Julio Torri
En pequeño circo de cortas pretensiones
trabajaba, no ha mucho, un acróbata, modesto y tímido como muchas personas de mérito.
Al final de una función dominguera en algún villorrio, llegó a nuestro hombre la
hora de ejecutar su suerte favorita con la que contaba para propiciarse al público
de lugareños y asegurar así el buen éxito pecuniario de aquella temporada. Además
de sus habilidades –nada notables que digamos– poseía resistencia poco común para
la incomodidad y la miseria. Con todo, temía en esos momentos que recomenzaran las
molestias de siempre: las disputas con el posadero, el secuestro de su ropilla,
la intemperie y de nuevo la dolorosa y triste peregrinación.
El acto que iba a realizar
consistía en meterse en un saco, cuya boca ataban fuertemente los más desconfiados
espectadores. Al cabo de unos minutos el saco quedaba vacío.
A su invitación, montaron
al tablado dos fuertes mocetones provistos de ásperas cuerdas. Introdújose él dentro
del saco y pronto sintió sobre su cabeza el tirar y apretar de los lazos. En la
oscuridad en que se hallaba le asaltó el vivo deseo de escapar realmente de las
incomodidades de su vida trashumante. En tan extraña disposición de espíritu cerró
los ojos y se dispuso a desaparecer.
Momentos después se
comprobó –sin sorpresa para nadie– que el saco estaba vacío y las ligaduras permanecían
intactas. Lo que sí produjo cierto estupor fue que el funámbulo no reapareció durante
la función. Tras un rato de espera inútil los asistentes comprendieron que el espectáculo
había terminado y regresaron a sus casas.
Mas a nuestro cirquero
tampoco volvió a vérsele por el pueblo. Y lo curioso del caso era que nadie había
reclamado en la posada su maletín.
Pasados algunos días
se olvidó el suceso completamente. ¡Quién se iba a preocupar por un vagabundo!
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