Jacinto Benavente
Sale el actor por delante del telón, pausadamente.
¡Qué
compromiso! Hay días en que se siente uno capaz de las mayores audacias, y nada
le parece imposible.
Y es que yo soy así; hay dos palabras que me
sublevan, me encienden la sangre y me obligan a sentirme capaz de todo: la palabra
difícil y la palabra imposible. Basta que alguien diga de alguna cosa delante de
mí: es difícil, es imposible, para que yo conteste al punto: No hay nada difícil,
no hay nada imposible; yo hago eso; yo lo hago; se discute, se cruzan apuestas…
yo me veo obligado a sostenerlas… y ya estoy metido en un lío… Y el de ahora es
flojo.
Figúrense ustedes que alguien me dijo ayer:
Tú que tienes tantas simpatías en el público, bastante autoridad y mucho desparpajo,
o sea desahogo; vamos a ver, ¿a que no te atreves a presentarte al público y contarle
un cuento… un cuento inmoral, uno de esos cuentos capaces, según frase consagrada,
de ruborizar a un guardia civil? ¡Yo no sé qué motivo puede haber para que la Guardia
Civil sea más refractaria al rubor que cualquier otro Instituto armado; el caso
es que la Guardia Civil y los Carabineros comparten este privilegio. Pero no divaguemos.
¿Un cuento inmoral? ¡Imposible!, exclamaron varios; ya dije antes que la palabra
imposible tiene el privilegio de encenderme la sangre. No hay nada imposible. Y
quedo comprometido a contar el cuento. ¡Y qué cuento! Se eligió por sufragio en
un café de camareras; las camareras tomaron parte en la votación y su voto decidió
del resultado… ¡Valiente cuento! Las pobres chicas sólo le conocían por el título,
y el título les engañó. (No es el primer título que las engaña.) Es un título tan
inocente… parece de un cuento de niños… pero, sí, bueno está el cuentecito… Ya me
lo dirán ustedes; sólo de recordarlo se me sube el pavo… Pero no hay nada imposible.
Difícil, sí; a pesar mío debo confesar que hay algo difícil, y este es uno de los
casos difíciles. Ya sé que ustedes creen seguramente que yo no me atrevo a contar
el cuentecito; por eso están ustedes tan tranquilos y tan sentados, sin disponerse
a despejar el teatro, no sin antes llamarme algo… Pero, ustedes no me conocen. Ustedes
no saben de qué modo la palabra imposible excita mis nervios; todo el azahar del
mundo no bastaría a calmarlos, como todo el azahar del mundo no bastaría a dar a
mi cuento un aspecto inocente. Advierto que empiezan ustedes a ponerse serios; empiezan
ustedes a temer que yo sea capaz de todo. Tranquilícense ustedes; yo contaré el
cuento, no lo duden ustedes; pero mi apuesta no sólo consiste en contarlo, sino
en que ustedes lo escuchen; porque, claro está que contarlo en el vacío no tendría
dificultad ninguna, y ya dije que la palabra difícil me exaspera tanto como la palabra
imposible.
Para que ustedes me escuchen, debo contar el
cuento de cierta manera… Eso es lo difícil; pero no imposible. Advierto que ya están
ustedes tranquilos; pensarán ustedes que, al fin y al cabo, el cuento no tendrá
nada de particular… ¡Ah! El cuento es tremendo; capaz de ruborizar (me horripilan
las frases consagradas) capaz de ruborizar a un acomodador del Salón de Actualidades.
¿Cómo contarlo sin que, al oírlo, las señoras no se levanten como un solo hombre
y los caballeros, por galantería, no se crean en el caso de acompañarlas… y yo me
quede solo, solo ante los acomodadores, que no serán tampoco tan ajenos al rubor
como los del susodicho Salón, avezados al tango con todos sus pormenores? Pues bien;
contaré el cuento, y lo contaré de tal manera que de ustedes exclusivamente dependa
su inmoralidad. Si observan ustedes la actitud conveniente, si saben ustedes protestar
en el momento oportuno, la inmoralidad habrá desaparecido como por encanto y cualquier
novela de la Biblioteca Rosa será un cuento de Boccaccio comparada con mi cuento…
Y va de cuento.
Este era un matrimonio, compuesto, como la
mayor parte de los matrimonios, de una mujer, un marido y un… (ya se adelantan ustedes
con malicia. ¿No les advertí a ustedes que de ustedes depende todo?). De una mujer,
un marido y un niño de pocos meses, de muy pocos… Como en todos los matrimonios,
la mujer no quería nada al marido… ¿Encuentran ustedes demasiado categórica mi afirmación?
Pues bien; yo la sostengo y me ratifico. No hay matrimonio en que la mujer quiera
al marido… ¿Se escandalizan ustedes? ¿Necesitan ustedes una prueba?… En este momento
estoy seguro de que me escuchan infinidad de señoras casadas… Si hay una, una sola,
que quiera a su marido, yo le ruego que se levante y que lo diga en voz muy alta:
“Yo quiero a mi marido.” (Pausa.) ¿Lo ven ustedes? ¡Ni una sola! Ya dije a ustedes
que de su actitud dependía la inmoralidad de mi cuento. ¿Puede darse nada más inmoral
que entre una porción de señoras casadas no encontrar ni una sola que quiera a su
marido? Gané mi apuesta. Y ahora soy yo el que se retira escandalizado.
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