Eraclio Zepeda
A Francisco Coloane
La señora O’Connor terminó de pintarse
la boca con un creyón intenso; enrolló sobre el inicio de la barba el labio inferior
y humedeció la pintura con la lengua. Cepilló sus cabellos cuidando acomodarlos
de manera tal que las entradas de la frente quedaran cubiertas por el mechón canoso,
ocultando pudorosamente la calvicie.
Consultó su reloj y
comprobó que faltaban cinco minutos para que el señor O’Connor llegara de visita.
Encendió la hornilla eléctrica y puso a hervir agua para el té. Dispuso las galletas
y encendió la radio. La música de la BBC de Londres salió de la bocina del aparato
llenando su departamento del Hotel Yo-I-Pin-Wan, en las afueras de Pekín.
Exactamente a las cinco
de la tarde los golpes a la puerta indicaron que el señor O’Connor había llegado.
Trabajosamente saludó
a su esposa; de un tiempo a esta parte su artritis había progresado y el movimiento
más sencillo acarreábale insoportables dolores. Cojeando llegó hasta el sillón al
lado de la radio y se dejó caer; la señora O’Connor le acercó un banquillo de madera
para que pudiera descansar la pierna más golpeada por la enfermedad.
–¿Estás bien, Betty?
–resopló el señor O’Connor buscando la picadura de tabaco.
–Afortunadamente me
siento bien esta tarde. ¿Y tú, Charly?
El señor O’Connor cargaba
ahora minuciosamente su pipa. Apretó la picadura con el pulgar derecho, encendió
un fósforo, lo acercó al tabaco, y aspiró el humo.
La señora O’Connor estaba
ya sirviendo las tazas de té. Volvió con una bandeja protegida por una servilleta
tintineando las cucharillas contra los platos.
–El té, Charly –dijo–.
La transmisión va a comenzar.
El señor O’Connor tomó
su taza en los precisos instantes en que desde Londres llegaba la conocida voz del
locutor con las últimas noticias y los comentarios. Los señores O’Connor escucharon
atentamente.
Media hora después el
locutor se despidió del auditorio invitándolo a escuchar su programa el día siguiente
a la misma hora. La música sinfónica volvió a ocupar la bocina. La señora O’Connor
apagó la radio. El señor se levantó con gran esfuerzo y haciendo una media reverencia
se despidió de su esposa.
–Buenas noches, Betty;
muchas gracias por el té y las galletas. Desde mañana me toca tener la radio en
casa durante toda una semana.
–Así es Charly –asintió
la señora O’Connor dibujando una sonrisa dulce en sus labios furiosamente pintados.
El señor O’Connor cerró
la puerta con cuidado y emprendió la travesía por el enorme pasillo del hotel rumbo
a su departamento.
Aquel gigantesco pasillo,
alfombrado, a la luz de lámparas fluorescentes todo el tiempo, de día y de noche,
división del tiempo que en el pasillo carecía de sentido por su constante ausencia
de sol. A cada 50 metros se hallaba sentado un sirviente del hotel cuya única misión
era permanecer atento al posible llamado de un huésped. Al acercarse el señor O’Connor
el chino se levantaba de su silla, hacía una leve inclinación y saludaba sonriente.
–Ni-jao.
–Buenas tardes –contestaba
el señor O’Connor, continuando su penosa caminata, hasta encontrarse al siguiente
mozo, 50 metros adelante.
–Ni-jao.
–Buenas tardes –repetía.
Hacía 10 años que vivía
en el Hotel Yo-I-Pin-Wan y no podía acostumbrarse del todo a estos pasillos vacíos,
iluminados con luz artificial. Recordaba la época de oro del hotel, cuando sus pasillos
estaban siempre transitados por los huéspedes. El hotel había sido construido para
albergar a 500 familias de técnicos extranjeros, pero ahora, después del gran éxodo,
en aquella gigantesca construcción no habitaban más de quince familias. Había ocasiones
en que no veía a su vecino más inmediato, el señor Singa, en toda una semana. El
profesor hindú, traductor de una editorial en lenguas extranjeras, vivía 30 metros
más adelante.
El señor O’Connor abrió
la puerta de su departamento, encendió la luz, contempló desolado el desorden de
planos y papeles, y fue directamente a tumbarse a su cama.
Hacía dos semanas y
seis días que vivía separado de Betty, su esposa, después de vivir un año de violencias
verbales, con discusiones constantes y recíprocas humillaciones. Nunca, en sus cuarenta
años de matrimonio, pensó el señor O’Connor que pudiera vivir una situación semejante.
Ni él ni ella estuvieron conscientes de cuándo empezó a fraguarse la discordia,
en qué momento preciso surgió el derrumbe.
Durante todo el año
que precedió a la separación el único lazo para ellos había sido, y seguía siendo,
la diaria audición de la BBC. Al conjuro de la radio el señor y la señora suspendían
sus disputas, o bien rompían su obstinado silencio para anunciarse que era la hora
precisa de escuchar Londres. Al terminar el programa no había nada que decirse.
El señor O’Connor decidió
realizar sus comidas en el comedor del Este, donde servían alimentos occidentales,
mientras la señora O’Connor permaneció en el comedor del Norte con su menú chino.
La pareja había ya decidido
no vivir más tiempo juntos, pero la radio seguía siendo un poderoso lazo que frustraba
cualquier intento de separación. Toda conversación sobre este tema caía inexorablemente
al mismo punto: “¿y a quién le quedará el aparato?”
Durante el invierno
la situación se hizo aún más tensa a causa de las largas veladas que debían pasar
juntos imposibilitados de salir al patio del hotel a una temperatura peligrosa para
la salud de ambos. Intentar una visita a algún residente en el hotel era, por otro
lado, empresa un tanto incierta, obstaculizada por la perspectiva desalentadora
de tener que transitar los enormes pasillos del hotel, saludando camareros chinos,
para encontrarse al fin con que el personaje buscado había salido a una excursión
o asistido a la Ópera.
Fue durante el invierno
que la señora O’Connor propuso a su marido que, una vez separados, el aparato de
radio debería permanecer una semana en poder de uno de ellos y la siguiente en poder
del otro, teniendo la obligación el poseedor de permitir la diaria audición de las
noticias. El señor O’Connor, después de encender su pipa y meditar el proyecto,
aceptó convencido.
Desde hacía casi tres
semanas el matrimonio O’Connor se había desintegrado cumpliendo la promesa en cuanto
al uso del aparato.
El señor había solicitado
a la administración del hotel un departamento en el mismo piso que su esposa, a
fin evitar dolorosas ascensiones de escaleras en que su artritis le obligaba a lanzar
maldiciones apenas veladas con el puño oprimiéndole la boca.
Y ahora el señor O’Connor,
regresando de oír el programa, abrió la puerta de su departamento, encendió la luz,
contempló desolado el desorden de planos y papeles y fue directamente a tumbarse
a la cama. Caminaba por el larguísimo pasillo del hotel, transitándolo penosamente
a causa de las alfombras que se empeñaban en ascender en pliegues y roturas, mientras
que allá abajo, en el abismo, el río bramaba porque el señor O’Connor avanzaba por
el Cañón del Colorado en donde realizara sus prácticas universitarias un año antes
de casarse. El viento le golpeaba furiosamente la cara y el pecho y advertía que
era imposible seguir sosteniéndose en las rocas. Sus piernas artríticas se negaban
a afianzarse y lanzando un grito que nunca escuchó cayó al vacío en un desplome
sin fin que de pronto fue vuelo formidable sobre el mapa finamente coloreado de
Europa, con las fronteras anteriores a la guerra del 14, y el señor O’Connor es
ahora Charly vestido con trajecito tirolés de cuero cayendo suavemente en las aguas
del Rhin, mientras escucha las risas de su padre que le llama para la merienda campestre,
pero en lugar de panes saca de la cesta un pasaporte para ir a Canadá a estudiar
geología, porque ahora ya tenía 18 años y la guerra amenazaba con estallar en cualquier
momento.
Despertó sobresaltado,
sentándose en su cama. Se levantó para ponerse la pijama, arregló los cobertores
y se metió a las sábanas, pensando en su juventud y en su insoportable vejez de
ahora.
Dando vueltas en la
cama, tratando de pescar un sueño huidizo, el señor O’Connor recordó su primer encuentro
con Betty en Canadá en la Escuela de Geología, el olor a cuadernos nuevos y a madera
de lápices recién afilados, el otoño rojo, las prácticas universitarias en Colorado
y su casamiento con Betty al terminar la carrera. Vino después su primer y único
contrato como geólogo compartido con su esposa, para explorar el subsuelo de ciertas
islas del Pacífico en donde su compañía creía encontrar petróleo. Aquella isla verde,
verde… isla. El señor O’Connor se volvió a quedar dormido.
La señora O’Connor terminó
de lavar las tazas del servicio de té, se secó las manos, vistió su camisón de dormir,
se dirigió a la mesa y encendió la lamparilla en forma de Ave Roc para leer documentos
recién llegados.
Era un informe acerca
de las actividades de los revolucionarios de Java, sus luchas en la selva, en las
playas de arenas blancas, la isla, el contrato para trabajar en la isla buscando
yacimientos de petróleo, ella y él muy jóvenes, recios, bellos, aquellas jornadas
agotadoras rodeando pantanos, con los aparatos de medición a cuestas, auxiliados
solamente por el único habitante de la isla pequeñísima, y luego el personaje aquél
adquiriendo grandes proporciones, las largas veladas a la luz de lámparas de gasolina
colgando de la casa de campaña, y el hombre hablando de las luchas en todo el mundo,
y los triunfos obreros, y luego con gran claridad el recuerdo de aquella noche en
la playa en que solemnemente firmaron la solicitud de ingreso al partido, documento
que el hombre recibió y dobló cuidadosamente para guardarlo en su cartera, de donde
habría de salir sólo para ser entregado algún día al comité central, quién sabe
a cuál comité central.
Constituyeron una célula
él, ella y el hombre. Con pasión discutían y leían informes antiguos que el hombre
guardaba en un cofre de metal, llenando con sus voces altas la soledad de la isla
desierta. Un día el hombre amaneció muerto y el señor y la señora O’Connor sintieron
una soledad creciente. Era desesperante saberse miembros de un partido al que amaban
sin conocerlo.
Las tareas de localización
de los mantos petroleros habían perdido todo interés para ellos cuando decidieron
iniciar su viaje a China para integrarse a la lucha antijaponesa.
Larga y penosa fue la
travesía desde Shangai, ocultos y en peligro constante en el sampán de un agente
de enlace, y después a pie hasta llegar a Yenán, donde en una cueva fueron recibidos
por aquel a quien buscaban.
La alegría de recibir
el carnet, de integrarse a una unidad de combate para realizar sus trabajos de cartógrafos,
saberse útiles al Nuevo Cuarto Ejército en la confección de los mapas y los planos
de la enorme geografía que les aguardaba, que se les venía encima a cada vuelta
de las ruedas del carro, las batallas, las victorias, y la tarde en que una granada
enemiga incendió el carro que les transportaba destruyendo su equipaje y con él
sus pasaportes.
La señora O’Connor levantó
la vista y se encontró en el espejo de su sala. Allí, triste en el cristal estaba
ella cambiada, atrozmente destruida, sin contacto posible con la joven sonriendo
en la foto del pasaporte perdido. Se levantó de la mesa y se acercó al espejo.
Contempló su rostro
como si fuera la imagen de una mujer lejana, desconocida, con frialdad. Las ojeras
moradas hundiéndose en las cuencas, los pliegues profundos y lacerados en las mejillas,
la boca pintada, fija desde hacía tiempo en una mueca circundada de arrugas, la
calvicie insultante y el colorete ahora diluyéndose en las lágrimas.
Cobró entonces conciencia
de que el vaivén había comenzado, meciéndose el enorme edificio del hotel, oscilante,
y el rostro en el espejo entrando y saliendo de la luna.
La señora O’Connor se
apoyó desesperadamente en un mueble y empezó a tararear. Sabía que un nuevo ataque
de su enfermedad estaba presentándose: aquel mareo que la impulsaba a rodar por
el piso, el empellón venido de no sabía dónde buscando derribarla, su equilibrio
anulado. Sólo escuchando su propia voz podía vencer la caída, con sus oídos atascados
de la melodía que tarareaba con angustia.
Logró vencer el desplome
y se llevó las manos al corazón desbocado. Un miedo sin bridas le hacía sudar humores
viscosos que le ceñían el camisón a su cuerpo viejo. Quiso que Charly estuviera
con ella, cercano, y la soledad creció más aún rebalsando la sala. Sin dejar un
instante de tararear abrió la puerta de su departamento y salió al pasillo donde
bullía la animación, el movimiento, el ir y venir de los centenares de huéspedes,
los especialistas extranjeros que como ella y el señor O’Connor colaboraban con
la Nueva China, y aquí estaban circulando encima de las alfombras, atareados, veloces,
llevando libros y documentos en las manos, maquetas y planos, vestidos como si salieran
rumbo a la recepción en el Palacio del Pueblo, las señoras con vestidos largos,
muchos de los técnicos con uniformes cargados de medallas, en un rumor de lenguas
distintas que envolvían a la señora O’Connor como si fuera la brisa del mar en la
isla desierta, la-la-la y ella avanzaba en medio de la multitud de rostros conocidos,
saludando en los idiomas que sabía, rozando casi con la mano los saris de las muchachas
hindúes, la-la-la sintiendo el penetrante olor a soya que emanaban los cuerpos de
los nepaleses, el mareante perfume de los velos persas, y ella saludando sin voz,
pero sintiéndola por dentro, sin dejar de tararear para evitar el derribo, inclinando
la cabeza a derecha e izquierda, sonriente, salud ingeniero Makarenko, doctor Hess,
profesora Husek, camarada Ramírez, y la brisa inundando la isla, y los gritos de
los monos disputándose un fruto, la-la-la y el aleteo metálico del Ave Roc remontándola
a las nubes en donde flotaban peces con cabezas de gato y un manatí bufaba con grandes
estertores oleosos devorando la imagen horrible del espejo, la-la-la, Irina Mijáilovna
qué gusto de verla, tarareando siempre, haciendo la reverencia, y el Ave Roc posándose
en las playas de la isla, con Charly en las arenas efectuando mediciones, y la playa
es ahora el aeropuerto de Pekín con un aeroplano que sale en vuelo directo a Londres
sintonizando la BBC antes de ser derribado por un aletazo terrible del Ave Roc que
se pierde camino del desierto en busca de yurtas y rebaños, la-la-la camarada Giacopello,
qué sorpresa, tarareando, la multitud en lenguas diversas aprisa en los pasillos,
aprisa siempre aprisa, la-la-la y el señor Singa mirándola asombrado, con el rostro
moreno extrañamente real, y su voz sonando de verdad en los oídos, buenas noches
señora O’Connor, y ella obligada a suspender el tarareo para contestar aquel saludo
retumbante, buenas noches, señor Singa, y el suelo precipitándose a sus ojos, como
si el Ave Roc la hubiera soltado en pleno vuelo, y el golpe seco de la alfombra
oprimiéndole la frente, el hotel oscilando, oscilando, y el rostro del hindú muy
cerca de su cara, inclinado, musitando palabras que no pueden captarse, moviendo
los labios febrilmente. Arrodillado la ayuda a levantarse, la pone de pie en el
pasillo vacío, desierto, del Hotel Yo-I-Pin-Wan, tocado por el gran éxodo, y a lo
lejos, casi al fondo del pasillo, un camarero chino acude corriendo a prestar ayuda,
pero ya el señor Singa ha logrado incorporarla, sosteniéndola ahora de los hombros,
y ella recupera su melodía hacedora de equilibrio, y vuelve a tararear, siente las
manos del hindú que la dejan y ella camina saludando a la multitud de huéspedes
vestidos de gala que circulan, la-la-la saludando en sus lenguas maternas, y ella
tarareando hasta encontrar la puerta de su casa al alcance de la mano la-la-la abriéndola,
y la señora O’Connor apaga la luz y se arroja a su cama arañándose la cara, llorando
como si estuviera en Canadá cerca de su padre.
Golpecillos discretos
en la puerta despertaron a la señora O’Connor. Abrió los ojos y vio su cuarto lleno
de sol. Supo que la mañana estaba ya muy avanzada.
–¿Quién llama? –preguntó
con voz apagada.
–Soy yo, Betty –respondió
el señor O’Connor del otro lado de la puerta–. Vengo por el aparato de radio.
–Ahora voy, Charly –aseguró,
buscando con el pie las zapatillas.
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