Humberto Arenal
Antes, Maggie tuvo una
secreta debilidad por Tony Restrepo. Hasta le perdonó que se casara con su hija
Peggy, que entonces tenía 17 años, y que la hiciera abandonar sus estudios en
la Universidad. Le gustaba, a pesar de su piel oscura, su cara de indio y su
acento latino al hablar, que ella tanto odiaba en los otros estudiantes
latinoamericanos que venían a la casa. Pero Tony era alto y tenía los hombros
anchos y unos ojos muy negros y fríos que a ella la hacían sentir una rara
ansiedad en las manos, que se le agitaban, y una comezón en el vientre y un
temblor en la voz.
Aunque
algunas veces había sentido un gran odio por él: por ejemplo, el día que se
enteró de que se llevaba a Peggy al Perú. Y después cuando supo lo triste que
se sentía ella en aquella casona de Lima, con toda la familia de él
criticándola y vigilándola. La madre y las tías de Tony instándola a que fuera
a misa todas las mañanas, a que se vistiera con más recato, a que no hablara
fraternalmente con los hombres, especialmente con el indio Alfonso que se
ocupaba del cuidado del jardín. Y su padre y sus hermanos que le informaban a
Tony cada vez que ella salía sola a dar un paseo por la ciudad.
Lo
que más le disgustaba era que Tony, según le contaba Peggy en sus cartas, iba a
emborracharse con los amigos y a reunirse en los prostíbulos con otras mujeres,
mientras ella se quedaba en la casa (10 dormitorios grandes y oscuros) leyendo
y releyendo los mismos libros que había llevado de los Estados Unidos. Además,
se sentía muy desgraciada porque no podía hablar más que con Tony que era el
único que sabía inglés.
Cuando
Peggy quedó encinta y después cuando perdió el niño, ella fue la primera que le
dijo que volviera a Madison, donde había vivido en los últimos años. Pero
entonces Tony y su familia la secuestraron en Lima. Por lo menos eso decía
Peggy en sus cartas, donde siempre repetía: necesito algo nuevo, algo nuevo y
excitante. En la enorme casa estuvo dos meses recluida, con los criados
silenciosos y furtivos mirándola y sonriendo mientras ella tomaba, con los ojos
cerrados, largos baños de sol con un minúsculo traje de baño y se llenaba de
pecas el rosado cuerpo. Ella fue la que le indicó que se fingiera enferma de la
piel –las prolongadas exposiciones al sol le producían quemaduras de segundo
grado– y que le pidiera que la llevara a ver a un médico a los Estados Unidos.
Y sobre todo que llorara mucho. El plan tuvo éxito, por supuesto, porque como
aseguraba Maggie: los hombres son siempre sentimentales y no pueden ver a una
mujer llorando. Sobre todo Tony Restrepo. Además, y a pesar de todo, él la
amaba mucho. Antes de partir de Lima, Tony le regaló un hermoso papagayo a
Peggy.
Peggy
regresó sola a Madison, volvió a la universidad y se dedicó a vivir su vida, a
recobrar el tiempo perdido. Había engordado visiblemente, ya no era la muchacha
alta y flaca y llena de pecas de antes. Y sobre todo había ganado una gran
confianza en sí misma. Además, había tantos hombres con los que ella no se
había acostado nunca. Como por ejemplo Giuseppe, el fornido cantinero siciliano
del bar donde su padre se emborrachaba todas las noches, y al que había
admirado desde que era una adolescente. Joe, el negro exboxeador que era dueño
de un billar. Y el profesor mejicano que la había iniciado en el estudio del
castellano y que le había regalado un libro de versos de Antonio Machado.
Además, ahora siempre la casa estaba llena de admiradores a los que atendía
mientras le pedía al papagayo, que había colocado en una enorme jaula en medio
de la sala, que repitiera las malas palabras que el indio Alfonso le había
enseñado antes de que partiera de Lima.
Cuando
mayor era su éxito llegó Tony, porque alguien le había escrito que era oportuno
que regresara. Pero Peggy se había divorciado de él en ausencia, aconsejada por
Maggie. Al principio montó en cólera y hasta llegó a amenazarla de que si la
veía con algún hombre los mataría a los dos; pero Peggy, que lo conocía bien,
no se inmutó y siguió en su largo recorrido por la interminable lista de
aspirantes a compartir su necesidad de nuevos amantes. Tony terminó por irse a
la cocina de la casa a beber cerveza con Maggie por las noches. A veces Peggy
se lo encontraba dormido a las dos o las tres de la mañana sobre la mesa de la
cocina y cuando lo despertaba repetía entre sollozos:
–Peggy,
Peggy, amor mío. Mi pelirroja linda; yo te quiero Peggy –mientras trataba de
abrazarla.
Mientras
tomaba cerveza y le decía a Maggie cuánto quería a Peggy y cuánto sufría, ella
lo miraba –secándose la cara gorda, roja y sudorosa– a aquellos ojos negros que
seguían inquietándola. Las manos tenía que ponerlas debajo de la mesa pues era
casi irrefrenable el deseo que tenía de pasárselas por el negro y fuerte pelo,
y abrazarlo, como le había visto hacer alguna vez a Peggy en el jardín de la
casa antes de que fueran a Lima.
En
dos ocasiones fue Tony a la sala y se quedó mirando el papagayo, apretando con
fuerza el vaso de cerveza lleno de espuma. Unos días después vino muy serio y
con gran calma le dijo a Maggie que Peggy le había pedido en la universidad que
se llevara el papagayo, que ya no quería tenerlo más en la casa. Ella se opuso
al principio, pero Tony habló con tal calma y convicción que terminó por
convencerla. Además ese día quien bebió cerveza fue ella –más que nunca– y Tony
le permitió que le pasara las manos temblorosas y sudorosas por el pelo y por
el cuello. Cuando él se fue con el papagayo la dejó echada sobre la mesa, con
los ojos rojos y vidriosos y una extraña sonrisa en los labios. Después se
durmió y soñó que lo tenía desnudo en sus brazos pero que él repetía
constantemente el nombre de Peggy. Y que lentamente se iba desintegrando.
Peggy
regresó ese día a las seis de la mañana y fue directamente, sin zapatos, a la
jaula del papagayo. Antes de irse a acostar le gustaba ir a ver el papagayo. Al
no verlo recorrió la casa y encontró a Maggie dormida con la cabeza apoyada
sobre la mesa de la cocina. Mientras que la movía por los hombros repetía:
–¿Dónde
está mi papagayo? ¿Dónde está mi papagayo?
A
Maggie le costó trabajo recordar lo que había sucedido la noche anterior.
Además, tenía que darle a su hija el cuento mutilado. Tony se había presentado –le
dijo– con un papel que le pareció escrito por ella y en el que le decía que le
entregara el papagayo, que no lo quería más en la casa. Aunque le pareció
extraño no quiso interferir en los asuntos de ambos.
–El
muy hijo de puta –repetía Maggie mientras tomaba un vaso de agua tras otro y el
rostro se le ponía violáceo– el muy hijo de puta. Mira que ese indio hacerme
eso a mí. Ah, pero él me la va a pagar. ¿Tú crees que esto se va a quedar así?
Ah, no. Ahora mismo lo vamos a buscar y nos va a devolver el condenado
pajarraco ese. Ya verás, ya verás.
Primero
fueron a buscarlo a la casa de huéspedes donde vivía.
–Ya
él no vive aquí –les informó la dueña de la casa–, anoche mismo recogió sus
cosas, pagó y se marchó.
No,
ella no sabía a dónde se había marchado.
Ninguno
de sus amigos tampoco sabía de él. Pero en la universidad un conocido le
informó a Peggy que estaba seguro de que se había ido a Chicago y que le había
oído decir que se hospedaría en el hotel Statler. Creía que se había llevado el
papagayo con él; la noche anterior lo había visto en la casa de huéspedes.
Después
de dos o tres whiskies Maggie decidió que tenían que ir a Chicago. El profesor
mejicano amigo de Peggy se ofreció para llevarlas en automóvil. Durante el
trayecto Maggie daba manotazos sobre el asiento y gritaba improperios contra
Tony; Peggy lloraba desconsolada en un rincón del asiento delantero y su amigo
le pasaba la mano por el pelo y repetía en castellano:
–No
te preocupes mi amor, todo se va a arreglar. No te preocupes. No llores más
¿eh?
Cuando
llegaron al hotel Statler les informaron que Tony Restrepo había llegado tarde
la noche anterior, pero que se había marchado esa misma mañana. Sí, llevaba un
papagayo consigo y había dejado una dirección en caso de que alguien lo fuera a
buscar. Cuando preguntaron que dónde se encontraba aquel lugar, todo el mundo
frunció el ceño y les aconsejó que mejor no fueran por allí, el barrio no era
nada recomendable. Además, ya estaba anocheciendo y era difícil encontrarlo.
Pero Maggie insistió en que fueran a buscarlo. Ella quería decirle a ese hijo
de puta todo lo que siempre había tenido ganas.
Para
llegar a la dirección que buscaban recorrieron calles desiertas, con grandes
depósitos de basura en las aceras cubiertas de una humedad fosforescente, con
parejas furtivas hablando muy cerca el uno del otro. Hacía mucho frío y el
aliento se convertía en una especie de humo nebuloso que los hacía aparecer
como pequeños dragones en un mundo de asfalto y altas paredes oscuras.
Cuando
el auto se detuvo, alguien miró furtivamente por una de las ventanas de una
casa y se escondió enseguida. Peggy aseguró que era Tony. Maggie decidió que se
bajaran enseguida, que había que encontrar a ese hijo de mala madre; y su hija
volvió a decir sollozando que ella quería que le devolvieran su lindo papagayo
y que Tony era un hombre muy malo. Su acompañante volvió a pasarle la mano por
el pelo y le pidió de nuevo que no llorara.
Maggie
llamó con fuerza a la puerta en tres ocasiones y nadie contestó. La cuarta vez
alguien entreabrió la puerta y preguntó que qué querían. Maggie dijo de mala
forma que querían ver a Tony Restrepo enseguida. La mujer los miró
detenidamente y después dijo que esperaran un momento. Esperaron más de cinco
minutos y nadie contestó. Hacía tanto frío que todos tenían la piel amoratada.
Maggie comenzó a dar puñetazos en la puerta y a gritar:
–¡Tony,
Tony! ¡Sal de ahí, hijo de puta!
El
hombre que las acompañaba les pidió que tuvieran calma, que si la policía los
veía en ese barrio, y a esa hora, formando un escándalo irían a parar a la
cárcel.
Pero
ella siguió tocando y por fin otra mujer abrió la puerta y les preguntó:
–¿Qué
desean ustedes?
Peggy
le dijo que deseaban ver a Tony Restrepo para que les devolviera el papagayo.
–¿Tony
qué? –preguntó la mujer con cara de asombro.
Peggy
le deletreó el apellido y la mujer entonces se echó a reír y le dijo que allí
no vivía ningún Tony Restrepo y menos un papagayo. Entonces Maggie empujó la
puerta y caminó dando fuertes taconazos por el pasillo. Otra mujer salió de una
habitación y fue a su encuentro preguntándole qué deseaba y Maggie la miró un
instante y le dijo amenazadora que la dejara pasar. La otra sonrió y se cerró
la bata amarilla con grandes flores rojas en que estaba envuelta.
–Por
supuesto, querida –dijo– y volvió a entrar en la habitación.
Al
final del pasillo encontró dos mujeres muy rubias y muy maquilladas sentadas
frente a un televisor, vestidas con unos pijamas blancos de seda muy ajustados
al cuerpo. Ninguna de las dos miró ni respondió cuando Maggie preguntó:
–¿Dónde
está ese cabrón de Tony?
Miró
en todas las habitaciones de la casa repitiendo siempre lo mismo, hasta que
volvió a la puerta del frente, por donde había entrado. Todavía estaba allí la
mujer que les había abierto –alta, delgada, de pelo muy negro, de largas y
finas cejas arqueadas, sonriente– que le dijo cuando salía:
–Dale
recuerdos a Tony, no te olvides ¿eh?
Maggie
le gritó que se fuera al diablo.
Peggy
y su acompañante se habían quedado junto al auto y la siguieron cuando ella
entró en él. Ninguno de los tres habló hasta que Peggy comenzó a sollozar y a
pedir su lindo papagayo, y Maggie la previno que si no se callaba le iba a
romper la boca de una bofetada. Después hicieron todo el camino en completo
silencio.
Al
llegar frente a la casa, Maggie se apresuró a bajarse mientras que Peggy y su
acompañante se quedaban junto al auto hablando en voz baja. Entonces Maggie dio
un grito y ellos corrieron hacia ella. Junto a la puerta, con el cuello
degollado, estaba el papagayo.
Al
verlo, el hombre contrajo la cara y dijo:
–Ay,
qué lástima.
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