Enrique Anderson Imbert
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a
la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano
el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo
una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
–¡Chist! –cuchicheó
el farmacéutico a su mujer– Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar espiándonos.
Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la
voz, dijo:
–Esta torta está sabrosísima.
Tendrás que guardarla cuando entremos. No sea que alguien se la robe.
–¡Cómo la van robar!
La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas con las persianas apestilladas.
–Y… alguien podría bajar
desde la azotea.
–Imposible. No hay escaleras;
las paredes del patio son lisas…
–Bueno: te diré un secreto.
En noches como ésta bastaría que una persona dijera tres veces “tarasá” para que,
arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase
la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que
ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando
la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué
hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces “tarasá”,
se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró
la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las
chimeneas de la azotea.
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