Vicente Blasco Ibáñez
En todo el barrio del Pacífico
era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos
y los furiosos chasquidos de su tralla.
Los
vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía, habían contribuido a formar su mala
reputación… ¡Hombre más atroz y mal hablado!… ¡Y luego dicen los periódicos que
la Policía detiene por blasfemos!
Pepe
el carretero hacia méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran
la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del
Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos
los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así
que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado
que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más
sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, al encararse
con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los
chiquillos del barrio acudían para escucharle por perversa intención, regodeándose
ante la fecundidad inagotable del maestro.
Los
vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones,
no sabían cómo librarse de ellas.
Acudían
al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no
encontrando mejor inquilino.
–No
hagan ustedes caso –contestaba–. Consideren que es un carretero, y que para este
oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre
muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.
A
la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.
–No
lo crean ustedes –decía, riendo, la pobre mujer–, no sufro nada de él. ¡Criatura
más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa…
Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se
pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo
de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.
Pero
la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle.
¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como
una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos
sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de
cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase
el lugar del cerebro.
A
nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar
el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera,
deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus
periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y
que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas
explosivas.
Aquel
hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía,
por ironía, en el barrio del Pacífico.
La
más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de si, y abriendo el
saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego
a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para
que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento
de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres
subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.
Pero
su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho
de la vecindad pasaba cerca de él, acogíalo con una sonrisa semejante al bostezo
del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.
Como
se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre
loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas
correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.
Parió
aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad
de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.
Había
que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo
con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse,
y si él se enfadaba de veras, ¡pum!, de la primera patada iba la Loca y sus cachorros
a estrellarse en la pared de enfrente.
Pero
mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos
cien veces al día, la pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando
un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia,
y coreando irónicamente las amenazas del carretero: “¡Miau! ¡Miau!”
Bonito
verano era aquel. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor
de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban
a borbotones por su boca.
La
gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose
los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera,
para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo.
Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas
a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre
que daba a la Loca y a sus hijuelos.
Fue
en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía
para cargar unos muebles.
–¡Vaya
una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía
reblandecer las losas de la aceras.
–¡Arre,
valientes!… ¿Qué quieres tú, Loca?
Y
mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente,
intentando meterse bajo las ruedas.
–Pero
¿qué quieres, maldita?… ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!
Y
como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo
dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.
Buena
hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los
ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas;
el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas
de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico
de los animales en busca de frescura.
El
ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras
mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos,
con la cabeza baja, casi rozando el suelo.
¡Maldito
sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas
el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para
que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para
que caiga del andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche
usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran
como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se
divertían en las playas elegantes de moda.
Y
recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno
de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño
cerrado. ¡Asesino! … ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el día de la
gorda!
Cuando
llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra,
enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que
acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta
arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las
caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa;
pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué
había de ir!… Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría
antes de decidirse a subir la cuesta con aquella calor.
–¡Vaya!
Menos historias, y a trabajar.
Y
levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varrales del carro, buscando
su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían
y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.
Los
dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco,
con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y
lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.
La
Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía
la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia
de un hombre?… Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los
arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡votó a esto
y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.
Y
mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía,
colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas,
echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.
Se
lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja,
jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no querría subir, aunque
se lo mandase el nuncio.
Algo
terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas.
Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar
su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca
con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones
de vida.
–Toma,
perdida –dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera–, aquí tienes
tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes
cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez…, ¡hum!, a la otra…
Y
no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda
y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra
aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre
ogro que algo le había refrescado interiormente.
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