Humberto Arenal
Creo que en parte yo lo
sabía, pero no hubiera querido que aquello sucediera. Por lo menos en la forma
en que sucedió. No sé. Cuando uno es niño tiene sus amores y sus ilusiones que
hay que cuidar porque si no las cosas después no van bien en la vida. Mi madre
aquel día se había levantado como siempre con sueño a hacer el desayuno, con
sus ojos tristes y sus movimientos lentos. Por entonces yo soñaba con ser
trapecista –esto creo que fue después que renuncié dramáticamente a ser aviador
a ruegos de mi hermana menor– y me la pasaba descolgado de un trapecio todo el
día mirando el mundo al revés, que después he descubierto no es una mala manera
de ver lo que nos rodea. Allí estaba oyendo a la vecina de al lado peleando con
su hijo, mi amigo Tito, porque se había levantado demasiado temprano a tocar la
trompeta y el tambor, y se negaba a lavarse la cara. Igual que todos los días.
Mi madre se acercó con una moneda en la mano y me dijo que trajera media libra
de falda para la sopa, que le pidiera al carnicero un hueso grande para darle
sabor y que me fijara que no tuviera pellejos. Siempre decía lo mismo. Igual
que los mareos por la mañana y los dolores de cabeza por la tarde. La
carnicería estaba a media cuadra de casa. Llena de moscas y de mujeres
habladoras y gesticulantes. Una de las mujeres decía que “allá se despertaron
desde las seis de la mañana y formaron un escándalo del diablo”.
–Me
tienen hasta aquí –dijo y se tocó la frente.
Entonces
entró Queco, una mulata gorda que olía muy raro y a Constante el carnicero se
le achicaron los ojitos, y empezó a mover el tabaco de un lado a otro de la
boca. Y después comenzó a afilar el cuchillo mientras se acercaba a Queco y le
decía algo que no entendí porque pasaron dos muchachos amigos míos patinando y
gritando. Después entró Juliana la amiga de mi tía Carmela, que había muerto
tuberculosa un año antes, me tocó la cabeza como siempre lo hacía y me dijo que
cómo estaba la gente por casa. Cuando yo dije que bien, se me quedó mirando a
los ojos con esa compasión excesiva que tiene alguna gente cuando a uno se le
muere un familiar. Ella también tenía un olor raro aunque distinto al de Queco.
–¿Qué
quieres Machito? –me preguntó Constante el carnicero mientras seguía mirando a
Queco, y continuaba afilando el cuchillo y los ojitos se le ponían más pequeños
y en la boca le jugueteaba una sonrisita que le hacía morder el tabaco. Él
siempre me llamaba Machito. Hace poco me lo encontré en una guagua y creo que
no me reconoció, aunque se me quedó mirando un momento como si dudara. Todavía
tenía la cadena de la virgen María colgada en el cuello, fumaba su inevitable
tabaco y llevaba una guayabera blanca muy almidonada y zapatos de dos tonos. La
gente del barrio siempre decía que Constante era un gallego chévere porque le
gustaban mucho las mujeres, especialmente las mulatas, y no era tacaño y además
iba a bailar danzones los domingos a los jardines de La Tropical. Yo creo que,
como se dice ahora, era un gallego con personalidad. No sé, tenía una manera
pausada y elegante de tratar a la gente que a mí me gustaba. Y me sigue
gustando. Constante me tuvo que preguntar de nuevo qué quería porque yo estaba
mirando a dos muchachos que pasaron con un bate, un guante y una pelota. Pero
entonces Queco le dijo que se apurara, que ella no tenía ganas de pasarse la
mañana así metida, que tenía que hacerle el almuerzo a su marido. Constante se
quitó el tabaco de la boca y le dijo algo de su marido al oído, pero de todos
modos yo no lo hubiera escuchado porque volvía a mirar los muchachos que llevaban
el bate, el guante y la pelota. Cuando miré otra vez ella lo estaba empujando y
ambos reían con malicia. Al fin Constante me atendió, siempre mirando de reojo
a Queco, y yo me fui a casa, mirando el cielo azul, sin nubes. Mientras
caminaba pensé que era un buen día para empinar un papalote pero recordé que
dos días antes había perdido el mío al enredárseme en una antena de radio. Un
aire suave y caliente movía las ropas blancas tendidas en las azoteas. Cuando
pasé por casa de Chito me pegué a la pared para que no me vieran porque la
verdad es que si me hubieran preguntado no hubiera sabido qué contestarles. Mi
madre estaba barriendo la sala cuando llegué y no me miró cuando dijo que
cuánto me habían dado de vuelto en la carnicería. Nunca me fijaba en estas cosas.
Ni me volvió a mirar a la cara en toda la mañana. Mi hermana se había quedado
en la cama con la cabeza metida debajo de la almohada y yo la había sentido
llorar pero seguí casi toda la mañana en el patio colgado del trapecio pensando
en una película que había visto unos días antes. Allí estaba cuando llegó mi
tío y dijo:
–Ahora
sí que la cosa se pone mala de verdad. La gente del ABC está dispuesta a todo.
Martínez Sáenz se reunió con la gente de mi célula y dijo que hay que meterle
mucha candela a Machado. Anoche pusieron tres bombas en la Habana Vieja, y dos
en el Cerro, y tirotearon una máquina llena de porristas. Todo esto lo sé de
buena tinta.
Mi
tío todo lo sabía de buena tinta. Siempre tenía un nuevo cuento. Llegaba muy
animado y soltaba sus cuentecitos mientras mi madre lo oía sonriente y después
se marchaba. Pero esta mañana mi madre no se sonrió. Mi madre siguió todo el
tiempo limpiando la casa y haciendo el almuerzo. En dos o tres ocasiones me
dijo que me bajara del trapecio, pero sin mucha energía. Una de las veces me
bajé y fui a ver a mi hermana y le dije:
–Mi
hermanita, mi hermanita –mientras le tocaba los pies.
Y
ella me dijo que la dejara sola, y sacudió los pies. Yo ya estaba cansado de
todo aquello y de la trompeta y el tambor de mi amigo Tito y de los gritos de
su madre para que la ayudara a cargar unos paquetes, y me fui a la azotea. Era
agradable estar allí más cerca del sol y del cielo. Por encima de los demás.
Viendo la gente pequeña allá abajo. Y las palomas blancas de mi amigo Miguel
Ángel volando en semi círculos. La ropa blanca –casi azul por el reflejo del
sol– que ponía a secar Mima la lavandera en la azotea de su casa. Y los
papalotes a lo lejos, que hoy eran menos. Y los muchachos que oía corrían en
patines, en bicicletas, en carriolas. Además, allí me sentía protegido. Allí
estuve hasta que mi madre comenzó a llamarme y a dar gritos que bajara, que si
quería romperme la crisma allá arriba. Siempre decía lo mismo.
Cuando
bajé volví a tocarle los pies a mi hermana y me volvió a tirar una patada. Me
dieron ganas de tirarme yo también en la cama boca abajo para ver qué decían
los demás, pero entonces llegó mi tío Ramón que siempre me lanzaba un puñetazo
cariñoso al vientre y me decía:
–¿Qué
pasa Piruli?
No
sé de dónde había sacado aquel nombre. Cuando él llegaba siempre me sentía más
contento. Y menos solo. Se iba a hablar allá a la cocina con mi madre, en ese
tono bajo e íntimo que tanto me gustaba. Ellos son posiblemente las únicas
personas que recuerdo de esa época que no hablaran a gritos. Cuando la gente se
entiende bien emplea ese tono callado y cordial porque se comunica con algo más
que con la palabra. Mi tío tosía a cada rato, de una manera tan profunda y
distinta que todavía llevo el recuerdo fijado en el oído. Él era uno de los
pocos adultos que visitaba la casa que decía cosas inteligentes y sensibles.
Dos veces observé, desde el trapecio a que había vuelto, que me miraron y
hablaron. Yo sabía al igual que ellos por qué me miraban, pero no me di por
enterado. ¿Para qué? Siempre me quedaba el recurso de la imaginación: los
aplausos del público al gran trapecista que yo era; la caída fatal que sufría
entre los gritos histéricos de las mujeres y el correr de mis compañeros que
venían prestos a ayudarme; y las miradas de admiración de alguna espectadora
linda y embrujada por mis proezas en el trapecio.
Cuando
mi tío volvió a pasar por mi lado sacó una moneda:
–Vaya,
un nickel, para que te compres algo –me dijo y volvió a lanzarme un puñetazo–.
¿Qué te vas a comprar?
Le
dije que no sabía, aunque yo sí sabía.
Me
quedé un rato con los brazos descolgados haciendo sonar en el suelo la moneda a
cada oscilación del cuerpo. Entonces llegó mi padre, de prisa como siempre, y
me dijo que me bajara del trapecio. ¿Por qué haría un esfuerzo tan consciente
entonces por ser brusco? A menudo me he hecho esta pregunta y he llegado a la
conclusión de que era su manera de mantener el principio de autoridad en la
casa. Me quedé todavía un buen rato haciendo sonar la moneda en el suelo. Hasta
que vino mi madre y me dijo tocándome una mano que fuera a almorzar, que la
comida se iba a enfriar y después fue junto a mi hermana y le habló bajito
hasta que la convenció. Cuando se levantó tenía los ojos rojos y arrastraba los
pies al caminar. Todavía se quedó un rato en el baño y mi padre preguntó por
qué no acababa de venir.
–Ya
viene, ya viene –dijo mi madre y lo miró a los ojos.
Cuando
estuvimos los cuatro en la mesa sólo se oían las mandíbulas y los dientes
triturando los alimentos y el clic clic de los cuchillos y los tenedores. Y los
pensamientos de todos nosotros, casi más audibles que lo demás. Dos veces pensé
que mi padre iba a decir algo –quizás lo mismo que todos pensábamos– pero en
cambio dijo elevando las cejas que tenía un trabajo del diablo. Que era lo
mismo que decía todos los días a la hora del almuerzo, y que era verdad. En una
ocasión, mientras mi madre traía el café, lo vi mirándonos a mí y a mi hermana
con ojos un poco desconcertados, y cuando se topó con mi mirada volvió la cara
y gritó que le trajeran el café que apenas le quedaban cinco minutos. Cuando se
marchaba, él y mi madre se quedaron en la puerta hablando un rato y oí cuando
dijo:
–¿Y
qué quieres que haga, que lo robe?
Ella
se apresuró a hacerlo callar. Siempre le decía que bajara la voz, especialmente
cuando comenzaba a decir malas palabras, que en cambio era cuando a mí se me
hacía más simpático.
La
tarde transcurrió entre un sol vertical, el ruido de mi madre que lavaba
silenciosa en el patio, el llanto de mi hermana que volvió a la cama y se puso
la almohada sobre la cabeza, y el correr de los muchachos patinando y gritando,
y creo que en una ocasión mi amigo Tito se puso a darme gritos por la ventana
para que fuera a jugar con él, pero no quise contestarle. La verdad era que no tenía
deseos de jugar, ni de hablar con nadie. Me había pasado la tarde pensando en
qué iba a gastar los cinco centavos que me había dado mi tío Ramón. Además, mi
madre me había dado desde temprano los dos centavos que me asignaba todas las
tardes para merendar. En un momento en que no había ningún muchacho en la calle
me fui a la bodega de Víctor el gallego y me compré un pedazo de guayaba y dos
galletas de soda, igual que la mayoría de las veces. Entonces fue que vi el
papalote colgado sobre las latas de aceite, junto a un racimo de ajos. Ya no
dudé y lo compré con el níckel que mi tío Ramón me había regalado. No es que
fuera tan lindo, ni estuviera tan bien hecho, sino que yo había estado pensando
toda la tarde que era un papalote lo que iba a comprar.
Cuando
entré en la casa Jorge, el hermano de mi amigo Tito, me preguntó algo mientras
corría en patines por el portal de su casa, pero yo entré rápido y no quise
prestarle atención.
Mientras
preparaba el papalote en mi cuarto, y comía las galletas con guayaba que había
comprado, percibí la llegada de mi padre y vi a mi madre que enseguida fue a
verlo. Y también cuando ella pasaba por mi lado silenciosa y sentí su mano
débil sobre mi pelo. Oí cuando llamaba a mi hermana y le hablaba bajito en la
cocina y los sollozos ahogados de mi hermana. Pero ya no me importaba nada más
que mi papalote. Mi hermana volvió a la cama y siguió con la cabeza metida
debajo de la almohada.
Yo
había oído la voz de mi padre llamándome pero no quise darme por enterado.
¿Para qué, si ya sabía lo que me iba a decir? Pero a la tercera vez sacó la
cabeza por la puerta del baño y me gritó que fuera a verlo. Allí estaba, como
todas las tardes, lavándose las uñas con un cepillo y un pedazo de piedra pómez
para quitarse la grasa que se le acumulaba en el trabajo. Habló sin mirarme,
sin dejar de limpiarse las uñas.
–Tú
sabes que las cosas están muy malas –dijo–; que ya no trabajo más que tres días
a la semana. Y este año los reyes están muy pobres, por eso esta mañana no te
han traído nada. Tu madre tiene un peso que yo conseguí para ti y tu hermana.
Y
no habló más. Como dije antes, yo creo que lo sabía pero no quería que esto
sucediera así. Por eso terminé enseguida de arreglar mi papalote y me fui a la
azotea. A veces allá arriba me ponía a observar el interior de las casas desde
lo alto. La gente me lucía distinta. Pero aunque pensé en esto, cuando me
acerqué al muro y comenzó a elevarse el papalote no pensé más que en el cielo
azul y en lo bien que me sentía ahora de pronto por estar solo allí en la
azotea. Mientras el papalote se elevaba el cielo fue cambiando de color: a
veces era verde y otras rojo, en un momento se tornó amarillo y hasta negro, y
después blanco, muy blanco. Entonces comencé a sentir la fuerza del hilo en el
dedo índice. Mientras más altura ganaba el papalote más la sentía. Después el
cielo volvió a ser azul, muy azul y me pareció que la mano comenzaba a subir y
que el cuerpo se elevaba siguiendo la trayectoria ondulante del hilo. Miré
hacia abajo y me vi allá lejos. Seguí ascendiendo, ahora con más velocidad.
Miré de nuevo hacia abajo y ya casi no vi mi cuerpo. Llegué junto al papalote y
mi cuerpo se movió hacia la izquierda y después hacia la derecha. Entonces miré
de nuevo hacia abajo y ya había desaparecido. La tierra no era más que un punto
impreciso en la distancia. Sentí una gran alegría y una gran tristeza. Mi
cuerpo se movió hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arriba, hacia
abajo. Igual que el papalote.
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