Isabel Allende
Eran un par de pillos. Él tenía
cara de corsario y llevaba el cabello y el bigote teñidos color de azabache, pero
con el tiempo cambió de estilo y se dejó las canas, que le suavizaron la expresión
y le dieron un aire más circunspecto. Ella era robusta, con esa piel lechosa de
las sajonas pelirrojas, una piel que en la juventud refleja la luz con brochazos
opalescentes, pero en la madurez se convierte en papel manchado. Los años que pasó
en los campamentos petroleros y en los villorrios de la frontera no acabaron con
su vigor, herencia de sus antepasados escoceses. Ni los mosquitos, ni el calor ni
el mal uso pudieron agotarle el cuerpo o mermarle las ganas de mandar. A los catorce
años abandonó a su padre, un pastor protestante que predicaba la Biblia en plena
selva, labor del todo inútil porque nadie entendía su jerigonza en inglés y porque
en esas latitudes las palabras, incluso las de Dios, se pierden en la algarabía
de las aves. A esa edad la muchacha ya había alcanzado su estatura definitiva y
estaba en pleno dominio de su persona. No era una criatura sentimental. Rechazó
uno a uno a los hombres que, atraídos por la llamarada incandescente de su cabello,
tan raro en el trópico, le ofrecieron protección. No había oído hablar del amor
y no estaba en su temperamento inventarlo; en cambio supo sacarle el mejor partido
al único bien que poseía y al cumplir veinticinco ya tenía un puñado de diamantes
cosidos en el doblez de sus enaguas. Se los entregó sin vacilar a Domingo Toro,
el único hombre que consiguió domarla, un aventurero que recorría la región cazando
caimanes y traficando con armas y whisky falsificado. Era un bribón inescrupuloso,
el compañero perfecto para Abigail McGovern.
En los primeros
tiempos la pareja tuvo que inventar negocios algo estrafalarios para acrecentar
su capital. Con los diamantes de ella y algunos ahorros que él había obtenido con
sus contrabandos, sus cueros de lagarto y sus trampas en el juego, Domingo compró
fichas del casino, porque supo que eran idénticas a las de otro casino al otro lado
de la frontera, donde el valor de la moneda era muy superior. Llenó de fichas una
maleta y viajó a cambiarlas por dinero contante y sonante. Alcanzó a repetir dos
veces la misma operación antes de que las autoridades se alarmaran y cuando lo hicieron
resultó que no se lo podía acusar de nada ilegal. Entretanto Abigail comerciaba
con unos cacharros de barro que le compraba a los guajiros y vendía como piezas
arqueológicas a los gringos de la Compañía de Petróleos, con tanto acierto que pronto
pudo ampliar su empresa con falsas pinturas coloniales, hechas por un estudiante
en un sucucho detrás de la catedral y envejecidas apresuradamente con agua de mar,
hollín y orines de gato. Para entonces ella había depuesto los modales y las palabrotas
de cuatrero, se había cortado el pelo y se vestía con trajes caros. Aunque su gusto
era muy rebuscado y sus esfuerzos por parecer elegante demasiado notorios, podía
pasar por una dama, lo cual facilitaba sus relaciones sociales y contribuía al éxito
de sus negocios. Citaba a sus clientes en los salones del Hotel Inglés y mientras
servía el té con los gestos mesurados que había aprendido a copiar, hablaba de partidas
de caza y campeonatos de tenis en hipotéticos lugares de nombre británico, que nadie
podía ubicar en un mapa. Después de la tercera taza mencionaba en tono confidencial
el propósito de ese encuentro, mostraba fotografías de las supuestas antigüedades
y dejaba en claro que su intención era salvar esos tesoros de la desidia local.
El gobierno no tenía los recursos para preservar aquellos extraordinarios objetos,
decía, y escamotearlos fuera del país, aunque fuera ilegal, constituía un acto de
conciencia arqueológica.
Una vez que
los Toro echaron las bases de una pequeña fortuna, Abigail pretendió fundar una
estirpe y convenció a Domingo de la necesidad de tener un buen nombre.
–¿Qué hay de
malo con el nuestro?
–Nadie se llama
Toro, es un apellido de tabernero –replicó Abigail.
–Es el de mi
padre y no pienso cambiarlo.
–En ese caso
hay que convencer a todo el mundo de que somos ricos.
Sugirió comprar
tierras y sembrar plátanos o café, como los godos de antaño, pero a él no le atraía
la idea de irse a las provincias del interior, tierra salvaje, expuesta a bandas
de ladrones, al ejército o a los guerrilleros, a víboras y a toda suerte de pestes;
creía que era una estupidez partir a la selva en busca de futuro, puesto que ésta
se hallaba al alcance de la mano en pleno centro de la capital; era más seguro dedicarse
al comercio, como los miles de sirios y judíos que desembarcaban con un atado de
miserias a la espalda y al cabo de pocos años vivían con holgura.
–Nada de turquerías.
Lo que yo quiero es una familia respetable, que nos llamen don y doña y nadie se
atreva a hablarnos con el sombrero puesto –dijo ella.
Pero él insistió
y ella acabó por acatar su decisión, como casi siempre hacía, porque cuando se le
ponía al frente su marido la mortificaba con largos periodos de abstinencia y silencio.
En esas ocasiones él desaparecía de la casa por varios días, regresaba maltrecho
de amores clandestinos, se mudaba de ropa y volvía a salir, dejando a Abigail furiosa
al principio y luego aterrada por la idea de perderlo. Ella era una persona práctica,
carecía por completo de sentimientos románticos y si alguna vez hubo en ella alguna
semilla de ternura, los años de suripanta la destruyeron, pero Domingo era el único
hombre que ella podía tolerar a su lado y no estaba dispuesta a dejarlo partir.
Apenas Abigail cedía, él regresaba a dormir a su cama. No había reconciliaciones
ruidosas, simplemente retomaban el ritmo de las rutinas y volvían a la complicidad
de sus trampas. Domingo Toro instaló una cadena de tiendas en los barrios pobres,
donde vendía muy barato, pero en grandes cantidades. Las tiendas le servían de pantalla
para otros negocios menos lícitos. El dinero siguió amontonándose y pudieron pagar
extravagancias de ricos, pero Abigail no estaba satisfecha, porque se dio cuenta
de que una cosa era vivir con lujo y otra muy diferente ser aceptados en sociedad.
–Si me hubieras
hecho caso no nos confundirían con comerciantes árabes. ¡Mira que ponerte a vender
trapos! –le reclamó a su marido.
–No sé de qué
te quejas, tenemos de todo.
–Sigue con tus
bazares de pobres, si eso es lo que quieres, pero yo voy a comprar caballos de carrera.
–¿Caballos?
¿Qué sabes tú de caballos, mujer?
–Que son elegantes,
toda la gente importante tiene caballos.
–¡Nos vamos
a arruinar!
Por una vez
Abigail logró imponer su voluntad y al poco tiempo comprobaron que no había sido
mala idea. Los animales les dieron pretextos para alternar con las antiguas familias
de criadores y además resultaron rentables, pero aunque los Toro aparecían con frecuencia
en las páginas hípicas de la prensa, nunca estaban en la crónica social. Despechada,
Abigail se puso cada vez más ostentosa. Encargó una vajilla de porcelana con su
retrato pintado a mano en cada pieza, copas de cristal tallado y muebles con gárgolas
furiosas en las patas, además de un raído sillón que hizo pasar como reliquia colonial,
diciéndole a todo el mundo que había pertenecido al Libertador, razón por la cual
le ató un cordón rojo por delante para que nadie pudiera posar las asentaderas donde
el Padre de la Patria lo había hecho. Consiguió una institutriz alemana para sus
hijos y un vagabundo holandés, a quien vistió de almirante, para manejar el yate
de la familia. Los únicos vestigios del pasado eran los tatuajes de filibustero
de Domingo y una lesión en la espalda de Abigail, como consecuencia de culebrear
abierta de piernas en sus tiempos de barbarie; pero él se cubría los tatuajes con
mangas largas y ella se hizo fabricar un corsé de hierro con cojinetes de seda para
impedir que el dolor le postrara la dignidad. Para entonces era una mujerona obesa,
cubierta de joyas, parecida a Nerón. La ambición marcó en ella los estragos físicos
que las aventuras en la selva no habían logrado hacerle.
Con la intención
de atraer a lo más selecto de la sociedad, los Toro ofrecían cada año para carnavales
una fiesta de disfraces: la corte de Bagdad con el elefante y los camellos del zoológico
y un ejército de mozos vestidos de beduinos; el Baile de Versalles, donde los invitados
con trajes de brocados y pelucas empolvadas danzaron minué entre espejos biselados;
y otras parrandas escandalosas que formaron parte de las leyendas locales y dieron
motivo a violentas diatribas en los periódicos de izquierda. Tuvieron que apostar
guardias en la casa para impedir que los estudiantes, indignados por el despilfarro,
pintaran consignas en las columnas y lanzaran caca por las ventanas, alegando que
los nuevos ricos llenaban sus bañeras con champaña, mientras los nuevos pobres cazaban
los gatos de los tejados para comérselos. Esas francachelas les dieron cierta respetabilidad,
porque para entonces la línea que dividía las clases sociales se estaba esfumando,
al país llegaba gente de todos los rincones de la tierra atraída por el miasma del
petróleo, la capital crecía sin control, las fortunas se hacían y se perdían en
un santiamén y ya no había posibilidad de averiguar los orígenes de cada cual. Sin
embargo, las familias de alcurnia mantenían a los Toro a la distancia, a pesar de
que ellos mismos descendían de otros inmigrantes cuyo único mérito era haber llegado
a esas costas con medio siglo de anticipación. Asistían a los banquetes de Domingo
y Abigail y a veces paseaban por el Caribe en el yate guiado por la firme mano del
capitán holandés, pero no retribuían las atenciones recibidas. Tal vez Abigail habría
tenido que resignarse a un segundo plano, si un evento inesperado no les da vuelta
la suerte.
Esa tarde de
agosto Abigail despertó abochornada de la siesta, hacía mucho calor y el aire estaba
cargado con presagios de tormenta. Se puso un vestido de seda sobre el corsé y se
hizo conducir al salón de belleza. El automóvil atravesó las calles atestadas de
tráfico con los vidrios cerrados, para evitar que algún resentido –de esos que cada
vez había más– escupiera a la señora por la ventanilla, y se detuvo en el local
a las cinco en punto, donde entró después de indicar al chófer que la recogiera
una hora más tarde. Cuando el hombre regresó a buscarla Abigail no estaba. Las peluqueras
dijeron que a los cinco minutos de llegar, la señora anunció que iba a hacer una
corta diligencia, pero no volvió. Entretanto Domingo Toro recibió en su oficina
la primera llamada de los Pumas Rojos, un grupo extremista del cual nadie había
oído hablar hasta entonces, para anunciarle que habían secuestrado a su mujer.
Así comenzó
el escándalo que salvó el prestigio de los Toro. La policía detuvo al chófer y a
las peluqueras, allanaron barrios enteros y acordonaron la mansión de los Toro,
con la consecuente molestia de los vecinos. Un autobús de la televisión bloqueó
la calle durante días y un tropel de periodistas, detectives y curiosos pisoteó
los prados de las casas. Domingo Toro apareció en las pantallas, sentado en el sillón
de cuero de su biblioteca, entre un mapamundi y una yegua embalsamada, implorando
a los plagiarios que le devolvieran a la madre de sus hijos. El magnate de los baratillos,
como lo llamó la prensa, ofreció un millón por su mujer, cifra muy exagerada, porque
otro grupo guerrillero sólo había conseguido la mitad por un embajador del Medio
Oriente. Sin embargo, a los Pumas Rojos no les pareció suficiente y pidieron el
doble. Después de ver la fotografía de Abigail en los periódicos, muchos pensaron
que el mejor negocio de Domingo sería pagar esa cifra, no para recuperar a su cónyuge,
sino para que los raptores se quedaran con ella. Una exclamación incrédula recorrió
el país cuando el marido, después de algunas consultas con banqueros y abogados,
aceptó el trato, a pesar de las advertencias de la policía. Horas antes de entregar
la suma estipulada, recibió por correo un mechón de pelo rojo y una nota indicando
que el precio había aumentado en otro cuarto de millón. Para entonces también los
hijos de los Toro salían por televisión enviando mensajes de desesperación filial
a Abigail. El macabro remate fue subiendo de tono día a día, ante los ojos atentos
de la prensa.
El suspenso
acabó cinco días más tarde, justo cuando la curiosidad del público empezaba a desviarse
en otras direcciones. Abigail apareció atada y amordazada en un coche estacionado
en pleno centro, algo nerviosa y despeinada, pero sin daños visibles y hasta un
poco más gorda. La tarde en que Abigail regresó a su casa se juntó una pequeña multitud
en la calle para aplaudir a ese marido que había dado tal prueba de amor.
Ante el acoso
de los periodistas y las exigencias de la policía, Domingo Toro asumió una actitud
de discreta galantería, negándose a revelar cuánto había pagado con el argumento
de que su esposa no tenía precio. La exageración popular le atribuyó una cifra del
todo improbable, mucho más de lo que ningún hombre había pagado jamás por una mujer
y menos por la suya. Eso convirtió a los Toro en símbolo de opulencia, se dijo que
eran tan ricos como el Presidente, quien se había beneficiado por años de los ingresos
petroleros de la Nación y cuya fortuna se calculaba como una de las cinco mayores
del mundo. Domingo y Abigail fueron encumbrados a la alta sociedad, donde no habían
tenido acceso hasta entonces. Nada opacó su triunfo, ni siquiera las protestas públicas
de los estudiantes, que colgaron lienzos en la Universidad acusando a Abigail de
secuestrarse a sí misma, al magnate de sacar los millones de un bolsillo para meterlos
en otro sin pagar impuestos, y a la policía de tragarse el cuento de los Pumas Rojos
para asustar a la gente y justificar las purgas contra los partidos de oposición.
Pero las malas lenguas no lograron destruir el magnífico efecto del secuestro y
una década más tarde los Toro McGovern se habían convertido en una de las familias
más respetables del país.
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