Rubén Bareiro Saguier
Todo esto es mentira, una
patraña para desprestigiar al juez de paz; porque si lo trataran de ladrón o de
prevaricador o hasta de violador –abusando de la leyenda difundida por aquella muchachita
convocada en el despacho de su señoría para una deposición…–, pero acusarlo de esto,
¡y en qué forma! Ahí está, eso es cosa de la maldita oposición, deslenguada, envidiosa,
amargada, incapaz de otra cosa que no sea difamación, bajeza. Además, ¡el procedimiento
empleado! Ya el color de las gruesas letras con que un buen día amanecieron embadurnadas
las paredes de algunas casas de la calle principal, podían hacer sospechar. Es cierto
que luego los letreros se fueron pareciendo al arco iris del propio cielo, pero
por puro disimulo; además ya se había producido el contraataque, de manera que nadie
sabía más quién ni cómo había pintado. Ahora ya nadie entiende más nada en el pueblo.
Ninguna investigación ha podido aclarar el misterio de los pintores nocturnos. Ni
las multiplicadas rondas de los vigilantes; apenas los tabachís daban la vuelta
a la manzana que cuando volvían, ya estaban las terribles acusaciones, goteando
su infamia todavía fresca. Es cosa de brujería, son los poras, decían los soldaditos,
y había que amenazarles con duros castigos, controlarles con la “brigada especial”,
comandada por el propio hijo del juez, para vencer el miedo y la resistencia a esas
rondas endemoniadas. Las noches del pueblo se llenaron de “¡altos!”, “carajos”,
“recontras” y ruidos de los cerrojos de los fusiles; de poras que pintaban leyendas
contra el “juez cuatrero”. La acusación cayó como una bomba en el pueblo. No se
trata de poner en duda o dar automáticamente por bien fundada la imputación. La
cosa es que en este pueblo el ganado vale más que la mujer y carnear un animal ajeno
es peor que matar a un hermano de padre y madre. Sí señor, esto viene de lejos y…
es largo de explicar. Peor que liquidar a un pariente cercano; el delito es grave,
gravísimo. Y además, ¡esa publicidad vergonzosa! Porque siempre hubo cuatrerismo
en la región y hasta cuatreros famosos, como aquel Mate Cocido, que se decía “protector
de los pobres”, porque ayudaba a unos cuantos zaparrastrosos que le encubrían, y
fue muerto como un perro, como el perro que mordió al hijo del Intendente, acribillado
a balazos por la “junta de vecinos”, fundada para perseguirlo y comandada por el
propio señor comisario. Sí señor, hubo cuatreros por aquí, a montones; y al fin
de cuentas, el juez es un ser humano… tanto más que él maneja el registro de transferencia
de ganados. Pero esto es cosa de la oposición, sin ninguna duda, como venganza,
en primer lugar porque eran principalmente animales de los caudillos opositores
los que desaparecían, y en segundo, porque estos infelices son unos malhablados
de mierda, capaces de cualquier cosa. Hay que ver lo que hicieron cuando el juez
dictó un bando atribuyendo la desaparición de ganados a la presencia de un jaguar
en la zona. “juez jaguar” fue lo único que se les ocurrió agregar a las otras inscripciones.
Y sin embargo, cerca del lugar del delito, se encontraban siempre rastros de un
animal sanguinario como el jaguar, pisadas en la tierra y sobre todo una marca profunda
de garras en el sitio en que se había consumado el hecho.
¿Qué pájaro y qué cuervo,
qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas?, se preguntaban
todos en el pueblo. Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió
para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que
valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura
Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para
los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando
así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. “Pecado
mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego
del averno”, gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos
que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones solo asustaban
a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las
palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote
y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.
Entonces vino el contraataque
a fondo del juez. Como medida previa hizo apresar a todos los principales jefes
opositores. Bien merecido; pero las inscripciones no solo no cesaron, sino que por
el contrario aumentaron. Cansado de hacer borronear las letrotas, mandó pintar sistemáticamente
con su gente otras al lado de las que le acusaban. Comenzó con los caudillos adversos
más conocidos. “Bartolo Jiménez cuatrero”, “Antonio Portillo cuatrero”, “Domingo
Asayé cuatrero”, “Amancio Peralta cuatrero”… Aquello fue una carrera, un torbellino
de pincelazos y letrones, de colores y de nombres. Porque, finalmente, el juez no
se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes
del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas… Hasta que tuvo que poner
más atención en sus leyendas cuando vino el comisario con un piquete de soldados
a averiguar por qué había difamado a su suegro y miembro de la junta local del Partido.
Bueno, la cosa es que en
este pueblo no hay demasiada gente para tanta pintura; pero, como es bien sabido
aquí, el juez es letrado y hombre de recursos. Recomenzó la lista con los marcantes
de la gente: “Lorito cuarto cuatrero”, “Antonio karë cuatrero”, “Vela de sebo cuatrero”,
“Burro lápiz cuatrero”… Pero eso sí, respetó las jerarquías y caballerescamente
a las mujeres. El comisario, el cura, el intendente, el presidente del Partido,
el maestro, el boticario, el jefe de Impuestos Internos, el representante de la
Corporación de Alcoholes y otros notables estaban fuera de toda sospecha, sobre
todo teniendo en cuenta el incidente con el suegro del señor comisario; además,
no era el caso de sembrar la anarquía y soliviantar a la oposición. Y las mujeres,
naturalmente, por caballerosidad y porque veía mal cómo podrían andar carneando
de noche vacas ajenas, salvo doña María, la viuda del inglés. Una estanciera rica,
más si es mujer-macho como esta, puede hacer las peores cosas, hasta matar novillos
o toros de cría.
Noche a noche, noche tras
noche, noche y noche pinta que te pinta; ángeles o demonios, sombras o lechuzas,
poras o cristianos mañeros escribiendo gruesas letras con la acusación vergonzosa
contra la autoridad. Con el mismo entusiasmo, la gente del juez replicando dale
que dale, retribuyendo pincelazo por pincelazo, cuatrero por cuatrero. Las fachadas
se llenaron de nombres, de marcantes y por sobre todo, la superior presencia del
juez, gran señor de las paredes del pueblo. Cuando ya no hubo muros en dónde pintar,
ni siquiera en los ranchos de los suburbios, aparecieron inscripciones en las barrigas
de los burros, sobre las costillas de los perros y en los flancos de las vacas,
especialmente en los de colores claros, aunque la pintura blanca solucionaba perfectamente
el caso de los pelos oscuros; el problema se planteó con los overos, los pintados
y los morunos, sobre los que era difícil distinguir las letras. Esta fase desagradó
mucho a todo el mundo; una ola de protestas indignadas se levantó unánimemente.
Para evitar la destrucción de las bellezas naturales, de esos adornos del pueblo
–una vaca embadurnada es horrible, un perro pintado parece un pora, un burro manchado
es indecente–, el juez hizo colocar grandes paneles en la plazoleta que está entre
la Iglesia y la Municipalidad. Fue un suspiro de alivio popular y hasta atrajo una
decena de turistas, entre ellos un gringo fotógrafo que se incorporó a la vida del
pueblo con el marcante de Duende de Lata. Pero la cosa es que también esos cartelones
se están llenando…
Yo, Sinforiano Santacruz,
juez de paz letrado de este pueblo, preocupado por el bienestar de la población,
acabo de ordenar que se coloquen nuevos paneles de tela blanca en la plazoleta del
puerto. Cumplido con mi deber de magistrado, me pongo mi piel de jaguar, tomo mi
gran garra de jaguar y me voy a realizar mi acostumbrada gira campestre…
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