Umberto Senegal
Allí en el andén, antes de subirme al
bus, le di la limosna que sólo a mí suplicaba la incómoda anciana. Varias personas
esperaban y ninguna le prestaba atención. Tampoco ella a ellos. Agradecida, la vieja
me confió que era un hada. Subí al bus y ella subió tras de mí. La anciana se acomodó
a un lado de la silla donde me senté. Buscando mis ojos, repitió:
“Señor, míreme bien
que soy un hada”. No era necesario verla. “Un trol, tal vez”, pensé, porque estaba
sucia y olía mal. Sin embargo sus ojos eran limpios, para la edad que debía tener:
setenta, setenta y cinco, acaso un poco más…
Cuando me aproximé al
sitio donde debía bajarme, por cortesía le dije: “Aquí me quedo, señora, tenga usted
buen día”. Bajó tras de mí. Aunque yo no tuviese la sensación de ser perseguido,
la anciana continuó caminando a mi lado, mientras repetía:
“Un hada, señor, soy
un hada”. Y por primera vez me tocó levemente el hombro. Tenía su mano manchada
por grandes pecas y en el dedo anular una verruga repugnante. “No lo dudo, amiga”,
le dije, deteniéndome un momento, “pero con esta maldita prisa que mantenemos… Los
hombres, la vida, las hadas, la muerte. Es tan rápido todo que uno a veces no se
da cuenta ni de uno mismo”. Le dije, aunque no sabía si me comprendía.
Cuando llegué a mi casa,
la anciana ya no me seguía. En algún lugar de la calle debió entrar a cualquier
casa, eso creo, aunque mi hija no cesa de preguntarme: “Papá, ¿por qué la niña que
venía a tu lado salió volando cuando abrí la puerta”.
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