Manuel A. Alonso
Si el lector ha hecho alguna
vez el camino de Caguas a la capital de Puerto Rico, recordará el hermoso valle
que media entre la cuesta de Quebrada–Arenas, y el cerro llamado de la Mesa; valle
ameno y muy fértil regado por el río Cañas y la Quebrada–Arenas, y sembrado de infinidad
de árboles, algunos de los cuales, situados a la orilla del camino, sirven de día
para guarecerse el viajero de los ardores del sol, y mienten de noche fantásticas
apariciones que asustan a más de un supersticioso.
Dos
caminantes atravesaban este valle en una noche de enero a las dos de la madrugada:
el uno, joven de veinte años, de cabello y ojos muy negros y relucientes, tez morena
y con aquel tinte amarillo tan general en los criollos descendientes de europeos
sin mezcla de otra raza, montaba un hermoso caballo negro, cuyas orejas pequeñas
y móviles seguían de continuo la dirección del menor ruido causado por el aire,
o de cualquier objeto en el cual se reflejaba la luz dudosa de la luna menguante
que acababa de salir. El otro, mulato bronceado, de formas atléticas, y vestido
con sombrero de paja y camisa y pantalón de tela blanca, iba sobre un alazán, que
si no igualaba en la casta al caballo de su joven amo, llevaba no poca carga sin
dar la menor señal de flaqueza.
–Jacinto
–dijo el primero de estos dos personajes–, parece que vas cabeceando, procura tenerte
firme, que caerás si te descuidas.
–Es
verdad, niño, pero también lo es que tengo motivo para ir dando el piojo: hace cuatro
noches que apenas duermo.
–Tampoco
he dormido yo, y sin embargo me mantengo firme.
–¡Ah!
cuando yo tenía la edad de su merced no me dormía aunque pasara quince malas noches;
pero aquel era otro tiempo, ahora tengo veinte años más, y no puedo llevar muchos
huevos de punta.
–Tienes
razón, aquel era otro tiempo –contestó el joven en tono de mofa–: ¡qué buena pieza
serías entonces! ¿Cuántas muchachas tenías enredadas?
–Ninguna,
niño, en mi vida he querido a nadie, más que a Juana mi mujer, la criandera de su
merced, y me alegro mucho de ello; porque ella me ha querido y me quiere lo que
nadie puede pensar.
–Sí,
buena pieza, ya lo sé, y tampoco ignoro que, en el año que yo nací, tuvo mi padre
que casaros por lo mucho que os habíais querido antes de estar autorizados para
ello.
–Vamos,
niño, su merced siempre ha de ser el mismo: ¿quién hubiera dicho cuando lo paseábamos
de noche en brazos porque no cesaba de llorar, que había de ser después tan amigo
de reírse a costa del prójimo?
–¿Con
qué entonces no te echaba pullas?…
–La
cruz de Nazareno te caiga debajo, y te levante un millón de leguas más arriba de
las estrellas –gritó el mulato, interrumpiendo a su amo.
En
este instante comenzaban a bajar una pendiente, habiendo dejado algunos pasos atrás,
y a la izquierda del camino, una cruz de madera, que hacía años estaba en aquel
sitio clavada en tierra. El mulato se había quitado su sombrero, y rezaba temblando
de miedo.
–¿Empiezas
ya con tus majaderías? –dijo el joven fingiendo estar enfadado–. ¿A qué vienen esos
gritos?
–Niño,
no son majaderías; he oído cantar al pájaro malo.
–Calla,
tonto, ¿que más pájaro malo que tú?
–La
cruz de Nazareno te caiga debajo –repitió de nuevo el esclavo; añadiendo después–:
¿Y ahora lo ve su merced? ¿Ha cantado o no?
En
efecto, tres gritos lejanos, al parecer de un ave nocturna, llegaron a oídos de
los viajeros.
–Y
bien –contestó el joven a su interlocutor–, ¿qué tenemos con eso? Si ha cantado,
contéstale tú con una copla de cadenas, de aquellas que sabes improvisar.
–Parece
imposible que se burle su merced de esas que a mí me dan tanto miedo.
–Y
también lo parece que un hombre como tú, que rinde a un toro por los cuernos, que
se ha echado a un río crecido por salvar a quien no conocía, y que ha reñido con
tres negros cimarrones a la vez, tenga temor por esos cuentos de viejas.
–No
son cuentos de viejas, niño; y la prueba de esto es esa cruz que hemos pasado ahora.
–¿Y
qué tiene que ver la cruz con el pájaro malo?
–Si
su merced supiera lo que significa esa cruz, y por qué se puso en donde está, no
me haría esa pregunta.
–Yo
no sé más, sino que en el mismo sitio mataron a uno y, como es costumbre, han puesto
una cruz para que los caminantes rueguen a Dios por su alma.
–Pues
hay más que eso.
–Vaya,
veo que quieres contarme un cuento, que de todo tendrá menos de verdadero.
–Todo
el pueblo sabe la historia de la muerte de Gregorio Rodríguez, que tiene mucho de
verdad, y es extraño que su merced no la sepa.
–Me
alegro mucho de no saberla, porque así te la oiré contar, y entretendremos un rato
el camino.
–Pues,
señor –comenzó Jacinto– había en el barrio de la Jagua un mozo de unos veinte años,
llamado Gregorio, o Goyo, hijo de Atanasio Rodríguez, uno de los que fueron a buscar
a los ingleses al puente de Martín Peña, con aquel tremendo Díaz, que dicen los
desafiaba encaramado sobre uno de los pedazos que de dicho puente habían quedado
cuando lo volaron los sitiadores. Este tal Goyo era alto, grueso a proporción, y
tenía más fuerza que una yunta de bueyes: nadie podía aguantar su genio; a los doce
años hirió a un hermano suyo, y a los diez y ocho levantó la mano a su padre, que
aunque hubiera sido para él un extraño, no merecía semejante injuria, porque todos
le teníamos por el hombre mejor del mundo. El pobre viejo sufrió con mucha paciencia
los golpes de su hijo, y cuando se vio libre de él, arrodillándose en medio del
soberano levantó las manos al cielo, diciendo: ¡Dios mío!, perdona a ese muchacho,
que no sabe lo que acaba de hacer conmigo.
“Pasaron
de esto algunos meses, y el padre y el hijo parecían olvidados de lance tan desagradable;
pero como la justicia de Dios había de cumplirse, héteme que una tarde sale mi mozo
con otro camarada suyo para ir a bailar a Turabo: llegaron a la casa del baile,
y allí estuvieron hasta las tres de la madrugada sin que nada les sucediese. Al
salir se juntaron con otro conocido de su mismo barrio, y tomaron el camino conversando
alegremente: un poco antes de llegar al pueblo de Caguas, que habían de atravesar,
oyeron cantar al pájaro malo. El endiablado Goyo se echó a reír y gritó: «Mira,
mal avechucho, ven mañana a casa por cuatro granos de sal; y no faltes, que te espero.»
En este momento la sombra del pájaro se pintó en el suelo delante de él; y a pesar
de que quería hacerse el guapo, le dio un temblor tan fuerte, que apenas podía dar
un paso. Los otros dos, que tenían miedo como él, le echaron en cara su locura en
desafiar el poder del malo; mas él, recobrando su malvado valor, echó por aquella
boca mil pestes sobre todo lo que nos enseña la doctrina cristiana.
“Al
siguiente día, al mudar una res que nunca había topado, recibió de ella una cornada,
que le hizo ir muy alto, rompiéndose al caer una pierna. Su pobre padre le asistió
con el mayor agrado durante los muchos días que estuvo de peligro, y pasó las noches
en vela, rogándole en vano que se confesase y comulgase.
“Apenas
curado, volvió a su antigua vida de vicioso y mal hijo: salia de su casa sin volver
a veces en tres o cuatro días y cuando se le acababa el dinero y no tenía que jugar,
robaba a algún vecino o a su mismo padre lo que podía, para seguir en tan perjudicial
entretenimiento. Llegó, por fin, un día en que nada quedaba al viejo, y entonces
le abandonó, dejándole solo, pues que su hermano había muerto poco antes; se fue
a vivir con uno que no tenía otro oficio que el robo, y cometió en su compañía tantos
crímenes, que la justicia le echó mano y fue sentenciado a cuatro años de presidio.
“Cumplida
la condena, volvió más holgazán y más pícaro que antes a unirse a su compañero y
comenzaron de nuevo sus fechorías. Una noche asesinaron, por robarle treinta pesos,
a un infeliz que volvía de la ciudad, donde había vendido su pequeña cosecha de
café; el crimen quedó sin castigo porque nadie supo quién lo cometió.
“A
los pocos días se habló de otro robo de más consideración, y no pasaron muchos después
de este último, cuando se encontró una mañana en el Barrio de Culebras el cadáver
del compañero de Goyo cosido a puñaladas, y no faltó quien dijera que el matador
era nuestro mocito de la Jagua, que después del suceso gastaba y se divertía, sin
que ninguno supiera su oficio.
“Al
cabo de algún tiempo se le acabó el dinero y no sus vicios; salió una noche de una
casa de este barrio que pasamos ahora, en la cual había perdido lo poco que le quedaba,
y pensó matar a otro jugador que había ganado mucho. Para lograr su intento se colocó
en el lugar donde ahora está la cruz de palo, y allí aguardó la proximidad de su
nueva víctima. Ya el otro subía la cuestecita… no le faltaba mucho… Goyo tenía el
machete empuñado con la mano derecha, y con la zurda aflojaba dentro de la vaina
el cuchillo que llevaba a la pretina, iba a adelantar hacia el camino, y… el pájaro
malo cantó sobre su cabeza.
“La
cruz de Nazareno te caiga debajo, dijo el jugador afortunado; y de repente, viendo
un bulto a la orilla del camino, paró el caballo y añadió:
“–Caramba,
apártese un poquito más lejos, o diga qué es lo que quiere.
“–Que
me entregues el dinero que nos has robado esta noche con tus trampas.
“–Pues,
amigo, venga por él y se lo daré, que desde aquí no puedo tirarlo.
“–Allá
voy, y despachemos pronto.
“Diciendo
esto saltó la zanja, y se adelantó hasta muy cerca del que le aguardaba, al parecer
resignado a dejarse robar; levantó el machete, y ya iba a descargar el golpe terrible,
cuando se oyó un tiro; la bala de una pistola disparada por el jugador atravesó
el pecho de Goyo, y el canto del pájaro malo respondió desde lejos al grito que
dio este al caer en medio del camino bañado en sangre.
“Quiso
Dios que el cura del pueblo, que volvía de una administración, acertase a pasar
por aquel sitio y viendo un hombre en el suelo, se acercó a él con el fin de auxiliarle,
si estaba enfermo, o apartarle a un lado, si otra causa menos lastimera le obligaba
a guardar semejante postura. Se apeó de su caballo, y al poner la mano sobre aquel
cuerpo le halló todo mojado, latía muy poco el corazón y la respiración apenas se
sentía. Con mucho trabajo logró incorporarle, ayudado por el hombre que le acompañaba;
mas no pasó un minuto después de esto cuando el herido, volviendo en sí, después
de un profundo gemido dijo:
“–¡Ah!
¿Quién es la buena alma que me socorre y me vuelve a la vida?
“Es
Dios –contestó el sacerdote–, que ha traído aquí al más indigno de sus ministros
para recibir de usted la confesión de sus culpas, y auxiliarle con el fin de lograr
la salvación de su alma, y volver si es posible la salud al cuerpo.
“–¡Oh
padre!, lo último es imposible, porque estoy muy mal herido, y conozco que se me
va acabando por momentos la poca vida que me queda; y lo primero es igualmente desesperado,
porque soy un infame y mi vida es un tejido de crímenes.
“–Hijo
mío, confía en la divina Providencia, abre tu corazón a un ser infinitamente misericordioso,
confiesa y arrepiéntete de tus culpas, que Dios las perdonará.
“–¿Es
posible, padre? ¿Dios perdona a hombres como yo que merezco arder en el infierno?
“El
bueno del señor cura le predicó tanto y tan al alma, que el último se decidió, e
iba a comenzar el Yo pecador; pero el canto del pájaro malo le anudó la
garganta y no pudo articular ni una palabra.
“–Vamos,
hijo, ¿por qué tardas tanto? –le dijo el sacerdote.
“–Padre,
¿no ha oído usted ese pájaro que acaba de cantar?
“–Si,
hijo; ¿pero por qué dices eso?
“–Porque
ese pájaro es el diablo, que quiere mi alma.
“–¡Calla,
desgraciado! ¿Es posible que en el momento de morir tengas esa preocupación?
“El
moribundo, vencido de nuevo por la persuasión del ministro del altar, dijo con voz
clara sus culpas, y apenas absuelto murió en los brazos del confesor.
“Desde
entonces hay esa cruz en el paraje que ha visto su merced, y en el cual nos ha cantado
esta noche el pájaro malo.”
–Y
bien, ¿qué tiene que ver la muerte de Gregorio Rodríguez con que sea verdad que
existe ese pájaro malo?
–Mucho,
señor, si no hubiera aquel mozo desafiado a este, como hizo, ofreciéndole cuatro
granos de sal, no hubiera seguido siempre mal guiado por el mismo camino; yo al
menos así lo veo.
–Y
yo veo que tú eres un simple, pues no conoces que ese pájaro es uno cualquiera,
y que el hombre que cumple con Dios y sus semejantes está muy seguro de que no le
harán obrar mal todos los pájaros buenos y malos de la tierra.
Aquí
terminó la conversación de los viajeros, que siguieron callados su camino.
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