Vicente Blasco Ibáñez
Sentado en el umbral de
la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas
en el suelo, mirando de reojo a la gente de Valencia que, en derredor de la mesilla
de hojalata, empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.
Todos
los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo; pero siempre
hacía el demonio que encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va,
copa viene, lanzaban las campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba
la noche sin que él hubiese salido del pueblo.
Allí
estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo, buscando entablar
conversación con los forasteros y esperando que le convidasen a un trago, con las
demás atenciones que se usan entre personas finas.
Aparte
de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna, el viejo era un hombre
de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!… ¿Y cuentos?… Por algo le llamaban
Beseroles (Abecedario) porque no caía en sus manos un trozo de periódico que no
lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.
La
gente lanzaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban
capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de
ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas
con frecuencia.
El
tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo,
y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:
–¡Esos
sí que son listos!… ¡Quien se la dé a ellos…! Una vez un fraile engañó a san Pedro.
Y
animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.
Era
un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes; el padre Salvador,
muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Yo
no lo he conocido, pero mi abuelo aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba
a su madre y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate a la puerta
de la barraca. ¡Qué hombre! Pesaba sus diez arrobas; cuando le hacían hábito nuevo,
entraba en él toda una pieza de paño; visitaba al día once o doce casas, tragándose
en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo le preguntaba:
–¿Qué
le gusta más, padre Salvador: unos huevecitos con patatas o unas longanizas de la
conserva?
Él
contestaba con una voz que parecía ronquido:
–Todo
mezclado; todo mezclado.
Así
estaba él de guapo y rozagante. Por allí donde pasaba parecía regalar su salud,
y la prueba era que todos los chiquilines que nacían en este contorno presentaban
sus mismos colores, su cara de luna llena y un morrillo que lo menos tenía tres
libras de manteca.
Pero
todo es malo en este mundo: pasar hambre o comer demasiado; y un día, al anochecer,
el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para solemnizar el bautizo de cierta
criatura que tenía toda su estampa, ¡cataplúm!, dio un ronquido que puso en alarma
a toda la comunidad, y reventó como un odre, aunque sea mala comparación.
Ya
tenemos a nuestro padre Salvador volando por el aire como un cohete, en busca del
cielo, pues no tenía duda de que allí estaba el sitio de un fraile.
Llegó
ante una gran puerta, toda de oro, claveteada de perlas, como las que saca en las
agujas de su peinado la hija del alcalde cuando es clavariesa de la fiesta de las
solteras.
–¡Toc,
toc, toc!…
–Quién
es –preguntó desde dentro una voz de viejo.
–Abra,
señor san Pedro.
–¿Y
quién eres tú?
–Soy
el padre Salvador, del convento de San Miguel de los Reyes.
Se
abrió un ventanillo y asomó la cabeza del bendito santo, pero soltando bufidos y
lanzando centellas por sus ojos a través de los anteojos. Porque han de saber ustedes
que el santo apóstol, como es tan viejo, está corto de vista.
–¡Che,
poca vergüenza! –gritó hecho una furia–. ¿A qué vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!…
¡Arre allá, poca honra, que aquí no está tu puesto!…
–Vamos,
señor san Pedro: abra, que se hace de noche. Usted siempre está de broma.
–¿Cómo
de broma?… Si cojo una tranca, vas a ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso
que no te conozco, demonio con capucha?…
–Haga
el favor, señor Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecito
libre, aunque sea en la portería?
–¡Largo
de aquí! ¡Miren qué prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra
provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos.
Además, tenemos aquí no sé cuántas bienaventuradas que aún están de buen ver, y
¡valiente ocupación me caería a mi edad: ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!…
Márchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube… Se acabó la conversación.
El
santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre Salvador quedó en la oscuridad,
oyendo a lo lejos los guitarros y las flautas de los angelitos, que aquella noche
obsequiaban con albaes a las santas más guapas.
Pasaban
las horas y nuestro fraile pensaba ya en tomar el camino del infierno, esperando
que allí le recibirían mejor, cuando vio salir de entre dos nubes, aproximándose
lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando
su tripa, hinchada como un globo.
Era
una monjita que había muerto de un cólico de confituras.
–Padre
–dijo dulcemente al frailote, mirándole con ojos tiernos–, ¿qué, no abren a estas
horas?
–Aguarda;
ahora entraremos.
¡Lo
que discurría aquel hombre! En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías.
Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra entran en el cielo sin
obstáculo alguno. Si no lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan,
hasta con botas y espuelas; pues algún privilegio merece su desgracia.
–Échate
las faldas a la cabeza –ordenó el fraile.
–¡Pero…
padre mío! –contestó escandalizada la monjita.
–Haz
lo que te digo y no seas tonta –gritó el padre Salvador con autoridad–. ¿Quieres
disputar conmigo, que tengo tantos estudios? ¿Qué sabes tú del modo de entrar en
el cielo?
Obedeció
la monja, ruborizada, y en la oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme
y blanca, como si hubiese aparecido la luna.
–Ahora,
aguántate firme.
Y,
de un salto, el padre Salvador púsose a horcajadas sobre el lomo de su compañera.
–Padre…
¡que pesa mucho! –gemía, sofocada, la pobrecita.
–Aguanta
y da saltitos; ahora mismo entramos.
San
Pedro que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, vio que tocaban en la
puerta.
–¿Quién
es?
–Un
pobre soldado de Caballería –contestó con voz triste–. Me acaban de matar peleando
contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.
–Pasa,
pobrecito, pasa –dijo el santo, abriendo media puerta.
Y
vio en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no sabía estarse quieto.
¡Animal más nervioso!… Varias veces intentó el venerable portero buscarle la cabeza,
pero fue imposible. Dando saltos, le presentaba siempre la grupa, y, al fin, el
santo, temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando
con palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:
–Pasa,
soldadito, pasa adelante y veas de aquietar a esta bestia.
Y
mientras el padre Salvador se colaba cielo adentro sobre la grupa de la monja, san
Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con admiración:
–¡Rediós,
y qué batalla están dando allá abajo! ¡Qué modo de pegar! A la pobre jaca no le
han dejado… ni el rabo.
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