Alejo Carpentier
El
gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el rostro de Su Majestad. De
una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques, entregándolo a la reina, que
lo guardó en el escote, sintiendo cómo descendía hasta su vientre, con fría
retorcedura de gusano. Después, obedeciendo a una orden, los pajes colocaron el
cadáver sobre el montón de argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de
espaldas, como halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco
en la subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello
desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas
siguieron flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla. Luego
solo quedó el rostro, soportado por el dosel del bicornio, atravesado de oreja
a oreja. Temiendo que el mortero se endureciera sin haber sorbido totalmente la
cabeza, el gobernador apoyó su mano en la frente del rey, para hundirla más
pronto, con gesto de quien toma la temperatura a un enfermo. Por fin, se cerró
la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento
viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos
envolvente. Al fin, el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo
apresaba. Después de haber escogido su propia muerte, Henri Christophe
ignoraría la podredumbre de su carne confundida con la materia misma de la
fortaleza, inscrita dentro de su arquitectura, integrada con su cuerpo haldado
de contrafuerte. La Montaña del Gorro del Obispo, toda entera, se había
transformado en le mausoleo del primer rey de Haití.
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