Víctor Roura
Cuando me dijo que quería una churumbela
como muestra de mi amor, le hice ver que la séptima copa se me había subido mucho
a la cabeza.
–Te espero en el carro
–dije.
Abandoné el bar, pero
en lugar de sentarme en el cofre de su auto, cosa que siempre hacía para atenuar
su demora, me seguí de largo. Era demasiado. La última vez le esquivé un vaso de
vidrio que aventó con mucha puntería. Lamenté el desperdicio del ron, que fue a
dar al suelo. Su encono, no. Lo que sucede es que uno es capaz de soportar cualquier
felonía por un momento de placer. Sin embargo, tiene que haber un límite. El mío
ha llegado.
Caminé tres cuadras.
Me detuve en una caseta telefónica.
–Ignoro la hora, pero
necesito verte –dije.
Contestó amodorrada.
–Si vienes por mí, me
despierto –indicó bostezando.
De Ciudad Satélite,
donde estaba, hasta Iztapalapa, donde ella dormía, podría hacer, si me lo proponía,
una hora. Dije que se vistiera. Casi corrí a una avenida. Empecé a pedir un raid,
porque a esa hora ya no pasaban peseros.
Nada.
Hasta que un Topaz se
detuvo. Me abrieron la puerta, sin preguntarme hacia dónde iba, pero tuve confianza,
porque al lado de quien manejaba estaba una dama. Subí. Ya en la parte posterior
del carro me percaté de que el hombre venía muy bebido y discutiendo, en altos tonos,
con la mujer.
–¡Mosquita muerta! –gritó
el señor.
Ella no dijo nada.
–¡Coqueta nocturna!
–volvió a alzar la voz el hombre.
Yo me hice el desentendido.
–¡Mujer de fácil entrada!
–gritó de nuevo el conductor.
Entonces la dama le
asestó un cachetadón que hizo que la cabeza del hombre rebotara del vidrio a su
costado izquierdo. El coche frenó bruscamente.
–¡Repítelo, mujer de
labios hambrientos! –gritó otra vez el hombre, viéndola con un rencor indecible.
Yo, mientras, me sacudía
el polvo de mi saco negro.
Ella no dudó. Le asestó
otra bofetada que hizo sangrar, de inmediato, la nariz de su (supongo) prometido.
Los dos se quedaron un buen rato mirándose, como midiendo sus respectivas temperaturas,
sus humores rutinarios, su presión familiar. Ella levantó nuevamente la mano, amenazando
con un tercer golpe.
Yo bajé la cabeza, buscando
en el asiento no sé qué cosa.
El hombre abrió la puerta
y bajó, rumiando algunos insultos. La mujer volteó a verme, retadora. Sus labios
se veían realmente hambrientos. No estaba equivocado el hombre en ese inciso.
–Creo que aquí me quedo
–dije, apenas.
Ella negó con la cabeza.
–Por favor –pidió.
No pude responder nada.
Pasaron, en un silencio ominoso, quizás cinco minutos. El hombre regresó.
–¿Satisfecha, pimpollo
de mala juerga? –preguntó con un dejo burlón que no comprendí.
Ella asintió.
Puso en marcha el coche,
miró por el retrovisor y me interrogó:
–¿Todavía está usted
aquí?
Sonreí.
–Aún –respondí, delgada
la voz.
Volvió a frenar, con
brusquedad.
–Sírveme otra cuba –ordenó
el hombre.
La mujer le sirvió en
un vaso de vidrio.
–Sírvele una al joven
–indicó.
La mujer tomó, creo
que de la cajuela, otro vaso y me sirvió una cuba cargadísima. El hombre prosiguió
la marcha.
–¿Gusta usted un poco?
–pregunté a la dama.
El hombre dijo, viéndome
por el espejo retrovisor.
–La mujer ya no bebe.
Alcé los hombros. “Ni
modo”, pensé.
–¿Y para dónde va usted,
joven? –preguntó el señor, bebiendo de un solo trago su copa.
Dije que para Iztapalapa.
–Está usted loco si
cree que lo vamos a llevar –dijo.
Yo también me tomé de
un trago la cuba.
–Déjeme donde usted
considere conveniente –dije.
Nos fuimos en silencio.
La mujer volteaba a verme, de vez en cuando. Muy seria. Pedí otra cuba.
El coche se metió por
caminos ignotos para mí hasta que quince o veinte minutos después, fue a parar a
una residencia cuyo alrededor olía a árboles sanos.
–Ésta es su casa, pase
un rato –dijo el hombre.
–Por favor –pidió la
mujer.
Entramos al hogar. Encendieron
las luces. El señor fue directo a su cantina. Se sirvió un güisqui. Fue a sentarse
al amplio sillón.
–Sírvase usted lo que
quiera –indicó.
Cuando regresé de la
cantina, el hombre dormía plácidamente, con su copa en la mano. La mujer me miró
largamente. Sonrió.
–Creo que es hora de
que se marche –dijo.
Le dije que nomás me
terminara el ron.
–No, puede usted llevarse
incluso el vaso –dijo.
Se puso de pie y me
acompañó hasta la puerta.
–Con todo respeto, señora,
sus labios en efecto me parecen hambrientos –dije, cortésmente, pero no sé de dónde
sacó la dama un vaso de vidrio y, si no corro agachándome a tiempo, me lo estrella
justo en la nuca.
No sabía dónde andaba,
pero busqué una avenida y en ella hallé una caseta telefónica.
La mujer en Iztapalapa
o yacía pesadamente dormida o esperaba ansiosa ya en la calle, porque jamás contestó.
Decidí, pues, amanecer
en otro sitio…
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