Isabel Allende
La Maestra Inés entró en La Perla de Oriente,
que a esa hora estaba sin clientes, se dirigió al mostrador donde Riad Halabí enrollaba
una tela de flores multicolores y anunció que acababa de cercenarle el cuello a
un huésped de su pensión. El comerciante sacó su pañuelo blanco y se tapó la boca.
–¿Cómo dices, Inés?
–Lo que oíste, turco.
–¿Está muerto?
–Por supuesto.
–¿Y ahora qué vas a
hacer?
–Eso mismo vengo a preguntarte
–dijo ella acomodándose un mechón de cabello.
–Será mejor que cierre
la tienda –suspiró Riad Halabí. Se conocían desde hacía tanto, que ninguno podía
recordar el número de años, aunque ambos guardaban en la memoria cada detalle de
ese primer día en que iniciaron la amistad. Él era entonces uno de esos vendedores
viajeros que van por los caminos ofreciendo sus mercaderías, peregrino del comercio,
sin brújula ni rumbo fijo, un inmigrante árabe con un falso pasaporte turco, solitario,
cansado, con el paladar partido como un conejo y unas ganas insoportables de sentarse
a la sombra; y ella era una mujer todavía joven, de grupa firme y hombros recios,
la única maestra de la aldea, madre de un niño de doce años, nacido de un amor fugaz.
El hijo era el centro de la vida de la maestra, lo cuidaba con una dedicación inflexible
y apenas lograba disimular su tendencia a mimarlo, aplicándole las mismas normas
de disciplina que a los otros niños de la escuela, para que nadie pudiera comentar
que lo malcriaba y para anular la herencia díscola del padre, formándolo, en cambio,
de pensamiento claro y corazón bondadoso. La misma tarde en que Riad Halabí entró
en Agua Santa por un extremo, por el otro un grupo de muchachos trajo el cuerpo
del hijo de la Maestra Inés en una improvisada angarilla. Se había metido en un
terreno ajeno a recoger un mango y el propietario, un afuerino a quien nadie conocía
por esos lados, le disparó un tiro de fusil con intención de asustarlo, marcándole
la mitad de la frente con un círculo negro por donde se le escapó la vida. En ese
momento el comerciante descubrió su vocación de jefe y sin saber cómo, se encontró
en el centro del suceso, consolando a la madre, organizando el funeral como si fuera
un miembro de la familia y sujetando a la gente para evitar que despedazara al responsable.
Entretanto, el asesino comprendió que le sería muy difícil salvar la vida si se
quedaba allí y escapó del pueblo dispuesto a no regresar jamás. A Riad Halabí le
tocó a la mañana siguiente encabezar a la multitud que marchó del cementerio hacia
el sitio donde había caído el niño. Todos los habitantes de Agua Santa pasaron ese
día acarreando mangos, que lanzaron por las ventanas hasta llenar la casa por completo,
desde el suelo hasta el techo. En pocas semanas el sol fermentó la fruta, que reventó
en un jugo espeso, impregnando las paredes de una sangre dorada, de un pus dulzón,
que transformó la vivienda en un fósil de dimensiones prehistóricas, una enorme
bestia en proceso de podredumbre, atormentada por la infinita diligencia de las
larvas y los mosquitos de la descomposición.
La muerte del niño,
el papel que le tocó jugar en esos días y la acogida que tuvo en Agua Santa determinaron
la existencia de Riad Halabí. Olvidó su ancestro de nómada y se quedó en la aldea.
Allí instaló su almacén, La Perla de Oriente. Se casó, enviudó, volvió a casarse
y siguió vendiendo, mientras crecía su prestigio de hombre justo. Por su parte Inés
educó a varias generaciones de criaturas con el mismo cariño tenaz que le hubiera
dado a su hijo, hasta que la venció la fatiga, entonces cedió el paso a otras maestras
llegadas de la ciudad con nuevos silabarios y ella se retiró. Al dejar las aulas
sintió que envejecía de súbito y que el tiempo se aceleraba, los días pasaban demasiado
rápido sin que ella pudiera recordar en qué se le habían ido las horas.
–Ando aturdida, turco.
Me estoy muriendo sin darme cuenta –comentó.
–Estás tan sana como
siempre, Inés. Lo que pasa es que te aburres, no debes estar ociosa –replicó Riad
Halabí y le dio la idea de agregar unos cuartos en su casa y convertirla en pensión.
–En este pueblo no hay
hotel.
–Tampoco hay turistas
–alegó ella.
–Una cama limpia y un
desayuno caliente son bendiciones para los viajeros de paso.
Así fue, principalmente
para los camioneros de la Compañía de Petróleos, que se quedaban a pasar la noche
en la pensión cuando el cansancio y el tedio de la carretera les llenaban el cerebro
de alucinaciones.
La Maestra Inés era
la matrona más respetada de Agua Santa. Había educado a todos los niños del lugar
durante varias décadas, lo cual le daba autoridad para intervenir en las vidas de
cada uno y tirarles las orejas cuando lo consideraba necesario. Las muchachas le
llevaban sus novios para que los aprobara, los esposos la consultaban en sus peleas,
era consejera, árbitro y juez en todos los problemas, su autoridad era más sólida
que la del cura, la del médico o la de la policía. Nada la detenía en el ejercicio
de ese poder. En una ocasión se metió en el retén, pasó por delante del Teniente
sin saludarlo, cogió las llaves que colgaban de un clavo en la pared y sacó de la
celda a uno de sus alumnos, preso a causa de una borrachera. El oficial trató de
impedírselo, pero ella le dio un empujón y se llevó al muchacho cogido por el cuello.
Una vez en la calle le propinó un par de bofetones y le anunció que la próxima vez
ella misma le bajaría los pantalones para darle una zurra memorable. El día en que
Inés fue a anunciarle que había matado a un cliente, Riad Halabí no tuvo ni la menor
duda de que hablaba en serio, porque la conocía demasiado. La tomó del brazo y caminó
con ella las dos cuadras que separaban La Perla de Oriente de la casa de ella. Era
una de las mejores construcciones del pueblo, de adobe y madera, con un porche amplio
donde se colgaban hamacas en las siestas más calurosas, baños con agua corriente
y ventiladores en todos los cuartos. A esa hora parecía vacía, sólo descansaba en
la sala un huésped bebiendo cerveza con la vista perdida en la televisión.
–¿Dónde está? –susurró
el comerciante árabe.
–En una de las piezas
de atrás –respondió ella sin bajar la voz.
Lo condujo a la hilera
de cuartos de alquiler, todos unidos por un largo corredor techado, con trinitarias
moradas trepando por las columnas y maceteros de helechos colgando de las vigas,
alrededor de un patio donde crecían nísperos y plátanos. Inés abrió la última puerta
y Riad Halabí entró en la habitación en sombras. Las persianas estaban corridas
y necesitó unos instantes para acomodar los ojos y ver sobre la cama el cuerpo de
un anciano de aspecto inofensivo, un forastero decrépito, nadando en el charco de
su propia muerte, con los pantalones manchados de excrementos, la cabeza colgando
de una tira de piel lívida y una terrible expresión de desconsuelo, como si estuviera
pidiendo disculpas por tanto alboroto y sangre y por el lío tremendo de haberse
dejado asesinar. Riad Halabí se sentó en la única silla del cuarto, con la vista
fija en el suelo, tratando de controlar el sobresalto de su estómago. Inés se quedó
de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, calculando que necesitaría dos días
para lavar las manchas y por lo menos otros dos para ventilar el olor a mierda y
a espanto.
–¿Cómo lo hiciste? –preguntó
por fin Riad Halabí secándose el sudor.
–Con el machete de picar
cocos. Me vine por detrás y le di un solo golpe. Ni cuenta se dio, pobre diablo.
–¿Por qué?
–Tenía que hacerlo,
así es la vida. Mira qué mala suerte, este viejo no pensaba detenerse en Agua Santa,
iba cruzando el pueblo y una piedra le rompió el vidrio del carro. Vino a pasar
unas horas aquí mientras el italiano del garaje le conseguía otro de repuesto. Ha
cambiado mucho, todos hemos envejecido, según parece, pero lo reconocí al punto.
Lo esperé muchos años, segura de que vendría, tarde o temprano. Es el hombre de
los mangos.
–Alá nos ampare –murmuró
Riad Halabí.
–¿Te parece que debemos
llamar al Teniente?
–Ni de vaina, cómo se
te ocurre.
–Estoy en mi derecho,
él mató a mi niño.
–No lo entendería, Inés.
–Ojo por ojo, diente
por diente, turco. ¿No dice así tu religión?
–La ley no funciona
de ese modo, Inés.
–Bueno, entonces podemos
acomodarlo un poco y decir que se suicidó.
–No lo toques. ¿Cuántos
huéspedes hay en la casa?
–Sólo un camionero.
Se irá apenas refresque, tiene que manejar hasta la capital.
–Bien, no recibas a
nadie más. Cierra con llave la puerta de esta pieza y espérame, vuelvo en la noche.
–¿Qué vas a hacer?
–Voy a arreglar esto
a mi manera. Riad Halabí tenía sesenta y cinco años, pero aún conservaba el mismo
vigor de la juventud y el mismo espíritu que lo colocó a la cabeza de la muchedumbre
el día que llegó a Agua Santa. Salió de la casa de la Maestra Inés y se encaminó
con paso rápido a la primera de varias visitas que debió hacer esa tarde. En las
horas siguientes un cuchicheo persistente recorrió al pueblo, cuyos habitantes se
sacudieron el sopor de años, excitados por la más fantástica noticia, que fueron
repitiendo de casa en casa como un incontenible rumor, una noticia que pujaba por
estallar en gritos y a la cual la misma necesidad de mantenerla en un murmullo le
confería un valor especial. Antes de la puesta del sol ya se sentía en el aire esa
alborozada inquietud que en los años siguientes sería una característica de la aldea,
incomprensible para los forasteros de paso, que no podían ver en ese lugar nada
extraordinario, sino sólo un villorrio insignificante, como tantos otros, al borde
de la selva. Desde temprano empezaron a llegar los hombres a la taberna, las mujeres
salieron a las aceras con sus sillas de cocina y se instalaron a tomar aire, los
jóvenes acudieron en masa a la plaza como si fuera domingo. El Teniente y sus hombres
dieron un par de vueltas de rutina y después aceptaron la invitación de las muchachas
del burdel, que celebraban un cumpleaños, según dijeron. Al anochecer había más
gente en la calle que un día de Todos los Santos, cada uno ocupado en lo suyo con
tan aparatosa diligencia que parecían estar posando para una película, unos jugando
dominó, otros bebiendo ron y fumando en las esquinas, algunas parejas paseando de
la mano, las madres correteando a sus hijos, las abuelas husmeando por las puertas
abiertas. El cura encendió los faroles de la parroquia y echó a volar las campanas
llamando a rezar el novenario de San Isidoro Mártir, pero nadie andaba con ánimo
para ese tipo de devociones.
A las nueve y media
se reunieron en la casa de la Maestra Inés el árabe, el médico del pueblo y cuatro
jóvenes que ella había educado desde las primeras letras y eran ya unos hombronazos
de regreso del servicio militar. Riad Halabí los condujo hasta el último cuarto,
donde encontraron el cadáver cubierto de insectos, porque se había quedado la ventana
abierta y era la hora de los mosquitos. Metieron al infeliz en un saco de lona,
lo sacaron en vilo hasta la calle y lo echaron sin mayores ceremonias en la parte
de atrás del vehículo de Riad Halabí. Atravesaron todo el pueblo por la calle principal,
saludando como era la costumbre a las personas que se les cruzaron por delante.
Algunos les devolvieron el saludo con exagerado entusiasmo, mientras otros fingieron
no verlos, riéndose con disimulo, como niños sorprendidos en alguna travesura. La
camioneta se dirigió al lugar donde muchos años antes el hijo de la Maestra Inés
se inclinó por última vez a coger una fruta. En el resplandor de la luna vieron
la propiedad invadida por la hierba maligna del abandono, deteriorada por la decrepitud
y los malos recuerdos, una colina enmarañada donde los mangos crecían salvajes,
las frutas se caían de las ramas y se pudrían en el suelo, dando nacimiento a otras
matas que a su vez engendraban otras y así hasta crear una selva hermética que se
había tragado los cercos, el sendero y hasta los despojos de la casa, de la cual
sólo quedaba un rastro casi imperceptible de olor a mermelada. Los hombres encendieron
sus lámparas de queroseno y echaron a andar bosque adentro, abriéndose paso a machetazos.
Cuando consideraron que ya habían avanzado bastante, uno de ellos señaló el suelo
y allí, a los pies de un gigantesco árbol abrumado de fruta, cavaron un hoyo profundo,
donde depositaron el saco de lona. Antes de cubrirlo de tierra, Riad Halabí dijo
una breve oración musulmana, porque no conocía otras. Regresaron al pueblo a medianoche
y vieron que todavía nadie se había retirado, las luces continuaban encendidas en
todas las ventanas y por las calles transitaba la gente.
Entretanto la Maestra
Inés había lavado con agua y jabón las paredes y los muebles del cuarto, había quemado
la ropa de cama, ventilado la casa y esperaba a sus amigos con la cena preparada
y una jarra de ron con jugo de piña. La comida transcurrió con alegría comentando
las últimas riñas de gallos, bárbaro deporte, según la Maestra, pero menos bárbaro
que las corridas de toros, donde un matador colombiano acababa de perder el hígado,
alegaron los hombres. Riad Halabí fue el último en despedirse. Esa noche, por primera
vez en su vida, se sentía viejo. En la puerta, la Maestra Inés le tomó las manos
y las retuvo un instante entre las suyas.
–Gracias, turco –le
dijo.
–¿Por qué me llamaste
a mí, Inés?
–Porque tú eres la persona
que más quiero en este mundo y porque tú debiste ser el padre de mi hijo.
Al día siguiente los
habitantes de Agua Santa volvieron a sus quehaceres de siempre engrandecidos por
una complicidad magnífica, por un secreto de buenos vecinos, que habrían de guardar
con el mayor celo, pasándoselo unos a otros por muchos años como una leyenda de
justicia, hasta que la muerte de la Maestra Inés nos liberó a todos y puedo yo ahora
contarlo.
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