Ignacio Aldecoa
A F. G. de Castro
El
ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es
un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez
silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo
doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media lleva sin comer; doce y tres
cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida,
silbando.
Omicrón vivía en Almería y subió, con el
calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma,
cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del
Sol, y copas de anís, vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de
Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas,
porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la
mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que
rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de
entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador
principiante, chata, pero no muy deforme.
Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no
tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como
un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por
las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la
acera donde el sol pasea, porque el sol pasea solo por un lado, calentando a la
gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay
calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para
collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros.
Omicrón habla andaluza y
onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy
bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro,
compañeras de fatigas.
–Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te
enchulas con la Rabona?
–No me llames Satanás, mi nombre es
Omicrón.
–¡Bonito nombre! Eso no es cristiano.
¿Quién te lo puso, Satanás?
–Mi señor padre.
–Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre?
Omicrón miraba a la preguntante casi con
dulzura:
–Por lo visto.
De la pequeña industria fotográfica, si
las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero suficiente para sostenerse. Le
llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas.
Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero
días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola
naranja. Y otros en que no se alimentó.
Veintisiete horas y media sin comer y doce
y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar son muchas horas hasta para
Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a
contraerse. La vendedora de lotería le pregunta:
–¿Qué, bailas?
–No, no bailo.
–Pues chico, ¡quién lo diría!, parece que
bailas.
–Es el estómago.
–¿Hambre?
Omicrón se azoró, poniendo los ojos en
blanco, y mintió:
–No, una úlcera.
–¡Ah!
–¿Y por qué no vas al dispensario a que te
miren?
Omicrón Rodríguez se azoró aún más:
–Sí, tengo que ir, pero…
–Claro que tienes que ir, eso es muy malo.
Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla.
Luego añadió nostálgica y apesadumbrada:
–Perdí un buen cliente.
Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja
que caminaba velozmente.
–¿Una foto? ¿Les hago una foto?
La mujer miró al hombre y sonrió:
–¿Qué te parece, Federico?
–Bueno, como tú quieras…
–Es para tener un recuerdo. Sí, háganos
una foto.
Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el
escorpioncito. Por poco sale movida la fotografía. Le dieron la dirección:
Hotel…
La vendedora de lotería le felicitó:
–Vaya, has empezado con suerte, negro.
–Sí, a ver si hoy se hace algo.
Rodríguez hizo un silencio lleno de
tirantez.
–Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro?
–Sí, hijo, sí; pero con vuelta.
–Bueno, dámelo y te invito a café.
–¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin
invitación.
–No, es que quiero invitarte.
La vendedora de lotería y el fotógrafo
fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería.
Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la
cafetera exprés.
–Dos con leche.
Les sirvieron. En las manos de Omicrón
temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió
a pequeños sorbos. Casilda dijo:
–Esto reconforta, ¿verdad?
–Sí.
El “sí” fue largo, suspirado.
Un señor, en el otro extremo del
mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y
se amoscó.
–¿Te has fijado, negro, cómo nos mira
aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser
negro, llames la atención, no es para tanto.
Casilda comenzó a mirar al señor con ojos
desafiantes. El señor bajó la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición,
pagó y se acercó a Omicrón:
–Perdonen ustedes.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
–Me llamo Rogelio Fernández Estremera,
estoy encargado en el Sindicato de organizar algo en las próximas fiestas de
Navidad. Bueno –carraspeó–, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte
duros si usted quisiera hacer el rey negro en la cabalgata de Reyes.
Omicrón se quedó paralizado.
–¿Yo?
–Sí, usted. Usted es negro y nos vendría
muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle
la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta?
Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un
codazo:
–Acepta, negro tonto… Son veinte chulís
que te vendrán muy bien.
El señor interrumpió:
–Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver
a esa dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar?
–Yo un doble de café con leche –dijo
Casilda –, y este un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre.
El señor pagó las consumiciones y se
despidió.
–Adiós, piénselo y venga a verme.
Casilda le hizo una reverencia de
despedida.
–Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un
numerito del próximo sorteo?
–No, muchas gracias; adiós.
Cuando desapareció el señor, Casilda soltó
la carcajada.
–Cuando cuente a las compañeras que tú vas
a ser rey se van a partir de risa.
–Bueno eso de que voy a ser rey… –dijo
Omicrón.
*
Omicrón
Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos.
Le dolían las piernas. Casi se mareaba.
Las gentes desde las aceras sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a
sus niños.
–Mírale bien, es el rey Baltasar.
A Omicrón Rodríguez le llegó la
conversación de dos chicos.
–¿Será de verdad negro o será pintado?
Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por
primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente iba haciendo de
rey.
La cabalgata avanzaba. Sentía que se le
aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba
cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus
compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se
adelantaron de la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a
soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a la Casilda
decir:
–Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey
de verdad.
Luego unos guardias las echaron hacia la
acera.
Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo
y comenzó a silbar tenuemente. Un niño le llamaba, haciéndole señales con la
mano:
–¡Baltasar, Baltasar!
Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza
solemnemente. Saludó.
–¡Un momento, Baltasar!
Los flashes de los fotógrafos de prensa le
deslumbraron.
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