Leonid Andréiev
I
Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces
condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta
que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del
tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le
sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los
vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general
barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.
Iurasov estaba
bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado
no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero
advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y
extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde,
Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado
y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la
plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y
atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer
toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con
cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo
de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los
estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que
andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.
Iurasov se
incorporó y echó hacia atrás las rodillas. Entonces se sintió más alto, erguido
y joven. Luego, con gran aplomo, se atusó con ambas manos las guías de sus
bigotes. Eran unos bigotazos magníficos, enormes y rubios como dos haces de oro
arqueados en los extremos. Mientras sus dedos se complacían en el grato roce de
sus suaves y sedosos cabellos, sus ojos grises, con una gravedad ingenua y
desinteresada, observaban los entrecruzados carriles de las próximas vías,
cuyos destellos metálicos y silenciosas curvas parecían serpientes huyendo a
toda prisa.
Después de contar
en el retrete el dinero robado –unos veinticinco rublos con algún menudo–,
Iurasov empezó a dar vueltas en sus manos al portamonedas. Éste era viejo,
mugriento y cerraba mal. Además olía horriblemente a esencia, como si hubiera
andado mucho tiempo en manos de mujeres. Aquel olor, impuro y sugestivo a un
tiempo, le recordó gratamente a la persona a la que iba a ver. Por lo que,
sonriendo alegre y sin sombra de pesar, volvió a su coche.
Desde que salió por
última vez de la cárcel y mejoró de fortuna, se esforzaba en ser como todo el
mundo, cortés, decoroso y modesto; vestía paletó de auténtico paño inglés y
calzaba botines pajizos. Estaba muy ufano y muy convencido de que todos le
tomaban por un joven alemán, acaso un tenedor de libros de alguna importante
casa de comercio. Leía siempre la sección de Bolsa de los periódicos, estaba al
corriente del alza y baja de todos los valores y sabía sostener una
conversación sobre asuntos mercantiles; a veces, a él mismo le parecía que
efectivamente no era el campesino Fiodor Iurasov, ladrón tres veces condenado
por robo y ex presidiario, sino un joven alemán perfectamente honorable llamado
por ejemplo Walter Heinrich, como solía hacerlo aquélla a quien iba a ver.
Además, incluso los comerciantes le llamaban el alemán.
En los divancillos
del compartimiento sólo había dos personas; un oficial retirado, ya viejo, y
una señora que, a juzgar por su aspecto, parecía vivir en una dachta y haber
ido a la ciudad de compras. Sin embargo, y a pesar de que se veía a la legua,
Iurasov preguntó con mucha fineza si había algún asiento libre.
No le contestó
nadie y entonces se dejó caer con afectada circunspección en los muelles
cojines del diván, estiró con cuidado sus largos pies, calzados con los botines
amarillos, y se quitó el sombrero. Miró afablemente al oficial anciano y a la
señora y descansó en la rodilla su ancha y blanca mano con la deliberada
intención de que se fijasen en la sortija de brillantes que lucía en el dedo
meñique. Los brillantes eran falsos y relucían de un modo escandaloso, por lo
que todos lo notaron, aunque nadie dijo nada. El viejo volvió la hoja del
periódico y la señora, que era joven y guapa, se puso a mirar por la
ventanilla. En vista de ello Iurasov sospechó que habían descubierto su
personalidad y que, por una u otra razón, no le tomaban por un joven alemán.
Así pues, escondió despacito la mano, que ahora le parecía demasiado grande y
demasiado blanca, y con un tono de voz perfectamente correcto preguntó a la
señora:
–¿Se dirige usted a
la dachta?
La interpelada
aparentó estar muy ensimismada y no haberle oído. Iurasov conocía de sobra esa
antipática expresión que asoma al rostro del hombre cuando pretende mostrarse
ajeno a los demás. Luego se volvió hacia el oficial y le preguntó:
–¿Tendría usted la
amabilidad de ver en el periódico cómo van las Pesqueras? Yo no lo recuerdo.
El anciano dejó a
un lado el periódico y, frunciendo secamente los labios, se quedó mirándole con
ojos escrutadores, casi ofendido.
–¿Cómo? ¡No he oído
bien!
Iurasov repitió la
pregunta recalcando cuidadosamente las palabras. El oficial le miró de un modo nada
alentador y pareció a punto de enfadarse. La piel de su mollera enrojecía entre
los pocos pelos grises que aún le quedaban y la barba le temblaba.
–No lo sé –contestó
de mal talante–. No lo sé. Aquí no dice nada. No comprendo por qué la gente es
tan preguntona.
Y volvió a coger el
periódico, que luego dejó varias veces para mirar malhumorado a aquel
impertinente. A partir de aquel momento todos los viajeros del coche le
parecieron malos y extraños a Iurasov. No le parecía hallarse en un coche de
primera, en un blando diván de ballestas. Con una pena y una rabia sordas
recordó que, siempre y en todas partes, entre las gentes de orden había
encontrado aquella expresión de hostilidad. Ciertamente, vestía un paletó de
paño inglés legítimo, calzaba botines amarillos y lucía una sortija de precio,
pero no obstante parecía como si los demás no se diesen cuenta. Visto en el
espejo él era como todo el mundo y hasta mejor; no llevaba escrito en la cara
que fuese el campesino Fiodor Iurasov, el ladrón, ni tampoco el joven alemán
Heinrich Walter. Había en el ambiente algo inaprensible, incomprensible y
traicionero: todos le veían y él era el único que no se veía. Aquello le
infundía inquietud y temor. Sentía deseos de huir. Miró en torno suyo con ojos
suspicaces y agudos y salió del departamento con grandes y recias zancadas.
II
Corrían los primeros días de junio y
todo verdeaba con aire juvenil y fuerte: la hierba, las plantas, los huertos,
los árboles… Iurasov, pálido y melancólico, sólo en la inestable plataforma del
coche, sentía inquieta su alma silenciosa e inaprensible, mientras que los
bellísimos campos enigmáticamente silenciosos, llevaban hasta él algo que le
recordaba la misma fría extrañeza de los viajeros del coche.
En la ciudad, donde
Iurasov había nacido y crecido, las casas y las calles tienen ojos y con ellos
miran a la gente: a algunos con hostilidad y odio, a otros con cariño; pero
aquí nadie le miraba. También los coches parecían ensimismados. Aquel en que se
encontraba Iurasov corría renqueando y tambaleándose con mal humor; el de
detrás se deslizaba ni de prisa ni despacio, como si fuese independiente y
también parecía mirar a la tierra y aguzar el oído. Por debajo de los coches,
sonaba un fragor de distintas voces, algo así como una canción, como una
música, cual el parloteo de alguien extraño e incomprensible. Todo era raro y
lejano.
Iurasov recordaba
que el día anterior, a la misma hora, estaba sentado en el restaurante El
Progreso sin pensar para nada en aquellos campos y, sin embargo, ellos estaban
allí, igual que hoy, igual de plácidos y de lindos.
La noche anterior,
en tanto Iurasov estaba sentado en El Progreso –bebiendo vodka y mirando el
acuario en que nadaban unos pececillos desvelados– seguían allí con la misma
profunda serenidad aquellos abedules, cubiertos por la bruma que los envolvía
por todos lados.
Con la extraña idea
de que sólo la ciudad era real y todo aquello era una fantasmagoría y pensando
que si cerraba los ojos y luego los abría ya todo habría desaparecido, Iurasov
frunció el entrecejo y se sosegó. Se sintió luego tan a gusto y en una
disposición de ánimo tan insólita, que ya no sintió deseos de abrir los ojos.
Sus pensamientos se borraron y con ellos sus dudas y su sorda y cortante
inquietud. Su cuerpo, de modo maquinal y grato, se mecía al compás del vaivén
del coche. Iurasov soñaba vagamente y se imaginaba que de sus mismos pies y de
su cabeza inclinada, que sentía con inquietud la fofa vacuidad del espacio,
arrancaba un verde y hondo abismo, henchido de dulces palabras y de tímidas y
discretas caricias. Y, cosa rara, le parecía como si allá lejos estuviese
cayendo una lluvia mansa y tibia.
El tren aflojó su
marcha y se detuvo un momento, un minuto. De repente, por todos lados, Iurasov
se sintió envuelto en una paz inmensa, inabarcable, fabulosa cual si no fuera
un minuto el tiempo de aquella parada, sino años, diez años, una eternidad. Por
fin, todo se volvió silencioso.
Cual avergonzado él
mismo de su fragor, el tren se puso de nuevo en marcha, ahora silenciosamente,
y sólo a una versta del tranquilo andén, cuando sin dejar huella se metió por
el verde bosque y los campos, volvió a dejar oír libremente su estruendo.
Iurasov, emocionado, contempló la explanada, se atusó maquinalmente los
bigotes, miró al cielo con los ojos brillantes y, ávidamente, se apretó contra
la baranda del coche, por el lado en que el sol, rojo y enorme, daba de plano
sobre el horizonte. Encontraba algo, comprendía algo que siempre se le había
escapado haciendo que la vida le resultase absurda y pesada.
–Sí, sí –afirmó,
serio y preocupado, moviendo con energía la cabeza–, no hay duda que así es.
¡Sí… sí!
Mientras, las
ruedas del tren confirmaban con múltiples voces: “Desde luego, así es. ¡Sí, sí!”.
Y como si así fuere y se impusiese no hablar, sino cantar, Iurasov se puso a
canturrear; primero bajito; luego cada vez más alto, hasta fundir su voz con el
fragor y el traqueteo del tren. El compás de aquel canto lo marcaba el vaivén
de las ruedas; pero la melodía era una ondulante y diáfana onda de sonidos.
Iurasov cantaba
mientras el purpúreo matiz del sol poniente le ardía en la cara, en su paletó
de paño inglés y en sus botines amarillos. Cantaba, despidiéndose del sol, y su
canción era cada vez más triste, como si el pájaro sintiera la sonora amplitud
del celestial espacio, se estremeciera a impulsos de una tristeza ignorada y
llamase a alguien.
Cuando el sol acabó
de ponerse, una gris telaraña cayó sobre la tierra y el cielo. También cayó
sobre su rostro, proyectó en él los últimos destellos de poniente y murió.
III
Llegó el revisor y, groseramente, le
dijo a Iurasov:
–No se puede estar
en la plataforma. Pase adentro, al coche.
Luego se fue
malhumorado, dando un portazo. Con el mismo mal humor, Iurasov le lanzó a la
espalda un “¡Estúpido!”.
Le pareció entonces
que todo aquello venía de allí, de las personas decentes. Y de nuevo se sintió
el alemán Heinrich Walter ofendido e irritado. Se encogió altivamente de
hombros y le dijo a un imaginario y grave caballero: “¡Oh, qué soez! Todo el
mundo se sale a la plataforma y ahora el revisor dice que no se puede estar
aquí. ¡El diablo que lo entienda!”
Llegó luego otra
parada rodeada de un súbito y poderoso silencio. Ahora, de noche, la hierba y
el bosque despedían un olor aún más intenso y la gente que pasaba no parecía ya
grotesca y pesada como antes; una diáfana penumbra los cubría. Incluso dos
mujeres, que aparecieron con unos trajes claros, daban la impresión de que
volaban como cisnes en vez de andar. De nuevo surgieron aquel bienestar y
aquella tristeza y otra vez le entraron a Iurasov ganas de cantar, pero no oía
su propia voz y en su lengua se revolvían palabras superfluas y desabridas.
Tenía ganas de meditar y de llorar un llanto grato y sin consuelo. Al mismo
tiempo imaginaba estar en compañía de un caballero respetable, con el que
hablaba con claridad y precisión.
Los oscuros campos
pensaban de nuevo en algo suyo y se volvían incomprensibles, fríos y extraños.
Las ruedas se movían sin sentido y parecía como si se enredasen unas con otras.
Algo se atravesaba entre ellas y rechinaba con recio estridor, algo chapoteaba
a intervalos; era una cosa semejante al andar de una tropa de individuos
borrachos, estúpidos, que no atinasen con el camino. Luego, aquellos individuos
empezaban a reunirse en grupos, se reorganizaban y se ponían brillantes trajes
de café cantante. Después avanzaban y, todos al mismo tiempo, cantaban a coro
con sus voces de borrachos:
Melanya mía la de los ojazos…
Tan abominablemente
viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos los parques
públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella como si se
tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan feroz poder
tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo tren con su
centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:
Melanya mía, la de los o… ja… zos…
Algo informe y
monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le echaba encima,
le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles de gargantas,
silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso. Iurasov se imaginaba
las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por entre risas
interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez, golpeteaban:
Melanya mía, la de los o… ja… zos…
Sólo los campos
callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y solemne, no
sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y permanecían ajenos a
sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos. El tren llevaba a
Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla le llevaba atrás,
a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario que intenta
fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía forcejea, todavía
tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su cabeza se
levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del cautiverio
entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.
Si hubiera estado
durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo mundo y entre
gente nueva, no se habría sentido tan solo, tan extraño a todo, como ahora.
Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no podía, y la
insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y levantaba en él
tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre toda su vida.
Se preguntaba las
razones que le habían inspirado a hacer aquel viaje. Ahora, estaría sentado en
El Progreso, bebiendo, charlando y riendo. Sintió odio contra aquélla a la que
iba a ver, miserable y sucia compañera de su sucia vida. Era rica y traficaba
con muchachas; le quería y le daba dinero, todo cuanto deseaba; pero él iba y
le pegaba hasta hacerla sangrar, hasta hacerla chillar como un marranillo.
Después se emborrachaba y se echaba a llorar, se apretaba el gañote y cantaba
entre sollozos:
Melanya mía…
Pero ya las ruedas
no cantaban. Cansadas, como niños enfermos, giraban quejumbrosas y se diría que
se apretaban unas contra otras, buscando mimo y paz. A lo lejos, brillaba el
resplandor de las luces de la estación y, desde allí, juntamente con el tibio y
fresco aire de la noche, llegaban volando los suaves y tiernos ecos de una
música. Pasó la pesadilla y, con la habitual ligereza del hombre que no tiene
lugar en la tierra, Iurasov se olvidó de ella, emocionado, y aguzó el oído
percibiendo una conocida melodía.
–¡Están bailando! –dijo
y sonrió animado.
Luego, con ojos
placenteros miró en torno suyo y se restregó las manos.
–¡Están bailando!
¡El diablo me lleve! ¡Están bailando!
Enarcó los hombros
e, instintivamente, se puso a marcar el compás de aquel baile sintiendo el
ritmo. Era muy amigo del baile y cuando bailaba se volvía bueno, cariñoso y
tierno. Ya no era ni el alemán Heinrich Walter ni Fiodor Iurasov, sino un
tercer personaje que nadie conocía.
–¡Están bailando!
¡Ay, así el diablo me lleve! –repitió.
IV
El baile se celebraba junto a la
misma estación. Lo habían organizado los vecinos de las datchas; habían traído
músicos y habían encendido farolillos rojos alrededor de la plaza, ahuyentando
las sombras de la noche hasta las copas de los árboles. Estudiantes, señoritas
con trajes claros y algunos oficialillos jóvenes con espuelas –si no eran
muchachos disfrazados de tales– daban vueltas por la amplia explanada,
levantando la arena con los pies y dejando flotar faldas al aire. A la luz
vacilante de los farolillos, todas aquellas figuras parecían hermosas.
El tren se detuvo
cinco minutos y Iurasov se metió en el corro de los curiosos que formaban un
oscuro y opaco anillo rodeando la plaza y apretándose tras la alambrada.
Algunos sonreían en forma extraña y cautelosa; otros se mostraban mohínos y
tristes, con esa especial y pálida tristeza que suele inspirar a la gente el
espectáculo de la alegría ajena. Pero Iurasov estaba alegre; miraba a los
danzantes con ojos inspirados, de entendido, y los animaba dando pataditas
suaves en el suelo. De pronto, decidió:
–No sigo adelante.
¡Me quedo a bailar!
Dos personas se
destacaron del corro, empujando indolentemente al gentío, eran una señorita
vestida de blanco, y un joven corpulento, casi tan alto como Iurasov.
A éste le pareció,
sin género de duda, que la muchacha irradiaba claridad: tan blanco era su traje
y tan negras sus cejas sobre su blanco rostro. Con la convicción del hombre que
baila bien, Iurasov siguió a la pareja y preguntó:
–¿Quieren decirme,
por favor, dónde se despachan los billetes para el baile?
El jovencito se
volvió, examinó a Iurasov con una severa mirada y respondió:
–Es un baile
particular.
–Yo voy de viaje.
Me llamo Heinrich Walter.
–Bien, ya le he
dicho que es un baile sólo para nosotros.
–Yo me llamo
Heinrich Walter; Heinrich Walter.
–¡Y yo le he
dicho…!
El joven se detuvo,
amenazante; pero la señorita del traje blanco se lo llevó.
¡Si se hubiese
detenido a mirar a Heinrich Walter! Pero ni siquiera le miró. Blanca y
luminosa, como una nube ante la luna, brilló largo rato en la sombra y, sin
ruido, se sumió en ella.
–¡No me hace falta!
–murmuró tras de ellos Iurasov con altivez.
Pero su alma se
quedó tan blanca y fría como si sobre ella hubiese nevado.
El tren seguía
todavía parado por alguna razón y Iurasov se puso a ir y venir a lo largo de
los coches, guapo, serio y estirado en su glacial desesperación. Ahora nadie le
hubiera tomado por un ratero tres veces procesado por robo y con varios meses
de presidio cumplidos.
Volvió a sonar la
música y, en medio de sus triviales sones Iurasov pudo escuchar a ráfagas, un
extraño e inquietante diálogo que le hizo aflojar el paso y aguzar el oído:
Un pasajero
preguntó:
–Oiga usted,
conductor: ¿por qué no sigue el tren?
El conductor,
indiferente, respondió:
–Cuando se detiene,
por algo será. A lo mejor el fogonero se ha ido al baile.
El pasajero se echó
a reír y Iurasov siguió paseando. Pero al volver de su paseo, oyó decir al
conductor:
–Parece que viene
en este tren.
–Pero ¿quién lo ha
visto?
–Verlo, nadie lo ha
visto. Pero lo ha dicho el gendarme…
–El gendarme, ¿qué
sabe? Todos ellos son unos estúpidos…
Sonó la campanilla
y Iurasov tuvo un minuto de indecisión. Por aquella parte del baile pasó la
señorita de blanco colgada del brazo de alguien. Iurasov cruzó la plaza y subió
al tren.
V
Empujando con la portezuela a Iurasov
y sin reparar en él, el conductor bajó rápidamente al andén con un farolillo, y
subió al siguiente vagón. Ni sus pasos ni los portazos que daba se oían en
medio del fragor del tren, pero toda su vaga y escurridiza figura, con sus
bruscos movimientos, daba la impresión de un alarido momentáneo, secamente
cortado. Iurasov sintió frío, y algo surgió rápidamente en su imaginación. Como
un fuego, prendió en su corazón y en todo su cuerpo una terrible idea: le
habían cazado. Le habían visto, le habían reconocido, habían telegrafiado y
ahora andaban buscándole por los coches. Aquel individuo de que tan
enigmáticamente hablaba el conductor era él, Iurasov. ¡Y qué cosa tan horrible
reconocerse a sí mismo en aquel impersonal “él” del que hablaban gentes
subalternas, desconocidas!
Y ahora seguían
hablando de él yle buscaban. Parecían venir del último coche; lo adivinaba con
el husmeo de la fiera experta. Tres o cuatro individuos, con sendos faroles,
estaban examinando a los viajeros, mirando por los rincones oscuros,
despertando a los dormidos, cuchicheando entre sí y, paso tras paso, con
gradación fatal, con inexorable ineluctabilidad, acercándose a él, a Iurasov, a
él, que estaba parado en el estribo y aguzaba el oído, alargando el cuello.
Mientras, el tren seguía corriendo con feroz velocidad. Las ruedas no cantaban
ni hablaban. Gritaban con voces de hierro, cuchicheaban furtiva y secamente y
chillaban con el bárbaro ímpetu de la ira como si azuzasen a una jauría de
perros desvelados.
Iurasov rechinaba
los dientes y, forzado a la inmovilidad, meditaba. ¿Qué debía hacer? Tirarse de
un salto, yendo el tren a aquella velocidad, era imposible; por otra parte,
hasta la primera estación faltaba un buen trecho; había pues que seguir adelante
y aguardar. Mientras los sabuesos registraban todos los coches, podía ocurrir
algo. Si entretanto llegasen a aquella estación y aflojase la marcha, podría
tirarse. Cabía también entrar por la primera puerta tranquilamente, sonriendo
para no parecer sospechoso, teniendo a mano un cortés y persuasivo “Perdón”;
pero en el semioscuro coche de tercera había tanta gente y tan confundida en
aquel caos de sacos, baúles y piernas estiradas, que perdía las esperanzas de
llegar hasta la salida, y le asaltaba un nuevo e inesperado sentimiento de
miedo. ¿Cómo abrirse paso por entre aquella muralla? Los viajeros dormían, pero
sus piernas extendidas le obstruían el paso. Aquellas piernas salían, no se
sabía de dónde colgaban sobre el suelo, cruzándose de un banco al otro,
abriéndose cual si fuesen plegables y terriblemente hostiles en su afán por
volver al sitio anterior y a su postura primitiva. Se aflojaban y se estiraban
como resortes, empujando brutalmente a Iurasov e infundiéndole espanto con su
absurda y amenazante oposición. Por fin llegó a la puerta: se la cerraban como
dos barras de hierro dos pies calzados con botas descomunales, malignamente
extendidos, apuntando a la puerta, apoyándose en ella, plegándose cual si no
tuvieran huesos. Apenas si dejaban un angosto resquicio para que pasase
Iurasov. Además aquella no era la plataforma sino otro compartimiento del mismo
coche, atestado de objetos apilados y de miembros humanos, como desarticulados.
Cuando, agachándose como un toro, logró llegar por fin a la plataforma, sus
ojos miraron estúpidamente, con el oscuro terror del animal acosado, que no
comprende por qué lo persiguen. Respiraba afanoso, aguzando el oído y
percibiendo entre el ruido de las ruedas el de sus perseguidores que se
acercaban. Venciendo su terror, empezó a correr hacia la oscura y silenciosa
puerta. De nuevo, allí, la misma lucha de antes, la misma absurda y amenazante
oposición de los malignos pies humanos. En el coche de primera, en el angosto
corredorcillo, se agolpaban en las ventanillas abiertas una pandilla de
viajeros que sin duda alguna no tenían sueño. Una señorita joven, con los
cabellos rizados, miraba por una ventanilla. El aire agitaba los visillos y
echaba hacia atrás los bucles de la señorita. Iurasov pensó que el aire olía a
pesados perfumes ciudadanos, artificiales.
–Pardon!–decía con
finura–. Pardon!
Los caballeros,
lentamente y de mala gana, se encogían, mirando con malos ojos a Iurasov; la
señorita de la ventanilla ni le oía, mientras que otra señora, burlona, le daba
golpecitos en el hombro. Finalmente, se volvió y, antes de dejar paso, se quedó
mirándole largo rato con unos ojos terribles. En sus ojos había una noche
oscura y su fruncido ceño parecía poner en duda si dejaría pasar o no a aquel
caballero.
–Pardon!–repetía
Iurasov con tono implorante.
Por fin la señorita
vestida de crujiente traje de seda se replegó de mala gana contra la pared.
Luego, otra vez
aquellos terribles coches de tercera; diez, ciento, le parecía a Iurasov que
había recorrido; por fin, llegó a la plataforma. Más allá nuevas puertas
inflexibles y piernas apretadas, malignas y bestiales. Y al final, ¡la última
plataforma! y ante él la oscura y sorda muralla del coche de equipajes. Por un
momento Iurasov desfallece. Siente cómo la pared fría y dura contra la cual se
apoya lo repele con suavidad e insistencia. Lo repele y empuja, cual si
estuviese viva, cual un astuto y cauto enemigo que no se atreve a atacar
abiertamente. Todo cuanto ha sentido y visto Iurasov, se entreteje en su
cerebro formando un solo y bárbaro cuadro de enorme e implacable acoso. Le
parece como si todo aquel mundo que él tenía por indiferente y ajeno se
levantase ahora y le persiguiese, resoplando de rabia. Todo lo que un momento
antes parecía soñoliento y bostezante se alza ahora con todo su obstruyente
volumen y se alarga tras él, saltando, galopando y atropellando todo cuanto
encuentra en su camino. Él solo… y ellos miles, millones, todo el mundo; todos
tras él y delante de él o por todas partes. No hay salvación contra ellos.
Los coches corren,
traquetean furiosamente, empujan y semejan monstruos rabiosos de hierro, con
piernecillas cortas, que avanzan y se posan cautamente en la tierra. En la
plataforma reina la oscuridad y por ninguna parte asoma un destello de luz.
Todo cuanto pasa ante los ojos es informe, confuso e incomprensible. Allí,
detrás de unos cuantos coches, parece que rebullen tres hombres, quizá uno solo
con el mismo sigilo. Tres o cuatro, con un farol, inspeccionan escrupulosamente
a los viajeros. Y, con una parsimonia bárbara, grotesca y engorrosa, se dirigen
finalmente hacia él. Ya abren la puerta…, ya llegan…
Con un supremo
esfuerzo de voluntad, Iurasov se impone a sí mismo calma y, girando la vista
lentamente, se encarama al techo del coche. Trepa por la estrecha pasarela de
hierro que cierra la entrada y, encogiéndose, tiende los brazos hacia arriba;
por un momento queda colgando sobre el vagón, vivo y maligno vacío, con las
piernas zarandeadas por el frío viento. Resbalan sus manos en el férreo techo,
se agarran al borde, y éste se dobla cual si fuera de papel; sus pies buscan
cuidadosamente un sostén y sus botines amarillos, firmes como de madera, pugnan
desesperados en torno al liso e igualmente firme poste. Por un momento, Iurasov
tiene la sensación de que se va a caer a la vía. Pero ya en el aire, arqueando
el cuerpo como un gato, cambia la dirección y consigue caer sobre la
plataforma. Siente un fuerte dolor en las rodillas, cual si le hubieran dado un
golpe con algo, y percibe el chasquido de la tela que se rasga. Se le ha
enganchado y roto el paleto. Sin preocuparse del dolor, Iurasov se palpa el
desgarrón, como si fuese lo más importante, mueve tristemente la cabeza y se
muerde los labios…
Tras su infructuosa
tentativa, desfallece y le entran ganas de tirarse al suelo, de llorar, de
decir: “Cójanme si quieren”. Ya está escogiendo el sitio donde ha de tenderse,
cuando vuelven a su memoria aquellos coches y aquellos pies entrelazados y oye
claramente los pasos de los hombres de los farolillos. Otra vez hace presa en su
ánimo aquel absurdo y bestial pánico y se lanza a la otra plataforma como una
pelota, de un extremo al otro.
Otra vez pugna,
repitiendo inconscientemente su intento, por encaramarse al techo del vagón,
cuando un clamor bronco, un ancho bostezo, entre silbido y grito, hiere sus
oídos y apaga su conciencia. Es el silbido de la locomotora saludando a otro
tren que pasa; pero Iurasov siente algo infinitamente espantoso, supremo en su
terror, irrevocable. Como si el mundo lo rechazase y con todas sus voces lanzase
un bronco clamor de: “¡Bravo!”.
Y cuando de la
sombra que se acerca, surge el fragor creciente de la réplica, cada vez más
próximo, y sobre los carriles de la lustrosa vía se extiende el insinuante
silbido del tren correo, Iurasov suelta la barra de hierro en que se apoya y de
un salto se lanza al vacío, allí donde al alcance de la mano serpentean los
iluminados carriles. Se lastima dolorosamente los dientes, se revuelca varias
veces y, cuando alza la cara, con los bigotes encrespados y la boca desdentada,
ve cernirse sobre él tres farolillos, tres vagas lucecillas tras cristales
convexos.
No llega a
comprender lo que significan.
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