Ramón Gómez de la Serna
¿A
qué le podían condenar después de todo? A destierro. Valiente cosa. Cumpliría
la pena alegremente en un país extranjero en que viviría una nueva vida y
recordaría con un largo placer su ciudad y su vida pasada.
En efecto, la sentencia fue el destierro. ¡Pero
qué destierro! El tribunal, amigo de aquel hombre autoritario y de inmenso
poder a quien él había insultado, queriendo venderle el favor, y ya que no
podía sentenciarle a muerte, le desterró a más kilómetros que los que tiene el
mundo recorrido en redondo, aunque se encoja, para alargar más la medida, el
diámetro que pasa por las más altas montañas. ¿Qué quería hacer con él el
tribunal, sentenciándole a un destierro que no podía cumplir?
¡Ah! El tribunal, para agasajar al
poderoso ofendido, había encontrado la fórmula de castigarle a muerte por un
delito que no podía merecer esa pena de ningún modo. Había encontrado la manera
de ahorcar a aquel hombre, porque no habiendo extensión bastante a lo largo de
este mundo para que cumpliese el sentenciado su destierro, habría que enviarle
al otro para que ganase distancia.
Y le ahorcaron.
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