Isaac Asimov
El cirujano alzó la
cabeza; su rostro era inexpresivo.
–¿Está
preparado? –preguntó.
–Preparado
es un término relativo –dijo el ingeniero médico–. Nosotros estamos preparados.
Él está quieto.
–Bueno,
siempre lo están… Al fin y al cabo se trata de una operación importante.
–Importante
o no, el paciente debe estar agradecido. Ha sido elegido entre una enorme
cantidad de candidatos y, francamente, no creo que…
–No
lo diga –interrumpió el cirujano–. No nos corresponde a nosotros tomar la
decisión.
–La
aceptamos; pero, ¿acaso tenemos que mostrarnos de acuerdo?
–Sí
–repuso vivamente el cirujano–. Tenemos que aceptarla totalmente y de buen
grado. Es una intervención tan enormemente complicada que no podemos realizarla
con ninguna clase de reservas mentales. Este hombre ha demostrado sus méritos
en numerosos aspectos, y sus características resultan adecuadas para la Junta
de Mortalidad.
–Está
bien –dijo el ingeniero médico.
–Lo
veré aquí mismo –declaró el cirujano–. Me parece que la ocasión no se presta
demasiado a palabras de aliento.
–Tampoco
servirían de mucho. Está bastante nervioso, y ya ha tomado una decisión.
–¿Lo
ha hecho?
–Sí.
Quiere metal, como todos.
El
semblante del cirujano continuó imperturbable. Se miró las manos y dijo:
–A
veces se puede tratar con ellos acerca de ese asunto.
–¿Para
qué preocuparse? Si quiere metal, que sea metal.
–¿A
usted no le importa?
–¿Por
qué habría de importarme? –manifestó el ingeniero médico casi con brutalidad–.
Al fin y al cabo, se trata de un problema de ingeniería médica, y yo soy
ingeniero médico. Sea como sea, tengo que resolver el problema. No veo motivos
para inquietarme por nada más.
No
obstante, el cirujano declaró con firmeza:
–Para
mí es un asunto de correcto proceder.
–No
puede usted utilizar ese argumento. ¿Qué le importa al paciente el correcto
proceder?
–A
mí si me importa.
–Usted
integra una minoría. La tendencia general va en contra suya. No tiene ninguna
posibilidad.
–Debo
intentarlo.
El
cirujano hizo un ademán al ingeniero médico para que guardase silencio. No era
un gesto impaciente, sino simplemente apresurado. Ya había informado
previamente a la enfermera, y le indicaron que esta se acercaba al quirófano.
El cirujano oprimió un botón y las dos hojas de la puerta se corrieron. El
paciente entró en su silla de motor acompañado por la enfermera, que avanzaba
ágilmente a su lado.
–Puede
retirarse, enfermera –dijo el cirujano–. Pero aguarde fuera. La llamaré más
tarde.
Luego
hizo una seña con la cabeza al ingeniero médico, que salió con la enfermera, y
la puerta se cerró detrás de ellos.
El
hombre de la silla miró por encima de un hombro y los vio marcharse. Tenía el
cuello muy delgado y unas finas arrugas en torno a los ojos. Estaba recién
afeitado, y los dedos, que aferraban con fuerza los brazos de la silla,
mostraban uñas manicuradas. Era un paciente de alta categoría, y en su rostro
se apreciaba un gesto displicente.
–¿Vamos
a empezar hoy? –preguntó.
–Esta
misma tarde, senador –repuso el cirujano asintiendo con la cabeza.
–Tengo
entendido que esto llevará varias semanas.
–La
operación en sí misma no, pero existe una serie de asuntos secundarios que
deben tenerse en cuenta. Habrá que realizar una transfusión de sangre y ciertos
ajustes hormonales. Se trata de cuestiones delicadas.
–¿Es
peligroso…? –inquirió el enfermo, y luego, como si sintiera la necesidad de
establecer una relación amistosa, pero evidentemente en contra de su voluntad,
añadió–: ¿doctor?
Al
cirujano le pasaron desapercibidos aquellos matices expresivos, y dijo
escuetamente:
–Todo
resulta peligroso. Le dedicamos suficiente tiempo para que sea lo menos
arriesgado posible. Ese tiempo, junto con la capacidad de muchos especialistas
agrupados y el instrumental adecuado, hacen que tales operaciones solo estén al
alcance de muy pocos.
–Lo
sé –afirmó el paciente, algo inquieto–. Y me niego a sentirme culpable por eso.
¿O es que insinúa que lo estoy presionando?
–En
absoluto, senador. Las decisiones de la Junta nunca han sido discutidas. Solo
menciono la dificultad y complejidad de la intervención con el fin de poner de
manifiesto mi deseo de llevarla a cabo del mejor modo posible.
–Bien,
hágalo así, entonces. Ese es también mi deseo.
–En
tal caso, debo pedirle que tome una decisión. Es posible aplicarle un
cibercorazón de una de estas dos clases: de metal, o bien…
–¡O
de plástico! –interrumpió, irritado, el paciente–. ¿No es esa la alternativa
que me ofrece, doctor? Plástico barato. Yo no quiero eso. Ya he hecho mi
elección, y quiero que sea de metal.
–Pero…
–Escúcheme.
Me han dicho que la elección tengo que tomarla yo solo. ¿Es eso cierto?
El
cirujano asintió, y dijo:
–Cuando
dos posibilidades son del mismo valor desde el punto de vista médico, la
elección recae en el enfermo, aun cuando las posibilidades no sean iguales,
como ocurre en este caso.
Los
ojos del paciente brillaron.
–¿Pretende
usted decirme que el corazón de plástico es superior? –inquirió.
–Eso
depende del paciente. En mi opinión, a usted no le conviene el metal. Y
preferimos no utilizar la palabra plástico. Se trata de un cibercorazón
fibroso.
–Por
lo que a mí respecta, es plástico.
–Senador
–dijo el cirujano con infinita paciencia–, el material no es plástico en el
sentido ordinario de la palabra. Es un polímero, ciertamente, pero mucho más
complejo que el plástico corriente. El material es una fibra proteínica
compuesta, con la que se ha conseguido imitar hasta donde ha sido posible el
tejido natural del corazón humano, el mismo que tiene usted dentro del pecho en
este momento.
–Exactamente;
y el corazón humano que tengo en el pecho ya está gastado a pesar de que no he
cumplido todavía los sesenta años. Yo no quiero nada parecido a esto, muchas
gracias. Yo quiero algo mejor.
–Todos
queremos algo mejor para usted, senador. El cibercorazón fibroso será mejor.
Posee una vida potencial de varios siglos. Es totalmente antialérgico…
–¿No
lo es el corazón metálico, acaso?
–Sí,
lo es –repuso el cirujano–. El cibercorazón metálico está formado por una
aleación de titanio que…
–¿Y
no es cierto que no se desgasta y que es más fuerte que el plástico, o la
fibra, o como usted quiera llamarle?
–El
metal resulta físicamente más resistente, en efecto; pero la fortaleza mecánica
no es lo único que debe tenerse en cuenta. Dicha resistencia no es
indispensable mientras el corazón esté bien protegido. Cualquier agente capaz
de llegar a su corazón podrá matarlo por otras razones, aunque sea un corazón
metálico.
El
paciente se encogió de hombros y manifestó:
–Entonces,
cuando me rompa una costilla, haré que también me la pongan de titanio. La
sustitución de huesos resulta fácil. Todo el mundo puede conseguir que le hagan
eso en cualquier momento. Yo seré todo lo metálico que quiera, doctor.
–Está
usted en su derecho, si así lo prefiere. Sin embargo debo hablarle con
franqueza y decirle que si bien ningún cibercorazón metálico ha fallado
mecánicamente, sí han fallado algunos electrónicamente.
–¿Qué
significa eso?
–Eso
significa que todo cibercorazón posee un pulsorregulador como parte integrante
de su estructura. En el caso de la variedad metálica se trata de un mecanismo
electrónico que mantiene el ritmo cardíaco. Ello implica que hay que colocar
todo un equipo en miniatura que altere el ritmo del corazón de acuerdo con el
estado emotivo y físico del individuo. En ocasiones, esto ha fracasado, y la
persona ha muerto antes de que se pudiera corregir el defecto.
–Nunca
he oído hablar de tales casos.
–Yo
le aseguro que han ocurrido.
–¿Y
sucede a menudo?
–De
ningún modo. Solo muy raras veces.
–Bien,
entonces correré ese riesgo. ¿Y qué me dice del corazón de plástico? ¿No lleva
también un pulsorregulador?
–En
efecto, senador. Pero la estructura química del cibercorazón fibroso es mucho
más parecida a la del tejido cardíaco del hombre. Puede responder mejor a los
estímulos iónicos y hormonales del organismo. El elemento a insertar es, en
este caso, mucho más sencillo que en el del cibercorazón metálico.
–¿No
escapa nunca al control hormonal el corazón de plástico?
–Hasta
ahora nunca ha ocurrido.
–Porque
no han trabajado con él un tiempo lo bastante largo, ¿no es así?
El
cirujano vaciló un momento, y luego respondió:
–Bueno,
es cierto que el corazón fibroso lleva en uso menos tiempo que el metálico…
–¿Lo
ve usted? ¿Qué teme, doctor, que quiera convertirme en un robot, en un metalo,
como los llaman desde que se les otorgó la ciudadanía?
–No
tiene nada de malo el metalo. Como bien dice usted; se trata de ciudadanos.
Pero usted no es un metalo, sino un ser humano. ¿Por qué no seguir siendo un
ser humano?
–Porque
deseo lo mejor, y eso es el corazón metálico, entiéndalo bien.
–Perfectamente
–contestó el cirujano–. Se le pedirá que firme los correspondientes permisos, y
luego le colocaremos un corazón de metal.
–¿Y
quién será el cirujano que me intervenga? Me han dicho que usted es el mejor.
–Seré
yo mismo. Haré lo posible para que el trasplante tenga éxito.
Se
abrió la puerta, y el paciente salió en su silla acompañado por la enfermera.
Luego entró el ingeniero médico, que permaneció mirando hasta que la puerta se
hubo cerrado a espaldas del paciente. Entonces se volvió al cirujano y dijo:
–Bueno,
no puedo adivinar lo que ocurrió. Dígame, ¿cuál fue su decisión?
El
cirujano se inclinó sobre su escritorio y perforó las instrucciones finales
para los registros.
–La
que usted predijo. Quiere un cibercorazón metálico.
–Después
de todo, son los mejores.
–No
siempre. Llevan más tiempo usándose, eso es todo. Es la manía que tiene la
humanidad, desde que los metalos han adquirido la ciudadanía. El hombre tiene
el singular anhelo de hacer de sí mismo un metalo. Suspira por la fuerza física
y por la resistencia que se les atribuye.
–Ellos
no son los únicos, doctor. Usted no trabaja con metalos, pero yo sí, de modo
que sé lo que ocurre. Los dos últimos que ingresaron para someterse a
reparaciones me pidieron elementos fibrosos.
–¿Se
los proporcionó?
–En
un caso, sí; se trataba tan solo de colocar tendones. No había demasiada
diferencia entre insertar metal o fibra. El otro, en cambio, deseaba un aparato
circulatorio o su equivalente. Yo le dije que no podía hacerlo. Para ello se
hubiera tenido que modificar totalmente la estructura de su organismo,
aplicando material fibroso… Es de suponer que algún día llegaremos también a
eso. Habrá metalos que no sean totalmente de metal, sino una especie de
combinación metálica de carne y sangre.
–¿No
le preocupa esa idea?
–¿Por
qué? Análogamente, habrá seres humanos metalizados. Hoy poseemos dos variedades
de seres inteligentes en la Tierra, y es absurdo que nos estemos preocupando
por las dos. Dejemos que se acerquen la una a la otra, y al fin no existirá
diferencia alguna. ¿Para qué queremos que la haya? Entonces tendremos lo mejor
de ambas formas de vida: las ventajas del hombre combinadas con las del robot.
–El
resultado entonces sería un ser híbrido –contestó el cirujano, con un tono que
se acercaba a la agresividad–. Se habría llegado a una criatura que no sería
ambas cosas, sino ninguna de las dos. ¿Es lógico suponer que un individuo no
esté lo bastante orgulloso de su estructura orgánica y de su identidad como
para desear transformarse en algo extraño? ¿Sería deseable ese mestizaje?
–Así
hablan los racistas.
–Pues
no me importa –dijo el cirujano, con sereno énfasis–. Yo creo que uno debe ser
lo que es. No cambiaría ni una partícula de mi organismo por ninguna razón. Si
se requiere forzosamente hacerme algún cambio, exigiría que el material fuera
lo más parecido posible a mis propios órganos. Yo soy “yo mismo”. Y estoy muy
satisfecho con ser quien soy, y no pretendo ser ninguna otra cosa.
El
cirujano, terminado su alegato, se preparó para iniciar la operación. Introdujo
sus fuertes manos en el horno y las dejó para que se calentaran al rojo hasta
que se esterilizasen completamente. A pesar de ser la primera vez que levantaba
la voz y se apasionaba de tal modo, en su bruñido rostro metálico, como
siempre, no existía el menor vestigio de expresión.
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