Manuel A. Alonso
¿Perdemos
o ganamos?
Cuando hago la pregunta y comparo las dos fechas
que encabezan este artículo, acuden a mi mente infinitos recuerdos de hechos que
he presenciado en el espacio de cincuenta años y vengo a dar en la sempiterna cuestión
que, bajo distinta forma, está planteándose desde tiempo inmemorial y que con relación
a Puerto Rico se reduce a averiguar si el progreso realizado entre nosotros nos
ha hecho más dichosos, o si con él y por su causa, somos más infelices.
Es achaque de viejos, y yo lo soy por mi desgracia,
el empeñarse en sostener que en los tiempos de su pasada juventud todo era mejor
y más bello. ¿No ha oído el lector más de una vez y entre personas de edad, diálogos
parecidos al siguiente? En el toman parte una señora que hoy es abuela, pero en
el año cuarenta y dos era una de las señoritas que por su belleza, su juventud y
su finura, llamaban más la atención y cautivaban a los elegantes, como entonces
se nombraba a los jóvenes en estado de merecer, que ahora llamamos pollos; entre
los cuales, como uno de los más apuestos, figuraba su interlocutor el hoy solterón
incorregible don Dámaso Arizmendi y Cerrogordo.
–Estamos en junio, amigo don Damas. ¿Qué me
dice usted de las fiestas de San Juan?
–¿Qué he de decir, señora dona Juanita? ¿Acaso
las hay ahora? La inauguración de la estatua de Ponce de León, dos bailes y algunas
otras simplezas por el estilo, ¿pueden compararse con las fiestas que se celebraban
antes?
–Es verdad, amigo mío, ¡qué tiempos aquellos!
¿Recuerda usted cuánto nos divertíamos?
–Ya lo creo. Recuerdo perfectamente aquel San
Juan en que corrió usted acompañada de mi amigo Nicolás (Q.E.E.G.).
–¡Pobre Nicolás! Entonces empezaron nuestras
relaciones, que fuimos estrechando hasta terminarlas casándonos seis meses después.
–Sí señora, y en el mismo año pasamos siete
días en Toa Baja bailando sin cesar durante la noche y jugando gallos por el día.
¿Recuerda usted sus riñas con Nicolás?
–Porque él era muy celoso.
–Y usted muy linda.
–Mire usted que han pasado cuarenta años.
–Mi corazón es siempre joven.
–¿Y su cabeza?
–Vamos, Juanita; hablemos de otra cosa…
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Otras
veces es un anciano quien pretende hacer creer a un joven que cuando ello era todo
marchaba de un modo admirable. El bienestar, el orden, la armonía y la abundancia
reinaban en absoluto: las mujeres eran más hermosas y recatadas; los hombres más
honrados y galantes.
Nada tiene esto de extraño. Las personas de
edad han pensado y pensarán siempre del mismo modo; porque sucede con los recuerdos
de la juventud lo mismo que con los buenos cuadros; son mejores y más agradables
cuanto mayor es su antigüedad.
Por eso se ha dicho con sobrada razón que el
hombre se alimenta en la primera mitad de su vida de esperanzas, en la segunda mitad
de recuerdos y sería muy cruel, dado que pudiéramos hacerlo, el destruir aquellas
en los jóvenes y borrar estos en los viejos.
Lo que sí causa sorpresa, y debe ser combatido,
es el afán de algunos jóvenes que se hacen defensores del pasado que no conocieron
y censores implacables del presente que no han tenido, tiempo ni voluntad de estudiar;
y todavía es mucho más censurable el proceder de los que, sin ser jóvenes, observan
la misma conducta: atendiendo, más que a la verdad, a miras de bastardos intereses
personales.
Para estos quisiera yo tener el poder de impedirles
el uso de todo aquello que no teníamos el año treinta y tres. Por ejemplo: si desde
la capital quisieran ir a Ponce, les haría pasar, en tiempo de lluvias por el antiguo
camino de Caguas, Cayey, Aibonito y Coamo, sin permitirles ir por la carretera que
hoy une a la del norte con la del sur de la Isla, menos el espacio que media entre
el segundo y el tercero de los pueblos citados y que con toda comodidad puede recorrerse
en coche. Si prefieren ir por mar, les obligaría a embarcarse en una pequeña goleta
de cabotaje, en vez de hacerlo en uno de los buenos buques de vapor de las siete
líneas nacionales o extranjeras que constantemente recorren nuestros puertos.
Cuando quisieran apagar la sed que produce
el calor de la capital y lo mismo en Mayagüez, Ponce y otros puntos, les diría:
nada de bebidas frescas y mucho menos heladas; y les recordaría que en el año treinta
y nueve, con motivo de las fiestas que se celebraron por el Convenio de Vergara,
recibimos en la marina y acompañamos con música unos bultos que contenían hielo,
por primera vez introducido en la Isla, y cuyo uso no se generalizó hasta algún
tiempo después.
Bien sé que pudiera argüírseme que estos y
otros muchos ejemplos que puedo presentar, solo prueban que hemos mejorado en cuanto
al bienestar material; pero que en lo moral, en lo intelectual, y en todo lo demás,
lejos de ganar, hemos perdido.
La abolición de la esclavitud llevada a cabo
hace solo diez años, es suficiente para probar que en moralidad hemos ganado y no
poco. Aquellos seres desgraciados, que se vendían públicamente en los almacenes
de la marina de esta capital y en otros puntos de la Isla, llevaban al seno de las
familias la corrupción más degradante. La prostitución, el concubinato y el envilecimiento
del trabajo eran los frutos mediatos de aquella iniquidad, que, para honra de España,
abolieron las Cortes, con aplauso de todo el mundo civilizado.
Mucho de lo que se lee y escribe acerca de
las costumbres patriarcales de aquellos tiempos es falso. Entonces hubo piratas
que murieron en el cadalso, compañías de ladrones que robaban en cuadrilla, partidas
que llevaban el nombre de algunas familias, enemigas irreconciliables entre sí y
cuyos individuos no se encontraban con sus contrarios sin que riñeran en grupo o
en particular; y al que ponga en duda lo que afirmo le aconsejo que lea las Memorias
de don Pedro Tomás de Córdova en lo que se refiere al primer tercio de este siglo
o le diré que he asistido como médico, en su última enfermedad a uno de los compañeros
del célebre Bibián y a otro de los más terribles partidarios de una banda que cometió
todo género de fechorías.
¿Necesitaré esforzarme para probar que hemos
ganado también en la parte intelectual? La escuela del pueblo de Caguas donde yo
aprendí a escribir estaba dotada, y costó trabajo el conseguirlo, con la pobre suma
de cien pesos anuales.
En cuanto al arte tipográfico puede formarse
una idea por las Memorias del señor Córdova que acabo de citar y por las
colecciones de periódicos que existen en la Biblioteca del Ayuntamiento de esta
capital y que se publicaron en los años de 1814 y de 1820.
Hospitalidad, la había, como la hay ahora;
aunque no sean tan numerosas las ocasiones de ejercitarla.
Nuestros caminos, todavía hoy en un estado
de atraso vergonzoso, son empero, mejores que entonces; se encuentran algunas fondas
y esto hace que con menos frecuencia se vea el viajero en la necesidad de pedir
posada; frase que significa llegar a la casa de un desconocido y encontrar en ella
albergue con mesa, cama, criados y pasto para los caballos, sin más costo que dar
las gracias al marcharse.
Esto es muy hermoso; pero el país ganará mucho
cuando no sea tan frecuente, porque las vías de comunicación lleguen a lo que deben
ser en un pueblo culto.
Para los que se hacen lenguas ponderando el
cariño y veneración que se profesaba a los sacerdotes, escojo, entre otros que pudiera
citar, un hecho a propósito para demostrar que de todo había en la viña del Señor.
Vivía en cierta población de la Isla un honrado
relojero, que al regreso de un viaje, encontró siendo ya de noche, al cura encargado
de la parroquia por enfermedad del propietario; como lleva en igual dirección, pusieron
sus caballos al mismo paso y comenzaron a hablar tranquilamente; cuando a poco se
vio el señor cura rodeado de cuatro hombres a caballo, armados de buenos foetes
de los llamados cuatro reales, con los cuales empezaron a azotarlo cruelmente; mas
como eran muchos, y por ello se estorbaban, fueron a colocarse a los lados del relojero,
empezando con este la obra infame que sus compañeros continuaban con aquel, y ni
los unos ni los otros la interrumpieron; por más que los viajeros se pusieron en
fuga a todo correr de sus caballerías, hasta que, cerca ya del poblado, los dejaron
marchar.
Al llegar a las primeras casas se separaron
y debió el relojero, cuando iba por las calles que conducían a la suya, repetir
si lo sabía, aquellos versos que empiezan así:
Vinieron los sarracenos
Y nos molieron a palos…
Al
fin llegó y su mujer, que bajó presurosa a abrir la puerta cuando le oyó llamar,
se llenó de susto al ver los gestos que hacía y oír los gemidos que se le escapaban
al moverse.
–¿Qué tienes? –le dijo–; ¿estás malo?
–Sí, mujer; prepara alguna cosa que ponerme
en las espaldas que me duelen mucho.
–A ver, ¿dónde te duele? –Y al mismo tiempo
iba poniendo al descubierto la parte que quería reconocer; mas al lograrlo su cara
cambió de expresión, tornándose de compasiva en iracunda.
–Lo que tienes en la espalda no es un dolor,
sino muchos foetazos. ¿En dónde estabas metido? ¡Estas son cosas de mujeres!
–¿Cosas de mujeres? ¡Pues me gusta! ¿Crees
tú que las mujeres azotan así? No fueron mujeres, sino cuatro pícaros; digo mal,
dos pícaros; porque los otros dos allí se entretuvieron con el señor cura.
–Mira, yo no digo que fueron mujeres las que
te pegaron; y más valía que en lugar de venir con quejidos y morisquetas donde la
tuya te hubieras ido donde la bribona que tiene la culpa.
Llegada la discusión a este punto y, como el
dolor de las espaldas aumentaba, no tuvo el que lo sentía más remedio que referir
el hecho con todos sus detalles, encargando a su cara mitad la mayor reserva.
La misma relación y el mismo encargo hizo a
cada uno de los amigos que, al día siguiente vinieron a visitarle, de modo que antes
de llegar la noche, no quedó en el pueblo vecino ni transeúnte que ignorase el suceso.
Todavía viven bastantes personas que lo recuerdan y una de ellas es el autor de
estas líneas.
En cuanto al gobierno paternal que nos regía,
pueden dar razón de su dulzura no pocas familias respetables. Entre estas citaré
las de Linares, Machicote, Rivera y Gimbernat.
Al condenar aquel régimen no me guía sentimiento
alguno que no sea justo y leal. Dádoslos tiempos, dadas las omnímodas facultades
de que nuestros antiguos capitanes generales se hallaban revestidos, lo primero
que debemos hacer es confesar que usaron de ellas con moderación en la generalidad
de los casos, agradecerles los males que dejaron de causar y mucho más los bienes
que hicieron. La fiebre, como se dice vulgarmente, no estaba en las sábanas, sino
en el enfermo. Lo que había que cambiar no eran las personas, sino el sistema que,
con mejor o peor voluntad, tenían estas que poner en práctica.
Concluyamos, pues, afirmando que desde 1833
a 1883 hemos ganado mucho en todos conceptos; aunque nos queda mucho más que adelantar;
que debemos reconocerlo así, porque es justo y honroso para la Isla y para la nación
a que pertenecemos; y que sería un cargo muy grave y vergonzoso a la par que gratuito,
el sostener que ni los puertorriqueños, ni los gobiernos de la nación habían sabido
hacer otra cosa en cincuenta años que llevar a la Isla por la senda del atraso y
de la inmoralidad. Esto no es verdad y por tanto lo negamos.
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