jueves, 9 de junio de 2022

La señora O’Connor

Eraclio Zepeda

 

A Francisco Coloane

 

La señora O’Connor terminó de pintarse la boca con un creyón intenso; enrolló sobre el inicio de la barba el labio inferior y humedeció la pintura con la lengua. Cepilló sus cabellos cuidando acomodarlos de manera tal que las entradas de la frente quedaran cubiertas por el mechón canoso, ocultando pudorosamente la calvicie.

Consultó su reloj y comprobó que faltaban cinco minutos para que el señor O’Connor llegara de visita. Encendió la hornilla eléctrica y puso a hervir agua para el té. Dispuso las galletas y encendió la radio. La música de la BBC de Londres salió de la bocina del aparato llenando su departamento del Hotel Yo-I-Pin-Wan, en las afueras de Pekín.

Exactamente a las cinco de la tarde los golpes a la puerta indicaron que el señor O’Connor había llegado.

Trabajosamente saludó a su esposa; de un tiempo a esta parte su artritis había progresado y el movimiento más sencillo acarreábale insoportables dolores. Cojeando llegó hasta el sillón al lado de la radio y se dejó caer; la señora O’Connor le acercó un banquillo de madera para que pudiera descansar la pierna más golpeada por la enfermedad.

–¿Estás bien, Betty? –resopló el señor O’Connor buscando la picadura de tabaco.

–Afortunadamente me siento bien esta tarde. ¿Y tú, Charly?

El señor O’Connor cargaba ahora minuciosamente su pipa. Apretó la picadura con el pulgar derecho, encendió un fósforo, lo acercó al tabaco, y aspiró el humo.

La señora O’Connor estaba ya sirviendo las tazas de té. Volvió con una bandeja protegida por una servilleta tintineando las cucharillas contra los platos.

–El té, Charly –dijo–. La transmisión va a comenzar.

El señor O’Connor tomó su taza en los precisos instantes en que desde Londres llegaba la conocida voz del locutor con las últimas noticias y los comentarios. Los señores O’Connor escucharon atentamente.

Media hora después el locutor se despidió del auditorio invitándolo a escuchar su programa el día siguiente a la misma hora. La música sinfónica volvió a ocupar la bocina. La señora O’Connor apagó la radio. El señor se levantó con gran esfuerzo y haciendo una media reverencia se despidió de su esposa.

–Buenas noches, Betty; muchas gracias por el té y las galletas. Desde mañana me toca tener la radio en casa durante toda una semana.

–Así es Charly –asintió la señora O’Connor dibujando una sonrisa dulce en sus labios furiosamente pintados.

El señor O’Connor cerró la puerta con cuidado y emprendió la travesía por el enorme pasillo del hotel rumbo a su departamento.

Aquel gigantesco pasillo, alfombrado, a la luz de lámparas fluorescentes todo el tiempo, de día y de noche, división del tiempo que en el pasillo carecía de sentido por su constante ausencia de sol. A cada 50 metros se hallaba sentado un sirviente del hotel cuya única misión era permanecer atento al posible llamado de un huésped. Al acercarse el señor O’Connor el chino se levantaba de su silla, hacía una leve inclinación y saludaba sonriente.

–Ni-jao.

–Buenas tardes –contestaba el señor O’Connor, continuando su penosa caminata, hasta encontrarse al siguiente mozo, 50 metros adelante.

–Ni-jao.

–Buenas tardes –repetía.

Hacía 10 años que vivía en el Hotel Yo-I-Pin-Wan y no podía acostumbrarse del todo a estos pasillos vacíos, iluminados con luz artificial. Recordaba la época de oro del hotel, cuando sus pasillos estaban siempre transitados por los huéspedes. El hotel había sido construido para albergar a 500 familias de técnicos extranjeros, pero ahora, después del gran éxodo, en aquella gigantesca construcción no habitaban más de quince familias. Había ocasiones en que no veía a su vecino más inmediato, el señor Singa, en toda una semana. El profesor hindú, traductor de una editorial en lenguas extranjeras, vivía 30 metros más adelante.

El señor O’Connor abrió la puerta de su departamento, encendió la luz, contempló desolado el desorden de planos y papeles, y fue directamente a tumbarse a su cama.

Hacía dos semanas y seis días que vivía separado de Betty, su esposa, después de vivir un año de violencias verbales, con discusiones constantes y recíprocas humillaciones. Nunca, en sus cuarenta años de matrimonio, pensó el señor O’Connor que pudiera vivir una situación semejante. Ni él ni ella estuvieron conscientes de cuándo empezó a fraguarse la discordia, en qué momento preciso surgió el derrumbe.

Durante todo el año que precedió a la separación el único lazo para ellos había sido, y seguía siendo, la diaria audición de la BBC. Al conjuro de la radio el señor y la señora suspendían sus disputas, o bien rompían su obstinado silencio para anunciarse que era la hora precisa de escuchar Londres. Al terminar el programa no había nada que decirse.

El señor O’Connor decidió realizar sus comidas en el comedor del Este, donde servían alimentos occidentales, mientras la señora O’Connor permaneció en el comedor del Norte con su menú chino.

La pareja había ya decidido no vivir más tiempo juntos, pero la radio seguía siendo un poderoso lazo que frustraba cualquier intento de separación. Toda conversación sobre este tema caía inexorablemente al mismo punto: “¿y a quién le quedará el aparato?”

Durante el invierno la situación se hizo aún más tensa a causa de las largas veladas que debían pasar juntos imposibilitados de salir al patio del hotel a una temperatura peligrosa para la salud de ambos. Intentar una visita a algún residente en el hotel era, por otro lado, empresa un tanto incierta, obstaculizada por la perspectiva desalentadora de tener que transitar los enormes pasillos del hotel, saludando camareros chinos, para encontrarse al fin con que el personaje buscado había salido a una excursión o asistido a la Ópera.

Fue durante el invierno que la señora O’Connor propuso a su marido que, una vez separados, el aparato de radio debería permanecer una semana en poder de uno de ellos y la siguiente en poder del otro, teniendo la obligación el poseedor de permitir la diaria audición de las noticias. El señor O’Connor, después de encender su pipa y meditar el proyecto, aceptó convencido.

Desde hacía casi tres semanas el matrimonio O’Connor se había desintegrado cumpliendo la promesa en cuanto al uso del aparato.

El señor había solicitado a la administración del hotel un departamento en el mismo piso que su esposa, a fin evitar dolorosas ascensiones de escaleras en que su artritis le obligaba a lanzar maldiciones apenas veladas con el puño oprimiéndole la boca.

Y ahora el señor O’Connor, regresando de oír el programa, abrió la puerta de su departamento, encendió la luz, contempló desolado el desorden de planos y papeles y fue directamente a tumbarse a la cama. Caminaba por el larguísimo pasillo del hotel, transitándolo penosamente a causa de las alfombras que se empeñaban en ascender en pliegues y roturas, mientras que allá abajo, en el abismo, el río bramaba porque el señor O’Connor avanzaba por el Cañón del Colorado en donde realizara sus prácticas universitarias un año antes de casarse. El viento le golpeaba furiosamente la cara y el pecho y advertía que era imposible seguir sosteniéndose en las rocas. Sus piernas artríticas se negaban a afianzarse y lanzando un grito que nunca escuchó cayó al vacío en un desplome sin fin que de pronto fue vuelo formidable sobre el mapa finamente coloreado de Europa, con las fronteras anteriores a la guerra del 14, y el señor O’Connor es ahora Charly vestido con trajecito tirolés de cuero cayendo suavemente en las aguas del Rhin, mientras escucha las risas de su padre que le llama para la merienda campestre, pero en lugar de panes saca de la cesta un pasaporte para ir a Canadá a estudiar geología, porque ahora ya tenía 18 años y la guerra amenazaba con estallar en cualquier momento.

Despertó sobresaltado, sentándose en su cama. Se levantó para ponerse la pijama, arregló los cobertores y se metió a las sábanas, pensando en su juventud y en su insoportable vejez de ahora.

Dando vueltas en la cama, tratando de pescar un sueño huidizo, el señor O’Connor recordó su primer encuentro con Betty en Canadá en la Escuela de Geología, el olor a cuadernos nuevos y a madera de lápices recién afilados, el otoño rojo, las prácticas universitarias en Colorado y su casamiento con Betty al terminar la carrera. Vino después su primer y único contrato como geólogo compartido con su esposa, para explorar el subsuelo de ciertas islas del Pacífico en donde su compañía creía encontrar petróleo. Aquella isla verde, verde… isla. El señor O’Connor se volvió a quedar dormido.

La señora O’Connor terminó de lavar las tazas del servicio de té, se secó las manos, vistió su camisón de dormir, se dirigió a la mesa y encendió la lamparilla en forma de Ave Roc para leer documentos recién llegados.

Era un informe acerca de las actividades de los revolucionarios de Java, sus luchas en la selva, en las playas de arenas blancas, la isla, el contrato para trabajar en la isla buscando yacimientos de petróleo, ella y él muy jóvenes, recios, bellos, aquellas jornadas agotadoras rodeando pantanos, con los aparatos de medición a cuestas, auxiliados solamente por el único habitante de la isla pequeñísima, y luego el personaje aquél adquiriendo grandes proporciones, las largas veladas a la luz de lámparas de gasolina colgando de la casa de campaña, y el hombre hablando de las luchas en todo el mundo, y los triunfos obreros, y luego con gran claridad el recuerdo de aquella noche en la playa en que solemnemente firmaron la solicitud de ingreso al partido, documento que el hombre recibió y dobló cuidadosamente para guardarlo en su cartera, de donde habría de salir sólo para ser entregado algún día al comité central, quién sabe a cuál comité central.

Constituyeron una célula él, ella y el hombre. Con pasión discutían y leían informes antiguos que el hombre guardaba en un cofre de metal, llenando con sus voces altas la soledad de la isla desierta. Un día el hombre amaneció muerto y el señor y la señora O’Connor sintieron una soledad creciente. Era desesperante saberse miembros de un partido al que amaban sin conocerlo.

Las tareas de localización de los mantos petroleros habían perdido todo interés para ellos cuando decidieron iniciar su viaje a China para integrarse a la lucha antijaponesa.

Larga y penosa fue la travesía desde Shangai, ocultos y en peligro constante en el sampán de un agente de enlace, y después a pie hasta llegar a Yenán, donde en una cueva fueron recibidos por aquel a quien buscaban.

La alegría de recibir el carnet, de integrarse a una unidad de combate para realizar sus trabajos de cartógrafos, saberse útiles al Nuevo Cuarto Ejército en la confección de los mapas y los planos de la enorme geografía que les aguardaba, que se les venía encima a cada vuelta de las ruedas del carro, las batallas, las victorias, y la tarde en que una granada enemiga incendió el carro que les transportaba destruyendo su equipaje y con él sus pasaportes.

La señora O’Connor levantó la vista y se encontró en el espejo de su sala. Allí, triste en el cristal estaba ella cambiada, atrozmente destruida, sin contacto posible con la joven sonriendo en la foto del pasaporte perdido. Se levantó de la mesa y se acercó al espejo.

Contempló su rostro como si fuera la imagen de una mujer lejana, desconocida, con frialdad. Las ojeras moradas hundiéndose en las cuencas, los pliegues profundos y lacerados en las mejillas, la boca pintada, fija desde hacía tiempo en una mueca circundada de arrugas, la calvicie insultante y el colorete ahora diluyéndose en las lágrimas.

Cobró entonces conciencia de que el vaivén había comenzado, meciéndose el enorme edificio del hotel, oscilante, y el rostro en el espejo entrando y saliendo de la luna.

La señora O’Connor se apoyó desesperadamente en un mueble y empezó a tararear. Sabía que un nuevo ataque de su enfermedad estaba presentándose: aquel mareo que la impulsaba a rodar por el piso, el empellón venido de no sabía dónde buscando derribarla, su equilibrio anulado. Sólo escuchando su propia voz podía vencer la caída, con sus oídos atascados de la melodía que tarareaba con angustia.

Logró vencer el desplome y se llevó las manos al corazón desbocado. Un miedo sin bridas le hacía sudar humores viscosos que le ceñían el camisón a su cuerpo viejo. Quiso que Charly estuviera con ella, cercano, y la soledad creció más aún rebalsando la sala. Sin dejar un instante de tararear abrió la puerta de su departamento y salió al pasillo donde bullía la animación, el movimiento, el ir y venir de los centenares de huéspedes, los especialistas extranjeros que como ella y el señor O’Connor colaboraban con la Nueva China, y aquí estaban circulando encima de las alfombras, atareados, veloces, llevando libros y documentos en las manos, maquetas y planos, vestidos como si salieran rumbo a la recepción en el Palacio del Pueblo, las señoras con vestidos largos, muchos de los técnicos con uniformes cargados de medallas, en un rumor de lenguas distintas que envolvían a la señora O’Connor como si fuera la brisa del mar en la isla desierta, la-la-la y ella avanzaba en medio de la multitud de rostros conocidos, saludando en los idiomas que sabía, rozando casi con la mano los saris de las muchachas hindúes, la-la-la sintiendo el penetrante olor a soya que emanaban los cuerpos de los nepaleses, el mareante perfume de los velos persas, y ella saludando sin voz, pero sintiéndola por dentro, sin dejar de tararear para evitar el derribo, inclinando la cabeza a derecha e izquierda, sonriente, salud ingeniero Makarenko, doctor Hess, profesora Husek, camarada Ramírez, y la brisa inundando la isla, y los gritos de los monos disputándose un fruto, la-la-la y el aleteo metálico del Ave Roc remontándola a las nubes en donde flotaban peces con cabezas de gato y un manatí bufaba con grandes estertores oleosos devorando la imagen horrible del espejo, la-la-la, Irina Mijáilovna qué gusto de verla, tarareando siempre, haciendo la reverencia, y el Ave Roc posándose en las playas de la isla, con Charly en las arenas efectuando mediciones, y la playa es ahora el aeropuerto de Pekín con un aeroplano que sale en vuelo directo a Londres sintonizando la BBC antes de ser derribado por un aletazo terrible del Ave Roc que se pierde camino del desierto en busca de yurtas y rebaños, la-la-la camarada Giacopello, qué sorpresa, tarareando, la multitud en lenguas diversas aprisa en los pasillos, aprisa siempre aprisa, la-la-la y el señor Singa mirándola asombrado, con el rostro moreno extrañamente real, y su voz sonando de verdad en los oídos, buenas noches señora O’Connor, y ella obligada a suspender el tarareo para contestar aquel saludo retumbante, buenas noches, señor Singa, y el suelo precipitándose a sus ojos, como si el Ave Roc la hubiera soltado en pleno vuelo, y el golpe seco de la alfombra oprimiéndole la frente, el hotel oscilando, oscilando, y el rostro del hindú muy cerca de su cara, inclinado, musitando palabras que no pueden captarse, moviendo los labios febrilmente. Arrodillado la ayuda a levantarse, la pone de pie en el pasillo vacío, desierto, del Hotel Yo-I-Pin-Wan, tocado por el gran éxodo, y a lo lejos, casi al fondo del pasillo, un camarero chino acude corriendo a prestar ayuda, pero ya el señor Singa ha logrado incorporarla, sosteniéndola ahora de los hombros, y ella recupera su melodía hacedora de equilibrio, y vuelve a tararear, siente las manos del hindú que la dejan y ella camina saludando a la multitud de huéspedes vestidos de gala que circulan, la-la-la saludando en sus lenguas maternas, y ella tarareando hasta encontrar la puerta de su casa al alcance de la mano la-la-la abriéndola, y la señora O’Connor apaga la luz y se arroja a su cama arañándose la cara, llorando como si estuviera en Canadá cerca de su padre.

Golpecillos discretos en la puerta despertaron a la señora O’Connor. Abrió los ojos y vio su cuarto lleno de sol. Supo que la mañana estaba ya muy avanzada.

–¿Quién llama? –preguntó con voz apagada.

–Soy yo, Betty –respondió el señor O’Connor del otro lado de la puerta–. Vengo por el aparato de radio.

–Ahora voy, Charly –aseguró, buscando con el pie las zapatillas.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario