella vieja estirpe a
cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico
de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada
la hora, y casada –si es que alguna vez había de casarse– con un cristiano
viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada,
laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de
esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido
por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla,
libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su
pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta,
no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus
plantas, veía a la niña decirle: “Padre: el pobre Antonio María no es culpable
de nada; yo, padre –¡ella! ¡la inocente!–, yo, padre, sé muy bien que él es
bueno. ¡Sálvalol” Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente,
salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por
la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la
intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica
Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la
escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la
conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero
está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de
ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino
más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden,
retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su
hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano,
le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco,
que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en
cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de
imprudencia.
Resolvió
entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé
Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando
menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su
pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo
proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que
del buen juicio.
El
obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus
escrúpulos. Tal vez –temía–, distraído en los cuidados de su diócesis, había
dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una
espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había
cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor
le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar
para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo
amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que
garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela
demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en
punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino
buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo,
este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que
sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que
sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces,
se desempeñaba, discreto y humilde –tras haber adquirido eminencia en letras
sagradas–, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más
trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre
converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo
labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de
alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas
pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin
sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé
Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros
prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan
familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr.
Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron
provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en
aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la
caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a
él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre
tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la
dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba
el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan
cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo,
precisamente, en aquello –se preguntaba– que él, quizás con error, con
precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y
satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció
confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase
aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su
presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le
había llamado; le había dicho: “Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de
ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … “ Y le contó la escena sumariamente.
El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con
semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: “Cosas, señor, de un
alma generosa”; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo
habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en
seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él –para colmo de
escándalo– le había dicho, se había atrevido a preguntarle: “Y su señoría… ¿no
piensa escuchar la voz de la inocencia?” El obispo –tal fue su conmoción–
prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que
indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo
era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara –¡sería demasiada
audacia!–, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían
atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un
sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera
vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito,
indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar,
pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado
en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan
inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que
compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los
peligros. Si por esta gente fuera –pensó– ya podía perderse la religión: veían
crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo
impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se
quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida
meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se
le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso
descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban
perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que
siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera
los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo,
sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales,
paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo
Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si
no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su
pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le
había llevado a él –y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis– al puesto
de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá
contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda
dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a
la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída
mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su
tío–abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería,
habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y
artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que,
desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos
parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de
la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras
árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma,
dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera,
con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así
también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España,
de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse
por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre
habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos,
en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había
hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el
campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba
engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su
flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido,
los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas
de espanto –un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y
reconocimiento, pero espanto al fin– por el rigor implacable que su prelado
desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado
en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su
Pastor?
–Y,
sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado
la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que
perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera
sido inútil?
Por
lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No
era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple
requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió,
lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto,
recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El
Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni
desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado
increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado
al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando
sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante
tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma
conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste
en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder
revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir,
alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable
para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó
la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero
no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del
mundo cotidiano y perecedero.
Este
episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el
régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos
umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su
concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las
sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el
procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción
cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había
ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora,
amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía
ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los
trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que
debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la
sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda
severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado
establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos,
procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo
faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de
procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un
cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de
la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de
declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al
Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho
alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido
contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo
después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado
mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al
referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío,
Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la
niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones,
adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no
hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una
investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era
testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto
parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se
extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo
hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios
que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en
conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de
rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria –y habían pasado
tres años, durante los cuales creció la niña a mujer–, nunca más había vuelto
Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como
él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había
preguntado, no había pedido –que él supiera– ninguna explicación. Y, por eso
mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a
prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien –para
lamentar ahora su debilidad de entonces– seguir una táctica de entorpecimiento,
pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin,
el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y
generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su
confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de
doctrina? –lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que
había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado
preceptor de su hija… Los pecados de los padres… –pensó, enjugándose la frente.
Una
oleada de ternura compasiva hacia la niña que había crecido sin madre, sola en
la casa silenciosa, aislada de la vulgar chiquillería, y bajo una autoridad
demasiado imponente, inundó el pecho del dignatario. Echó a un lado los
papeles, puso la pluma en la escribanía, se levantó rechazando el sillón hacia
atrás, rodeó la mesa y, con andar callado, salió del despacho, atravesó, una
tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y, en fin, entreabrió con suave
ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía. Allí, en el fondo,
acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz de la mariposa de
aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su mano, sobre la
garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto, en silencio; y
ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un buen rato; luego,
con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se acomodó ante la
mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su conciencia le
mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba, se quedó, sin
poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha interna, la
violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras turbadoras. Al
entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la cabeza
amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los tendidos
brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se abrieron
los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó clavada
en su sitio.
Pero
también el prelado se sentía confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrios con
su manga, mientras entornaba los párpados. Tenía muy presente, vívido en el
recuerdo, lo que acababa de soñar: había soñado –y, precisamente, con Marta–
extravagancias que lo desconcertaban y le producían un oscuro malestar. En
sueños, se había visto encaramado al alminar de una mezquita, desde donde
recitaba una letanía repetida, profusa, entonada y sutilmente burlesca, cuyo
sentido a él mismo se le escapaba. (¿En qué relación podría hallarse este sueño
–pensaba– con la celebrada historieta de su pariente, el falso muecín? ¿Era él,
acaso, también algún falso muecín?) Gritaba y gritaba y seguía gritando las
frases de su absurda letanía. Pero, de pronto, desde el pie de la torre, le
llegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue, mas perfectamente inteligible, que
le decía –y eran palabras bien distintas, aunque remotas–: “Tus méritos, padre –le
decía–, han salvado a nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda
nuestra estirpe” En este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí
estaba Marta, enfrente de la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada,
rnientras que él, sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó
de frotarse los vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos
desparramados sobre la mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente,
interpeló a su hija:
–Ven
acá, Marta –le dijo con voz neutra–, ven, dime: si te dijeran que el mérito de
un cristiano virtuoso puede revertir sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué
dirías tú?
La
muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera
cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este
punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al
despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió:
–La
oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio,
señor.
–Sí,
sí –arguyó el obispo–, sí, pero… ¿a los condenados?
Ella
movió la cabeza:
–¿Cómo
saber quién está condenado, padre?
El
teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho;
asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó
y, en fin, salió de la pieza.
Pero
el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía,
mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de
nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le
vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato
antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el
duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había
querido –soñó– bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para
convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia
implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del
sótano, cuando –soñó– le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir
nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del
tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera
dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero,
y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué
insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse,
pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño,
entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el
enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero
cuando quiso hablar notó que no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y
aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se
sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y –lo que es más
extraño– culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba
inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable
se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por
los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza
para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un
desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus
protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los
indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía,
desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni
suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su
remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le
enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…
El
señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de
cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se
lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo
a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por
un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo
Oficio.
Dictándole
estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones –y ya
se acercaba la hora del mediodía– cuando, para sorpresa de ambos funcionarios,
se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la
sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con
la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del
subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria:
–¿Qué
le ha pasado al Dr. Pérez? –y aguardó en un silencio tenso.
Los
ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la
reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y
el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse
después en una titubeante respuesta:
–¿Qué
es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser.. va a rendir
una declaración. Todos deseamos que no haya motivo… Pero –se repuso, ensayando
un tono de todavía benévola severidad–, ¿qué significa esto, Marta?
–Lo
han preso; está preso. ¿Por qué está preso? –insistió ella, excitada, con la
voz temblona–. Quiero saber qué pasa.
Entonces,
el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja
sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se
puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas
formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que
eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia
estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un
largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse
cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos.
Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la
sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse,
vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la
estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:
–No
me atrevo a pensar –le dijo– que si mi padre hubiera estado en el puesto de
Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.
–¿Qué
quieres decir con eso? –chilló, alarmado, el obispo.
–No
juzguéis, para que no seáis juzgados.
–¿Qué
quieres decir con eso? –repitió, desconcertado.
–Juzgar,
juzgar, juzgar –ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo,
tristísima, abatida, inaudible casi.
–¿Qué
quieres decir con eso? –amenazó, colérico.
–Me
pregunto –respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo– cómo puede
estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta
como la primera.
Esta
vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras:
–¿La
segunda venida? –murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El
obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al
Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la
cabeza.
–Calla
–ordenó el prelado desde su sitial.
Y
ella, crecida, violenta:
–¿Cómo
saber –gritó– si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis,
no se encuentra el Hijo de Dios?
–¡El
Hijo de Dios! –volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado;
contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.
Y
el obispo, aterrado: –¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?
–Sí,
lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.
–Estás
loca; vete.
–¿A
mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar
vivo.
El
señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una
imploración: “¡Asísteme, Padre Abraham!”, e hizo un signo al Secretario. El
Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó
la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el
áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las
uñas.
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