Ricardo Palma
I
Éste era un lego contemporáneo de don
Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano, el cual
lego desempeñaba en Lima, en el convento de los padres seráficos, las funciones
de refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba
fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la tradición lo
conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su beatificación
y canonización existe en Roma, no se le da otro nombre.
Fray Gómez hizo en mi
tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa.
Era de suyo milagrero, como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba
el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete.
El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por
la boca y narices.
–¡Se descalabró! ¡Se
descalabró! –gritaba la gente–. ¡Qué vayan a San Lorenzo por el santo óleo!
Y todo era bullicio
y alharaca.
Fray Gómez acercóse
pausadamente al que yacía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito,
echóle tres bendiciones, y sin más médico ni más botica, el descalabrado se levantó
tan fresco, como si el golpe no hubiera recibido.
–¡Milagro, milagro!
¡Viva fray Gómez! –exclamaron los infinitos espectadores.
Y en su entusiasmo intentaron
llevar en triunfo al lego. Éste, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr
camino de su convento y se encerró en su celda.
La crónica franciscana
cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus
aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su
convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de
maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas. Aquel día estaba fray
Gómez en vena de hacer milagros, pues cuando salió de su celda se encaminó a la
enfermería, donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima
de una furiosa jaqueca. Pulsólo el lego y le dijo:
–Su paternidad está
muy débil, y haría bien en tomar algún alimento.
–Hermano –contestó el
santo–, no tengo apetito.
–Haga un esfuerzo, reverendo
padre, y pase siquiera un bocado.
Y tanto insistió el
refitolero, que el enfermo, por librarse de exigencias que picaban ya en majadería,
ideó pedirle lo que hasta para el virrey habría sido imposible conseguir, por no
ser la estación propicia para satisfacer el antojo.
–Pues mire, hermanito,
sólo comería con gusto un par de pejerreyes.
Fray Gómez metió la
mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos
que parecían acabados de salir del mar.
–Aquí los tiene su paternidad,
y que en salud se conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los
benditos pejerreyes quedó San Francisco curado como por ensalmo. Me parece que estos
dos milagritos de que incidentalmente me he ocupado no son paja picada. Dejo en
mi tintero otros muchos de nuestro lego, porque no me he propuesto relatar su vida
y milagros. Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que sobre
la puerta de la primera celda del pequeño claustro, que hasta hoy sirve de enfermería,
hay un lienzo pintado al óleo representando estos dos milgaros, con la siguiente
inscripción:
“El venerable Fray Gómez.
-Nació en Extremadura en 1560. Vistió el hábito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima
en 1587. -Enfermero fue cuarenta años, ejercitando todas las virtudes, dotado de
favores y dones celestiales. Fue su vida un continuado milagro. Falleció el 2 de
mayo de 1631, con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en
la capilla de Aranzazú, y en 13 de octubre de 1810 se pasó debajo del altar mayor,
a la bóveda donde son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación
de los restos el señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este
venerable retrato en 30 de noviembre de 1882, por M. Zamudio.”
II
Estaba una mañana fray Gómez en su celda
entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta uns discretos golpecitos, y
una voz de quejumbroso timbre dijo:
–Deo gratias…
¡Alabado sea el Señor!
–Por siempre jamás,
amén. Entre, hermanito –contestó fray Gómez.
Y penetró en la humildísima
celda un individuo algo desharrapado, vera efigies del hombre a quien acongojan
pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano
viejo.
Todo el mobiliario de
la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta y una tarima
sin colchón, sin sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.
–Tome asiento, hermano,
y dígame sin rodeos lo que por acá le trae –dijo fray Gómez.
–Es el caso, padre,
que yo soy hombre de bien a carta cabal.
–Se le conoce y que
persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de conciencia, y en
la otra la bienaventuranza.
–Y es el caso que soy
buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de medios,
que no por holgazanería y escasez de industria en mí.
–Me alegro, hermano,
que a quien honradamente trabaja, Dios le acude.
–Pero es el caso padre,
que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme tarda…
–No desespere, hermano,
no desespere.
–Pues es el caso, que
a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas
las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones,
yo mismo me dije a mí mismo: “¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero
a fray Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará
para sacarte del apuro”. Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad
le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que no será por
mí por quien se diga:
En el mundo hay devotos de ciertos santos:
la gratitud les dura lo que el milagro;
que un beneficio da siempre vida a ingratos
desconocidos.
–¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que
en esta triste celda encontraría ese caudal?
–Es el caso, padre,
que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.
–La fe lo salvará, hermano.
Espere un momento.
Y paseando los ojos
por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba
tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página del libro
viejo, dirigióse a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió
en el papel y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:
–Tome, buen hombre,
y empeñe esta alhajita; no olvide, sí, devolvérmela dentro de seis meses.
El buhonero se deshizo
en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó
a la tienda de un usurero. La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca,
por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba
una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con
dos rubíes por ojos.
El usurero, que era
un hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle
dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo
que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico, se entiende.
Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el
agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más
dinero que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan
valiosa por mérito intrínseco y artístico.
Y con este capitalito
fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar
la prenda y, envuelta en el mismo papel que la recibiera, se la devolvió a fray
Gómez.
Éste tomó el alacrán,
lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo:
–Animalito de Dios,
sigue tu camino.
El alacrán echó a andar
libremente por las paredes de la celda.
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