martes, 28 de junio de 2022

Con todo el respeto debido

Isabel Allende

 

Eran un par de pillos. Él tenía cara de corsario y llevaba el cabello y el bigote teñidos color de azabache, pero con el tiempo cambió de estilo y se dejó las canas, que le suavizaron la expresión y le dieron un aire más circunspecto. Ella era robusta, con esa piel lechosa de las sajonas pelirrojas, una piel que en la juventud refleja la luz con brochazos opalescentes, pero en la madurez se convierte en papel manchado. Los años que pasó en los campamentos petroleros y en los villorrios de la frontera no acabaron con su vigor, herencia de sus antepasados escoceses. Ni los mosquitos, ni el calor ni el mal uso pudieron agotarle el cuerpo o mermarle las ganas de mandar. A los catorce años abandonó a su padre, un pastor protestante que predicaba la Biblia en plena selva, labor del todo inútil porque nadie entendía su jerigonza en inglés y porque en esas latitudes las palabras, incluso las de Dios, se pierden en la algarabía de las aves. A esa edad la muchacha ya había alcanzado su estatura definitiva y estaba en pleno dominio de su persona. No era una criatura sentimental. Rechazó uno a uno a los hombres que, atraídos por la llamarada incandescente de su cabello, tan raro en el trópico, le ofrecieron protección. No había oído hablar del amor y no estaba en su temperamento inventarlo; en cambio supo sacarle el mejor partido al único bien que poseía y al cumplir veinticinco ya tenía un puñado de diamantes cosidos en el doblez de sus enaguas. Se los entregó sin vacilar a Domingo Toro, el único hombre que consiguió domarla, un aventurero que recorría la región cazando caimanes y traficando con armas y whisky falsificado. Era un bribón inescrupuloso, el compañero perfecto para Abigail McGovern.

En los primeros tiempos la pareja tuvo que inventar negocios algo estrafalarios para acrecentar su capital. Con los diamantes de ella y algunos ahorros que él había obtenido con sus contrabandos, sus cueros de lagarto y sus trampas en el juego, Domingo compró fichas del casino, porque supo que eran idénticas a las de otro casino al otro lado de la frontera, donde el valor de la moneda era muy superior. Llenó de fichas una maleta y viajó a cambiarlas por dinero contante y sonante. Alcanzó a repetir dos veces la misma operación antes de que las autoridades se alarmaran y cuando lo hicieron resultó que no se lo podía acusar de nada ilegal. Entretanto Abigail comerciaba con unos cacharros de barro que le compraba a los guajiros y vendía como piezas arqueológicas a los gringos de la Compañía de Petróleos, con tanto acierto que pronto pudo ampliar su empresa con falsas pinturas coloniales, hechas por un estudiante en un sucucho detrás de la catedral y envejecidas apresuradamente con agua de mar, hollín y orines de gato. Para entonces ella había depuesto los modales y las palabrotas de cuatrero, se había cortado el pelo y se vestía con trajes caros. Aunque su gusto era muy rebuscado y sus esfuerzos por parecer elegante demasiado notorios, podía pasar por una dama, lo cual facilitaba sus relaciones sociales y contribuía al éxito de sus negocios. Citaba a sus clientes en los salones del Hotel Inglés y mientras servía el té con los gestos mesurados que había aprendido a copiar, hablaba de partidas de caza y campeonatos de tenis en hipotéticos lugares de nombre británico, que nadie podía ubicar en un mapa. Después de la tercera taza mencionaba en tono confidencial el propósito de ese encuentro, mostraba fotografías de las supuestas antigüedades y dejaba en claro que su intención era salvar esos tesoros de la desidia local. El gobierno no tenía los recursos para preservar aquellos extraordinarios objetos, decía, y escamotearlos fuera del país, aunque fuera ilegal, constituía un acto de conciencia arqueológica.

Una vez que los Toro echaron las bases de una pequeña fortuna, Abigail pretendió fundar una estirpe y convenció a Domingo de la necesidad de tener un buen nombre.

–¿Qué hay de malo con el nuestro?

–Nadie se llama Toro, es un apellido de tabernero –replicó Abigail.

–Es el de mi padre y no pienso cambiarlo.

–En ese caso hay que convencer a todo el mundo de que somos ricos.

Sugirió comprar tierras y sembrar plátanos o café, como los godos de antaño, pero a él no le atraía la idea de irse a las provincias del interior, tierra salvaje, expuesta a bandas de ladrones, al ejército o a los guerrilleros, a víboras y a toda suerte de pestes; creía que era una estupidez partir a la selva en busca de futuro, puesto que ésta se hallaba al alcance de la mano en pleno centro de la capital; era más seguro dedicarse al comercio, como los miles de sirios y judíos que desembarcaban con un atado de miserias a la espalda y al cabo de pocos años vivían con holgura.

–Nada de turquerías. Lo que yo quiero es una familia respetable, que nos llamen don y doña y nadie se atreva a hablarnos con el sombrero puesto –dijo ella.

Pero él insistió y ella acabó por acatar su decisión, como casi siempre hacía, porque cuando se le ponía al frente su marido la mortificaba con largos periodos de abstinencia y silencio. En esas ocasiones él desaparecía de la casa por varios días, regresaba maltrecho de amores clandestinos, se mudaba de ropa y volvía a salir, dejando a Abigail furiosa al principio y luego aterrada por la idea de perderlo. Ella era una persona práctica, carecía por completo de sentimientos románticos y si alguna vez hubo en ella alguna semilla de ternura, los años de suripanta la destruyeron, pero Domingo era el único hombre que ella podía tolerar a su lado y no estaba dispuesta a dejarlo partir. Apenas Abigail cedía, él regresaba a dormir a su cama. No había reconciliaciones ruidosas, simplemente retomaban el ritmo de las rutinas y volvían a la complicidad de sus trampas. Domingo Toro instaló una cadena de tiendas en los barrios pobres, donde vendía muy barato, pero en grandes cantidades. Las tiendas le servían de pantalla para otros negocios menos lícitos. El dinero siguió amontonándose y pudieron pagar extravagancias de ricos, pero Abigail no estaba satisfecha, porque se dio cuenta de que una cosa era vivir con lujo y otra muy diferente ser aceptados en sociedad.

–Si me hubieras hecho caso no nos confundirían con comerciantes árabes. ¡Mira que ponerte a vender trapos! –le reclamó a su marido.

–No sé de qué te quejas, tenemos de todo.

–Sigue con tus bazares de pobres, si eso es lo que quieres, pero yo voy a comprar caballos de carrera.

–¿Caballos? ¿Qué sabes tú de caballos, mujer?

–Que son elegantes, toda la gente importante tiene caballos.

–¡Nos vamos a arruinar!

Por una vez Abigail logró imponer su voluntad y al poco tiempo comprobaron que no había sido mala idea. Los animales les dieron pretextos para alternar con las antiguas familias de criadores y además resultaron rentables, pero aunque los Toro aparecían con frecuencia en las páginas hípicas de la prensa, nunca estaban en la crónica social. Despechada, Abigail se puso cada vez más ostentosa. Encargó una vajilla de porcelana con su retrato pintado a mano en cada pieza, copas de cristal tallado y muebles con gárgolas furiosas en las patas, además de un raído sillón que hizo pasar como reliquia colonial, diciéndole a todo el mundo que había pertenecido al Libertador, razón por la cual le ató un cordón rojo por delante para que nadie pudiera posar las asentaderas donde el Padre de la Patria lo había hecho. Consiguió una institutriz alemana para sus hijos y un vagabundo holandés, a quien vistió de almirante, para manejar el yate de la familia. Los únicos vestigios del pasado eran los tatuajes de filibustero de Domingo y una lesión en la espalda de Abigail, como consecuencia de culebrear abierta de piernas en sus tiempos de barbarie; pero él se cubría los tatuajes con mangas largas y ella se hizo fabricar un corsé de hierro con cojinetes de seda para impedir que el dolor le postrara la dignidad. Para entonces era una mujerona obesa, cubierta de joyas, parecida a Nerón. La ambición marcó en ella los estragos físicos que las aventuras en la selva no habían logrado hacerle.

Con la intención de atraer a lo más selecto de la sociedad, los Toro ofrecían cada año para carnavales una fiesta de disfraces: la corte de Bagdad con el elefante y los camellos del zoológico y un ejército de mozos vestidos de beduinos; el Baile de Versalles, donde los invitados con trajes de brocados y pelucas empolvadas danzaron minué entre espejos biselados; y otras parrandas escandalosas que formaron parte de las leyendas locales y dieron motivo a violentas diatribas en los periódicos de izquierda. Tuvieron que apostar guardias en la casa para impedir que los estudiantes, indignados por el despilfarro, pintaran consignas en las columnas y lanzaran caca por las ventanas, alegando que los nuevos ricos llenaban sus bañeras con champaña, mientras los nuevos pobres cazaban los gatos de los tejados para comérselos. Esas francachelas les dieron cierta respetabilidad, porque para entonces la línea que dividía las clases sociales se estaba esfumando, al país llegaba gente de todos los rincones de la tierra atraída por el miasma del petróleo, la capital crecía sin control, las fortunas se hacían y se perdían en un santiamén y ya no había posibilidad de averiguar los orígenes de cada cual. Sin embargo, las familias de alcurnia mantenían a los Toro a la distancia, a pesar de que ellos mismos descendían de otros inmigrantes cuyo único mérito era haber llegado a esas costas con medio siglo de anticipación. Asistían a los banquetes de Domingo y Abigail y a veces paseaban por el Caribe en el yate guiado por la firme mano del capitán holandés, pero no retribuían las atenciones recibidas. Tal vez Abigail habría tenido que resignarse a un segundo plano, si un evento inesperado no les da vuelta la suerte.

Esa tarde de agosto Abigail despertó abochornada de la siesta, hacía mucho calor y el aire estaba cargado con presagios de tormenta. Se puso un vestido de seda sobre el corsé y se hizo conducir al salón de belleza. El automóvil atravesó las calles atestadas de tráfico con los vidrios cerrados, para evitar que algún resentido –de esos que cada vez había más– escupiera a la señora por la ventanilla, y se detuvo en el local a las cinco en punto, donde entró después de indicar al chófer que la recogiera una hora más tarde. Cuando el hombre regresó a buscarla Abigail no estaba. Las peluqueras dijeron que a los cinco minutos de llegar, la señora anunció que iba a hacer una corta diligencia, pero no volvió. Entretanto Domingo Toro recibió en su oficina la primera llamada de los Pumas Rojos, un grupo extremista del cual nadie había oído hablar hasta entonces, para anunciarle que habían secuestrado a su mujer.

Así comenzó el escándalo que salvó el prestigio de los Toro. La policía detuvo al chófer y a las peluqueras, allanaron barrios enteros y acordonaron la mansión de los Toro, con la consecuente molestia de los vecinos. Un autobús de la televisión bloqueó la calle durante días y un tropel de periodistas, detectives y curiosos pisoteó los prados de las casas. Domingo Toro apareció en las pantallas, sentado en el sillón de cuero de su biblioteca, entre un mapamundi y una yegua embalsamada, implorando a los plagiarios que le devolvieran a la madre de sus hijos. El magnate de los baratillos, como lo llamó la prensa, ofreció un millón por su mujer, cifra muy exagerada, porque otro grupo guerrillero sólo había conseguido la mitad por un embajador del Medio Oriente. Sin embargo, a los Pumas Rojos no les pareció suficiente y pidieron el doble. Después de ver la fotografía de Abigail en los periódicos, muchos pensaron que el mejor negocio de Domingo sería pagar esa cifra, no para recuperar a su cónyuge, sino para que los raptores se quedaran con ella. Una exclamación incrédula recorrió el país cuando el marido, después de algunas consultas con banqueros y abogados, aceptó el trato, a pesar de las advertencias de la policía. Horas antes de entregar la suma estipulada, recibió por correo un mechón de pelo rojo y una nota indicando que el precio había aumentado en otro cuarto de millón. Para entonces también los hijos de los Toro salían por televisión enviando mensajes de desesperación filial a Abigail. El macabro remate fue subiendo de tono día a día, ante los ojos atentos de la prensa.

El suspenso acabó cinco días más tarde, justo cuando la curiosidad del público empezaba a desviarse en otras direcciones. Abigail apareció atada y amordazada en un coche estacionado en pleno centro, algo nerviosa y despeinada, pero sin daños visibles y hasta un poco más gorda. La tarde en que Abigail regresó a su casa se juntó una pequeña multitud en la calle para aplaudir a ese marido que había dado tal prueba de amor.

Ante el acoso de los periodistas y las exigencias de la policía, Domingo Toro asumió una actitud de discreta galantería, negándose a revelar cuánto había pagado con el argumento de que su esposa no tenía precio. La exageración popular le atribuyó una cifra del todo improbable, mucho más de lo que ningún hombre había pagado jamás por una mujer y menos por la suya. Eso convirtió a los Toro en símbolo de opulencia, se dijo que eran tan ricos como el Presidente, quien se había beneficiado por años de los ingresos petroleros de la Nación y cuya fortuna se calculaba como una de las cinco mayores del mundo. Domingo y Abigail fueron encumbrados a la alta sociedad, donde no habían tenido acceso hasta entonces. Nada opacó su triunfo, ni siquiera las protestas públicas de los estudiantes, que colgaron lienzos en la Universidad acusando a Abigail de secuestrarse a sí misma, al magnate de sacar los millones de un bolsillo para meterlos en otro sin pagar impuestos, y a la policía de tragarse el cuento de los Pumas Rojos para asustar a la gente y justificar las purgas contra los partidos de oposición. Pero las malas lenguas no lograron destruir el magnífico efecto del secuestro y una década más tarde los Toro McGovern se habían convertido en una de las familias más respetables del país.

 

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