Juan García Ponce
El gato apareció un día y desde entonces
siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento,
sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido
el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que
su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D
empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al
regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta
del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso. Cuando D,
vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar el pasillo,
el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza hacia él, buscando
que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y ardientes en medio del
suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento, hasta convertirlos en una delgada
línea de luz amarilla y volvía la cabeza hacia el frente, ignorando la mirada de
D que, sin embargo, seguía viéndolo, conmovido por su solitaria fragilidad y un
poco molesto por el peso inquietante de su presencia. Otras veces, en lugar de en
el pasillo del segundo piso, D lo encontraba de pronto acurrucado en uno de los
rincones del amplio hall de la entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado
a la pared, ignorando el aviso de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno
de los tramos de la escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces
bajaba o subía delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirarlo y apartándose
de su paso cuando estaba a punto de darle alcance para volver a enroscarse alrededor
de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás, D sentía la
amarilla mirada sobre su espalda.
El edificio en que vivía
D era una construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de
hace treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos accesorios y
cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria belleza.
El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto espacio del
edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la construcción. Unos días,
quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la imprevisible voluntad de
los porteros, tan viejos e imperturbables como el edificio y que se apretujaban
con hijos y nietos en el tapanco de la planta baja espiando recelosos el paso de
los inquilinos, había eliminado del hall los dos pesados sofás de gastado terciopelo
y el pequeño pero macizo escritorio de madera cuya antigua presencia acentuaba ese
peculiar carácter conservador y ajeno al paso del tiempo de la construcción, y a
D le pareció que el gato ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su
inexplicable presencia se llevaba con el tono del edificio y, significativamente,
D nunca lo vio entre las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas
hojas tropicales que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado
por iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasillo.
El gato parecía ser contrario a esa remota evocación de un jardín; su terreno eran
los elementos sobrios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma manera
que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban el espacio
vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a encontrar de pronto
el gato y recibir su mirada indiferente, y a verlo bajar o subir delante de él en
las escaleras sin preguntarse a quién pertenecía.
D vivía solo en su departamento
y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del
que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente
para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente
y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían
bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera
en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos,
parecía bastarles. Para D siempre era motivo de un renovado placer poder mirar desde
casi todos los ángulos del pequeño departamento, en las horas muertas que se extendían
frente a ellos los domingos por la mañana, el cuerpo desnudo de su amiga extendido
indolentemente sobre la cama, cambiando una postura atractiva por otra postura atractiva
que siempre acentuaba más aún esa desnudez a la que hacía casi procaz la conciencia,
por parte de ella, de que él la estaba admirando y gozando con la exposición de
su cuerpo. Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba así, extendida
indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente
rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación
con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara
y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos
muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle,
que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante
e impreciso.
A veces la cara de ella
permanecía oculta en la almohada y su pelo, castaño oscuro, ni largo ni corto, casi
impersonal en su ausencia de relación con las facciones del rostro, remataba el
prolongado trazo de la espalda que se iba estrechando hacia abajo hasta perderse
en la amplia curva de las caderas y el firme dibujo de las nalgas. Más allá estaban
sus largas piernas, separadas una de la otra en un ángulo arbitrario, pero estrechamente
relacionado. Entonces para D el cuerpo de ella tenía casi un carácter de objeto.
Pero también cuando estaba de frente, dejando ver sus pechos pequeños con sus vivos
pezones y la rica extensión plana del vientre, en el que apenas se sugería el ombligo,
y la zona oscura del sexo entre las piernas abiertas, el cuerpo tenía algo remoto
e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entregaba
a la contemplación. Definitivamente, D conocía y amaba ese cuerpo y no podía dejar
de experimentar la realidad de su presencia mientras iba de un lado a otro en el
departamento realizando las pequeñas acciones cotidianas cuyo sentido se pierde
en el carácter mecánico con que podemos cumplirlas. Y del mismo modo la sentía cuando
se desvestía delante de él o cuando era ella la que, siempre desnuda, se movía de
un lado a otro del departamento, volviéndose de pronto hacia D para hacer un comentario
banal. Así, la presencia de su amiga, su soledad de dos, la profunda y tranquila
sexualidad de su relación, en la que ella estaba siempre desnuda y era suya, formaba
parte de su departamento como era una parte de su vida y cuando estaban entre más
gente el conocimiento de esa relación volvía de pronto a D envolviéndolo con una
fuerza perturbadora que le hacía buscar la piel de ella bajo su ropa y lo separaba
de todo el tiempo que le obligaba a sentir que el conocimiento que tenía de ella
se proyectaba hacia los demás como una especie de necesidad de que participaran
de su secreto atractivo. Entonces ella era para él como un puente por el que todos
deberían transitar del mismo modo que la luz que entraba por las ventanas, cuando
ella se extendía sobre la cama, se posaba sobre su cuerpo e igual que los muebles
del departamento parecían mirarla junto con él.
Una de esas mañanas
de domingo en que ella dormitaba sobre la cama, D escuchó a través de la puerta
cerrada del departamento unos maullidos lastimosos, insistentes, que rodaban sobre
sí mismos hasta convertirse en un solo, monótono sonido. D se dio cuenta, sorprendido,
de que era la primera vez que el gato mostraba de esa manera su presencia. Su departamento
quedaba exactamente arriba de aquel ante cuya puerta, un piso más abajo, el gato
se echaba sobre la esterilla; pero los maullidos parecían salir de un sitio mucho
más cercano, daban la sensación de que el gato estaba en el interior de su departamento.
D abrió la puerta de entrada y lo encontró, pequeño y gris, casi a sus pies. El
gato debía estar pegado por completo a la puerta, lanzando sus lamentos contra ella.
Sin dejar de maullar, levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente a D, entrecerrando
los ojos convertidos en dos estrechas rayas amarillas y volviendo a abrirlos enseguida.
Instintivamente, D, que un momento antes había pensado en salir del departamento
para comprar los periódicos del día como todos los domingos, lo levantó con las
dos manos, lo metió al departamento dejándolo otra vez en el piso, salió y cerró
la puerta tras de sí. En el pasillo y la escalera siguió escuchando todavía sus
maullidos, insistentes, rodando sobre sí mismos, como si reclamaran algo y no estuvieran
dispuestos a cesar hasta conseguirlo, y cuando regresó, con los periódicos bajo
el brazo, éstos no habían cambiado. D abrió la puerta y entró al departamento. El
gato no estaba a la vista y sus maullidos se escuchaban como si no vinieran de un
sitio específico sino que ocuparan todo el espacio del departamento. D avanzó por
la sala comedor a la que se abría la puerta de entrada y a través de la otra puerta,
en el extremo opuesto, que comunicaba con la habitación, pudo ver el cuerpo de su
amiga en la misma posición en que él la había dejado, dormitando con la cara escondida
en la almohada. Las mantas arrinconadas al pie de la cama hacían más absoluta su
desnudez. D entró a la habitación, envuelto en el lastimero sonido de los maullidos
y vio al pequeño gato gris mirando fijamente el cuerpo desnudo, de pie sobre sus
cuatro patas, en el centro de la otra puerta de la habitación, como si no se decidiera
a entrar en ella. La distribución del departamento permitía que el acceso a la alcoba
desde la entrada pudiera hacerse a través de cualquiera de sus dos puertas, avanzando
directamente por la sala, o dando un rodeo por la cocina y el pequeño desayunador
que se comunicaba directamente con ella y con la alcoba. D se sorprendió preguntándose
si el gato había dado ese rodeo o habría pasado directamente a la habitación y ahora
sólo fingiera que no se decidía a entrar en ella. En tanto, en la cama, bajo su
mirada y la del gato, su amiga cambió de posición estirando una de sus largas piernas
para pegarla a la otra y rodeando con un brazo la almohada sin levantar la cabeza
de ella ni permitir que el pelo castaño se hiciera a un lado para dejar ver el rostro.
D se dirigió hacia el gato, lo levantó sin que éste dejara de maullar, lo dejó otra
vez en el pasillo y cerró la puerta. Después se sentó en la cama, acarició lentamente
la espalda de su amiga reconociendo su piel contra la palma de su mano como si ella
sola pudiera llevarlo al fondo del cuerpo que se extendía ante él, y se inclinó
para besarla. Ella se volvió con los ojos cerrados todavía, le echó los brazos al
cuello levantando el cuerpo para pegarlo al de D y con la boca en su oreja le susurró
que se desvistiera y se mantuvo pegada a su cuerpo mientras él obedecía. Después,
cuando los dos yacían uno junto al otro, con las piernas entrelazadas todavía y
envueltos en el olor mezclado de sus cuerpos, ella le preguntó, como si de pronto
recordara algo que venía de mucho más atrás, si en algún momento había metido a
la casa al gato que había estado maullando afuera.
–Sí. Cuando salí a comprar
el periódico –contestó D, y se dio cuenta de que los maullidos habían cesado ya.
–¿Y dónde está, qué
hiciste con él? –dijo ella.
–Nada. Volví a sacarlo.
Ya no tenía objeto que estuviese aquí. Yo quería que te sorprendiera mientras yo
no estaba –dijo D y luego agregó–: ¿Por qué?
–No sé –explicó ella–.
De pronto me pareció que estaba adentro y me extrañó y me gustó al mismo tiempo,
pero no pude decidirme a despertar…
La amiga siguió en la
cama hasta bien entrada la mañana, mientras D, sentado en el piso, a su lado, leía
los periódicos que había dejado sobre la mesa al entrar. Luego salieron a comer
juntos. El gato no había vuelto a maullar ni tampoco estaba en el pasillo, ni en
las escaleras, ni en el hall, y los dos olvidaron el incidente.
Durante la siguiente
semana, aunque no volvió a escucharlo maullar, D se encontró en varias ocasiones
al gato, gris y pequeño, mirándolo un instante, inmutable sobre su esterilla frente
a la puerta del departamento de abajo, enroscado entre los barrotes de hierro de
la escalera, subiendo o bajando delante de él sin volverse a mirarlo, como si le
huyera, o caminando muy despacio, pegado por completo a la pared del hall, y cuando
cerraba la pesada puerta de vidrio que daba a la calle, dejándolo tras sí, le parecía
que el gato se afirmaba cada vez más como el dueño del edificio y esperaba receloso
que D regresara igual que los porteros, fingiendo indiferencia sobre su esterilla
o enroscado entre los barrotes de la escalera, con su figura frágil y delicada de
gato niño que nunca va a crecer y sin embargo no necesita a nadie. A pesar de que
a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siempre
algo tierno y conmovedor que incitaba a protegerlo, haciendo sentir que su orgullosa
independencia no ocultaba su debilidad. En una de esas ocasiones, D lo encontró
cuando subía a su departamento con su amiga, y ella, reparando en la pequeña figura
gris, le preguntó de quién sería, pero no se extrañó cuando D no supo contestarle
y aceptó con absoluta naturalidad la suposición de que tal vez no era de nadie,
sino que simplemente había entrado un día al edificio y se había quedado en él.
Esa noche estuvieron en el departamento hasta muy tarde y como otras muchas veces
la amiga, que siempre decía que le gustaba que D se quedase en el departamento después
de estar con ella, no quiso que él se levantara para acompañarla a su casa. Al verse
de nuevo, ella comentó que al salir había encontrado al gato en la escalera y que
la había seguido hasta el hall, deteniéndose sólo un poco antes de que ella saliera,
como si quisiera y al mismo tiempo temiera irse a la calle, por lo que ella tuvo
que cerrar la puerta con mucho cuidado.
D se burló de su amor
por los animales y volvió a olvidar a la pequeña figura gris; pero el domingo siguiente,
al regresar de comprar los periódicos encontró al gato, al que no había visto al
salir, enroscado entre los barrotes de la escalera. Pasó a su lado sin que se moviera
como de costumbre para subir delante suyo y D, sorprendido, se volvió, lo levantó
y entró con él al departamento. Su amiga esperaba en la cama como siempre y D, que
la había dejado despierta, trató de no hacer ruido al cerrar la puerta para sorprenderla.
Llevaba al gato en los brazos todavía y él se había acurrucado cómodamente en su
regazo entrecerrando los ojos. D podía sentir su pequeño cuerpo pálido y frágil
latiendo junto al suyo. Al entrar en la habitación vio que su amiga había vuelto
a dormirse extendida por completo en la cama, con las piernas juntas y un brazo
sobre los ojos para protegerse de la luz que entraba libremente por las ventanas.
En su cuerpo no había ningún signo de espera. Estaba allí simplemente, sobre la
cama, bella y abierta, como una esbelta e indiferente figura que no guardase ningún
secreto para sí y sin embargo tampoco ignorara en ningún momento el juego silencioso
de sus miembros y el peso del cuerpo que formaban su propia realidad y fuese capaz
de hacer que la desearan y de desearse a sí misma en un doble movimiento que desconoce
su punto de partida. D se acercó a ella con el recogido cuerpo gris inmóvil en su
regazo y después de mirarla un momento con la misma extraña emoción con que algunas
veces la veía vestida entre la gente, dejó con mucho cuidado al gato sobre su cuerpo,
muy cerca de los pechos, donde la pequeña figura gris se veía como un objeto apenas
viviente, frágil y atemorizado, incapaz de ponerse en movimiento. Al sentir el peso
del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de
reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D.
Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba
inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la
pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta de nuevo,
incapaz de moverse. D se rio de la sorpresa de ella y la amiga se rio con él.
–¿Dónde lo encontraste?
–preguntó después, alzando la cabeza sin mover el cuerpo para ver al pequeño gato
inmóvil a su lado todavía.
–En la escalera –dijo
D.
–¡Pobrecito! –dijo ella.
Tomó al gato y volvió
a ponerlo sobre su cuerpo desnudo, cerca de sus pechos, en el mismo lugar en el
que D lo había dejado antes. Él se sentó en la cama y los dos se quedaron viendo
al gato sobre el cuerpo de ella. Al cabo de un momento, la tímida figura gris sacó
las patas de debajo de su cuerpo, estirándolas primero sobre la piel de ella e iniciando
luego un inseguro intento de avanzar por el cuerpo para quedarse enseguida inmóvil
otra vez, como si no quisiera arriesgarse a salir de él. Los ojos amarillos se convirtieron
en dos estrechas rayas y después se cerraron por completo. D y su amiga volvieron
a reírse divertidos, como si la actitud del gato resultara inesperada y sorprendente.
Luego ella empezó a acariciarle el lomo con un movimiento suave y repetido, y finalmente
tomó el pequeño cuerpo gris con las dos manos y lo levantó manteniéndolo frente
a su cara repitiendo una y otra vez “pobrecito, pobrecito, pobrecito”, mientras
lo movía ligeramente de un lado a otro. El gato abrió un momento los ojos y volvió
a cerrarlos enseguida. Con las patas colgando hacia abajo, libres de las manos que
lo sostenían tomándolo por el cuerpo, parecía mucho más grande y había perdido algo
de su fragilidad. Sus patas traseras comenzaron a estirarse, como si quisiera estirarse
en el cuerpo de la amiga de D y ella dejó de moverlo y lo bajó lentamente, dejándolo
con cuidado sobre sus pechos, donde una de las patas estiradas tocaba directamente
el pezón. A su lado, D vio cómo el pezón se ponía duro y saliente, como cuando él
la tocaba al hacer el amor. Estiró el brazo para tocarla también y junto con el
pecho de ella su mano encontró el cuerpo del gato. Su amiga lo miró un instante,
pero los ojos de uno y otro se apartaron enseguida. Después ella hizo a un lado
el animal y se levantó de un brinco de la cama.
El resto de la mañana
leyeron los periódicos y oyeron discos cambiando los comentarios casuales de siempre,
pero entre los dos había una corriente secreta, perceptible sólo de vez en cuando
y acallada sin necesidad de ningún acuerdo, distinta a la de todos los domingos
anteriores. El gato se había quedado en la cama y cuando ella se extendía indolentemente
sobre las sábanas, sin cubrirse, como lo hacía todos los domingos para que el sol
tocara su cuerpo junto con el aire que entraba por la ventana abierta, y la mirada
de D pareciera sumarse a la de los muebles, acariciaba la pequeña figura de vez
en cuando o la ponía sobre su cuerpo para ver cómo el gato, que al fin parecía haber
recuperado la capacidad de moverse por su cuenta, avanzaba sobre ella, posando sus
pies delicados sobre su vientre o sus pechos o atravesaba de un lado a otro por
encima de sus largas piernas, estiradas sobre la cama. Cuando D y su amiga entraron
al baño, el gato se quedó todavía en la cama, adormecido entre las mantas revueltas
que ella había echado hacia atrás con el pie; pero al salir lo encontraron parado
en la sala, como si extrañase su presencia y estuviera buscándolos.
–¿Qué vamos a hacer
con él? –dijo la amiga, envuelta todavía en la toalla, haciendo a un lado su pelo
castaño para mirar al gato con una mezcla de cariño y duda, como si hasta entonces
advirtieran que a partir de la inocente broma inicial había estado todo el tiempo
con ellos.
–Nada –dijo D con el
mismo tono casual–. Déjalo otra vez en el pasillo.
Y aunque el gato los
siguió cuando entraron de nuevo a la habitación para vestirse, al salir D lo tomó
en brazos y lo dejó cuidadosamente en las escaleras, donde se quedó, inmóvil, pequeño
y gris, mirándolos bajar.
Sin embargo, desde ese
día, siempre que lo encontraban, silencioso, pequeño y gris, en la penumbra amarillenta
manchada con huecos de sombra del pasillo, el hall o la escalera, la amiga lo tomaba
en sus brazos y entraban al departamento con él. Ella lo dejaba en el piso mientras
se desvestía y luego el gato se quedaba en el cuarto o recorría indiferente la sala,
el desayunador o la cocina, para después, subirse a la cama y acostarse sobre el
cuerpo de ella, como si desde el primer día se hubiera acostumbrado a estar allí.
D y su amiga lo miraban riéndose, celebrando su manera de acomodarse en el cuerpo.
De vez en cuando ella lo acariciaba y él entrecerraba los ojos hasta convertirlos
en una delgada línea amarilla, pero la mayor parte del tiempo lo dejaba estar allí
simplemente, escondiendo la cabeza entre sus pechos o estirando lentamente las patas
sobre su vientre, como si no advirtiera su presencia, hasta que al volverse para
abrazar a D el gato se interponía entre los dos y ella lo apartaba con la mano,
poniéndolo a un lado de la cama. Cuando D esperaba a su amiga en el departamento,
ella entraba siempre con el gato en los brazos y una noche que anunció que no lo
había encontrado en ninguno de los sitios habituales, la pequeña figura gris apareció
de pronto en la alcoba entrando por la puerta del clóset. Sin embargo, un día que
ella quiso darle de comer, el gato se negó a probar bocado, a pesar de que ella
intentó incluso tomarlo en sus brazos y acercar el plato a su boca. Desde la cama,
D sintió una oscura necesidad de tocarla al verla sosteniendo la alargada figura
del gato pegada contra su cuerpo, y la llamó a su lado. Ahora, los domingos, la
pequeña figura gris se había hecho indispensable junto al cuerpo de ella y la mirada
de D registraba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo
las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también
al gato como algo que le pertenecía a los dos sin ser de ninguno y comparaba las
reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos
de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba
dormitando, desnuda y con él a su lado, al abrir los ojos después del sueño sentía
también, como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados
ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de
nuevo.
Poco después, D tuvo
que quedarse en cama unos días atacado por una fiebre inesperada, y ella decidió
arreglar sus asuntos para poder quedarse en el departamento, cuidándolo. Atontado
por la fiebre, sumergido en una especie de duermevela constante en la que la oscura
conciencia de su cuerpo adolorido era molesta y agradable al mismo tiempo, D registraba
de una manera casi instintiva los movimientos de su amiga en el departamento. Escuchaba
sus pasos al entrar y salir de la habitación y creía verla inclinándose sobre él
para ver si estaba dormido, la oía abrir y cerrar una y otra puerta sin poder situar
el lugar en que se encontraba, percibía el sonido del agua corriendo en la cocina
o el baño y todos esos rumores formaban un velo denso y continuo sobre el que el
día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo
dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente,
y a través de ese velo le parecía advertir hasta qué extremo estaban unidos y separados,
cómo cada una de sus acciones la mostraban frente a él, aparte y secreta, y por
esto mismo más suya en esa separación desde la que ella no sabía nada de él, como
si cada uno de sus actos se situara en el extremo de una cuerda tensa y vibrante
que él sostenía del otro lado y en cuyo centro no haba más que un vacío imposible
de llenar. Pero cuando D abría al fin por completo los ojos entre dos incontables
espacios de sueño, podía ver también al gato siguiendo a su amiga en cada uno de
sus movimientos, sin acercarse mucho a ella, siempre unos cuantos pasos atrás, como
si tratara de pasar inadvertido, pero, al mismo tiempo, no pudiese dejarla sola.
Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía
abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente. D
volvía a quedarse dormido con una vaga, remota sensación de espera, que quizás no
era parte más que de la misma fiebre, pero en cuyo espacio reaparecían una y otra
vez, distantes e inalcanzables en unas ocasiones, inmediatas y perfectamente dibujadas
en otras, invariables imágenes del cuerpo de su amiga. Luego, ese mismo cuerpo,
concreto y tangible, se deslizaba a su lado en la cama y D lo recibía, sintiéndose
en él, perdiéndose en el más allá de la fiebre, al tiempo que advertía, a través
de esas mismas sensaciones, cómo estaba siempre enfrente, inalcanzable aún en la
más estrecha cercanía y por eso más deseable, y cómo ella buscaba de la misma manera
el cuerpo de él, hasta que volvía a dejarlo solo en la cama y reiniciaba sus oscuros
movimientos por el departamento, prolongando la unión por medio de la quebrada percepción
de ellos que la fiebre le daba a D.
Durante esos largos
instantes de acercamiento concreto, el gato desaparecía de la conciencia de D. Sin
embargo en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama.
Sus manos habían tropezado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su
amiga y ella había hecho de inmediato un movimiento encaminado a hacer más total
el encuentro, pero éste no llegó a realizarse por completo y D olvidó que una presencia
extraña se encontraba junto a ella. Había sido sólo un breve rayo de luz en medio
de la laguna oscura de la fiebre. Unos cuántos días después ésta cedió tan inesperadamente
como había empezado. D volvió a salir a la calle y estuvo otra vez con su amiga
en medio de la gente. Nada parecía haber cambiado en ella. Su cuerpo vestido encerraba
el mismo secreto que de pronto D deseaba develar ante todos; pero al acercarse el
momento en que normalmente deberían irse al departamento ella empezó, a pesar suyo,
sin que ni siquiera pareciera advertirlo conscientemente, a mostrar una clara inquietud
y trató de retrasar la llegada, como si en el departamento le esperara una comprobación
que no deseaba enfrentar. Cuando al fin, después de varias horas inexplicables para
D, entraron al edificio, el gato no estaba en el hall, ni en el pasillo, ni en las
escaleras, y mientras avanzaban por ellos, D pudo advertir que su amiga lo buscaba
ansiosamente con la vista. Luego, en el departamento, D descubrió en el cuerpo de
ella un largo y rojizo rasguño en la espalda. Estaban en la cama y al señalarle
D el rasguño ella trató de mirarlo, anhelante, estirándose como si quisiera sentirlo
fuera de su propio cuerpo. Después le pidió a D que pasara una y otra vez la punta
de los dedos por el rasguño y en tanto ella se quedó inmóvil, tensa y a la expectativa,
hasta que algo pareció romperse en su interior y con el aliento entrecortado le
pidió a D que la tomara.
El gato no apareció
tampoco los días siguientes y ni D ni su amiga hablaron más de él. En realidad,
los dos creían haberlo olvidado. Como antes de que apareciera entre ellos la frágil
y pequeña figura gris, su relación era más que suficiente para los dos. La mañana
del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta
y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mínima acciones
cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y
ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud
de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra
vez de posición sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los
periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose
en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún ocultamiento a las manos de
D, buscando sin reparar en los periódicos, y al no encontrar la esperada figura
gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de
ella y cerrando los ojos. D se acercó a ella y empezó a acariciarla.
–Lo necesito. ¿Dónde
está? Tenemos que encontrarlo… –susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias
de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran
unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato.
Entonces los dos escucharon
los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad.
–Quién sabe –dijo D
imperceptiblemente, casi para sí, como si todas las palabras fueran inútiles, mientras
se ponía de pie para abrir–, quizás no es más que una parte de nosotros mismos.
Pero ella no era capaz
de escucharlo, su cuerpo sólo esperaba la pequeña presencia gris, tenso y abierto.
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