Enrique Anderson Imbert
Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola
mandó llamar al Brujo. Sólo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla
Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua
para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:
–Hace meses que no veo
a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.
–¿Estas segura que anda
lejos?
–Sí.
–¿Y lo que quieres es
matarlo desde aquí, por lejos que esté?
–Sí.
Sacó el brujo un pedazo
de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.
Se oyó, en la habitación,
un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa
de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los
pies de Diansola.
–¡Me dijiste que estaba
lejos! –protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del
rancho.
El camino, que a la
ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol,
ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda,
ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se
había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:
–¡Estúpida, más que
estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no más estaba. Para matarlo
de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!,
me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me
ha estropeado y ya no me sirve más.
Para probar si todavía
le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás –una legua de noche–, encendió
la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler
en el ojo.
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