Martha Cerda
Mi
vecino tenía un gato imaginario. Todas las mañanas lo sacaba a la calle, abría
la puerta y le gritaba: “Anda, ve a hacer tus necesidades”. El gato se paseaba
imaginariamente por el jardín y al cabo de un rato regresaba a la casa, donde
le esperaba un tazón de leche. Bebía imaginariamente el líquido, se lamía los
bigotes, se relamía una mano y luego otra y se echaba a dormir en el tapete de
la entrada. De vez en cuando perseguía un ratón o se subía a lo alto de un
árbol.
Mi vecino se iba todo el día, pero cuando
volvía a casa el gato ronroneaba y se le pegaba a las piernas imaginariamente.
Mi vecino le acariciaba la cabeza y sonreía. El gato lo miraba con cierta
ternura imaginaria y mi vecino se sentía acompañado. Me imagino que es negro
(el gato), porque algunas personas se asustan cuando imaginan que lo ven pasar.
Una vez el gato se perdió y mi vecino
estuvo una semana buscándolo; cuanto gato atropellado veía se imaginaba que era
el suyo, hasta que imaginó que lo encontraba y todo volvió a ser como antes,
por un tiempo, el suficiente para que mi vecino se imaginara que el gato lo
había arañado. Lo castigó dejándolo sin leche. Yo me imaginaba al gato
maullando de hambre. Entonces lo llamé: “minino, minino”, y me imaginé que vino
corriendo a mi casa. Desde ese día mi vecino no me habla, porque se imagina que
yo me robé a su gato.
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