Víctor Roura
Luego de darme un beso en la nariz, la
Puchunguita Jiménez asestó una pregunta que me dejó distanciado de ella,
del cuarto, de la casa, del mundo:
–¿Me acompañas a llevar
al burro a la iglesia?
Me desconcertó.
–No sabía que tuvieras
novio –le dije.
Pareció no oírme. Se
levantó de la cama. Empezó a vestirse, en silencio.
–No hablo de Roberto
–indicó.
Ignoraba su nombre.
Me senté.
–¿Entonces? –pregunté.
–Al burro me refiero,
así de simple, cada año lo llevamos a bautizar.
Vi la hora. Todavía
no daban las siete de la mañana. Volví a acostarme. No creí que la Puchunguita
Jiménez tuviese esas ideas cada 17 de enero. Había oído algo acerca de eso, pero
nunca me vi envuelto en tales menesteres.
–Tengo que ver al reportero
Gerardo Galarza –aduje.
–¿A qué hora?
–Al rato, en una hora
–mentí.
–No importa, te espero
–dijo, poniéndose los zapatos.
Mira que llevar un burro
a la iglesia. Se me ocurrió decirle que luego iba a una entrevista con Ángeles Huerta
para la televisión mexiquense. Que luego vería a Andrés Bustamante para entregarle
unos guiones para su programa. La Jiménez nada me creyó.
–Te espero a las doce
en mi casa –dijo, enviándome un beso desde la puerta.
No tenía ningún pretexto
para faltar, la verdad, a menos que la dejara de ver unos cuantos meses. Salí de
la cama, me bañé, leí un rato, escribí otro poco y dejé que el tiempo transcurriera
lentamente. A las doce y diez estaba en la puerta, tocando. Su casa era como un
rancho. Siempre esa impresión me dejaba. Abrió la Puchunguita. Olía a establo.
Me hizo pasar. Su padre estaba en el amplio patio, con las dos vacas.
–Buen día –saludó.
Le di la mano.
–¿Usted la va a acompañar?
Ya es tarde. Esta muchacha se desveló estudiando con su amiga Rocío. Caray, ya es
tarde –dijo el señor.
“Chicas de hoy”, pensé.
–¿Trae combi? –preguntó
su padre.
Miré a la Puchunguita.
Me hizo señas de que dijera que sí. Y así lo hice. Salimos con el burro. Rápidamente
le dimos vuelta a la calle y luego amainamos nuestro paso. La Jiménez se subió al
animal. Se veía feliz. Fuimos hasta la iglesia que queda en la glorieta de la Aviación.
Pensé que la cosa sería de minutos, pero me encontré con una cola inmensa de señoras
cargando a sus mascotas.
–Aquí te dejo –le dije–,
tengo que ir al periódico…
Pero no me moví de mi
sitio. Porque un gato me miró con dureza, y se soltó de los brazos de su dueña para
correr hacia el parque de la glorieta. La señora se espantó y empezó a gritar.
–¡Voy por él! –grité,
a la vez.
Y fui tras él. La Jiménez
ni reaccionó. Corrí con fuerza. Llegué hasta el quiosco. Busqué. Vi una puerta pequeña
que se hallaba escalones abajo. Descendí. La empujé. Estaba oscuro. La puerta se
cerró tras de mí. No veía nada. Di dos, cuatro, seis pasos y caí, raspándome los
brazos. Cuando abrí los ojos, vi una luz mortecina, y una señora me ponía un trapo
mojado en mi frente. No me moví, a pesar del escalofrío que sentí momentáneamente
en el cuerpo.
–Tranquilo –dijo la
señora.
Atrás de ella estaba
una niña, jugando con una muñeca. El gato que se soltó de los brazos de su dueña
yacía recostado en una esquina. Dormía plácidamente. La señora me ofreció un té.
Lo tomé. Me refrescó la boca.
–Gracias –dije.
La niña se acercó. Me
dio su muñeca. Tenía, la muñeca, el rostro de la Puchunguita Jiménez. “¿Dónde
diablos estoy?”, pensé. La niña me dio su mano y me condujo a otro cuarto, por cuya
ventana saltamos hasta llegar a una orilla de mar. Me prestó una pelota de plástico,
la inflé y nos pusimos a jugar voleibol. Le gané. La niña se enojó por eso y se
fue llorando. Llegó su hermana, una joven muchacha, a regañarme por abusivo. Le
dije que jugué con limpieza. Me creyó y nos fuimos a nadar por espacio de dos horas.
La muchacha me recordaba a Victoria Abril. Le di un beso, pero a cambio me dio una
bofetada. Se fue corriendo. Yo regresé a la ventana, me metí al cuarto, pasé la
sala y llegué hasta la puerta de salida. Ahí afuera ya no había luz. Caminé a tientas,
hasta que encontré el cerrojo de una puerta. La abrí. Subí por unos escaloncillos.
Salí de la parte baja del quiosco. Era ya de noche. En la iglesia aún había varias
personas con sus animales. Fui a mi casa. Por teléfono llamé a la Puchunguita.
Le narré lo ocurrido. Pero no me creyó.
–Te lo juro por San
Antonio Abad, Puchunguita –le dije.
Quedó de aclarar el
asunto más noche. Pediría permiso para ir a estudiar con su alivianada amiga Rocío.
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