Emilio
S. Belaval
Primero
iba el aullido lastimero del can; detrás la vieja con el pregón de culpas y su
campanillo de cobre; por último, Pacita Soledad, con su cuerpecillo de yuca y
dos trenzas rubias prendidas de su azoro:
–Vecinos, tres avemarías por el alma de la
desventurada dama de esta plaza, doña Carlota Mariana Ayala de Vallesola.
–Dios te salve, María.
–Una limosna depare la gracia de Dios a su ingrata
hija Paz Soledad Vallesola, condenada a cinco meses de exposición de culpas, a
viva voz, sin probar otra vianda que no sea de limosna.
–Duro es el castigo y crueles las amonestaciones.
¿Qué ha hecho la niña para merecerlo?
–Abandonó a su madre en el momento de la agonía,
yéndose al portalillo a platicar con un canastero.
Detrás del grupo expiatorio caminaban siete
fantasmones con sus rubores de parientes ocultos en un embozo de seda negra.
Eran los siete curadores de la penitente supuestos a presenciar el acto de la
expurgación. La inocencia de la niña y sus lágrimas claras contrastaban con la
dureza de los curadores y sus rostros tiesos.
–¿Por qué abandonaste a tu madre en la hora de la
muerte, linda Pacita Vallesola?
–Un pastor con el pecho desnudo me trajo un ramo de
gualdas amarillas y rosas blancas al portal. Tenía el cuerpo atravesado por
tres saetas.
–¿No estarías soñando, criatura?
–Los sueños no tienen tibias las manos ni los ojos
negros, madrina.
Las beatas de la calle, conocedoras de la virtud de
la niña, llenaban el bolsón de la vieja de hogazas doradas, racimejos de uvas
morenas y panes de pasas. Al pasar junto al Colegio de Párvulos, se acercó a la
penitente una monjita menuda, con voz temblona y ojeras de duende:
–Este pastelito de almendras es para tu cena; cómelo
recordando tus rezos de niña.
–Sor Tránsito que voy de culpas.
–Los pecados tuyos caben en el uñero de una
cotorrilla, mi serafina.
Fue llegando a la Plaza del Mercado donde se armó la
batahola. Los asnillos se escaparon por el ojo de los aldabones a patear; las
aves dejaron sus plumas en las cestas buscando ojos de picar; los aceiteros de
coco, de almendra y algodón echaron a rodar los cangilones en busca de pajuelas
y candelillas, por si había carnes que achicharrar. Los matarifes, los
polleros, los puyadores de tortugas estaban furiosos con los parientes y la
vieja.
–No hay duda; es la niña rubia de doña Carlotita
Ayala. Veinte veces he visto esas trenzas caminando dentro de mis piaras…
–El castigo ha tenido que ser obra de los papahuevos
que van detrás de la niña.
–Cara de raposa tiene la vieja. Habrá que llenarle el
bolsón para que no se coma a la niña –las panapeneras, las buñoleritas, las
amuletistas se echaron al suelo a soplar en sus barrigas de paridoras:
–Desgraciada Pacita Soledad, niña Paz, ¿qué han hecho
de tus cachetes de muñeca?
–De chicuela solía vestir las berengenas de
ursulinas.
–La gente moza no gusta de contemplar la muerte en
los ojos de la casa –la vieja iba verde y sudorosa, mascando su rabia de
espantapájaros. Los siete compulgadores, resentidos del reto a su virtud,
ordenaron seguir hasta la Plaza de San José, con la esperanza de encontrar una
atmósfera más propicia a una exposición de culpas.
La Plaza de San José es una lonja adusta y
misteriosa, triángulo místico donde barban raíces de penitencia y ensueños de
argonautas. Tiene un costal de Obispado, un convento de dominicos, una iglesia
de ladrillos y una estatua de bronce. En sus alrededores hay casas de medallas,
artesas de cerería y oraciones a los santos fuertes. Los frailes visten de
blanco, las beatas de gris con vieses de moco de pavo, los velistas con
blusones amarillos acanalados por la espelma. El aullido del perro, el
campanillo de la vieja y los tientos de los siete rabadanes le sonaron
demasiado groseros al eco del santuario. Cuando escuchó el pregón, la plaza
frunció el entrecejo.
Las plazas guardan buenas memorias de los ancianos,
los enamorados y de las niñas que juegan entre sus baldosines. La Plaza de San
José se acordaba de Pacita Soledad por haberla visto de pasotera antes de
entrar a sus oraciones. Empezó a soplar en el polvo de los ladrillos
carcomidos, y a poco, los ojos de los parientes ardían entre una niebla de
pimentón; sacudiéndose estuvieron los árboles esqueléticos hasta llenar de
hojas secas el bolsón de la vieja. Los seminaristas eran más cándidos que la
plaza, y creyendo a la niña endemoniada, entraron en congoja:
–Dios te salve, María, ayuda a la niña inocente a
sacarse el demonio del cuerpo.
–Dios te salve, dulcísima María; sangre mía lleva en
sus venas y es sangre de pecadores.
–Dios te salve, reina y señora; haz que se corte las
trenzas y se lave la cara con cogollos de pringamosa –la congoja de los
seminaristas hizo temblar el corazón de la culpada; intentó arrodillarse a
pedir perdón, pero un brazo fuerte, vibrando como un pino melodioso, la tomó
por la cintura, obligándola a seguir sobre sus pies.
La calle se tornó lóbrega y atormentada. Era un
angosto lecho de sombras tendido entre el Hospital Militar y un manicomio.
Había allí salas de apestados, casas de tullidos, jaulas de delirantes. Mujeres
enflaquecidas hasta el hueso, frailes con las sotabarbas chamuscadas por el
rezo, loqueros membrudos con mañas de jaguares, iban por las parrillas,
repartiendo lágrimas de cal, ofertas de perdón y camisas de lona:
–¿Quién te hizo pecar, hermosa niña? – le preguntó
una ancianita desde sus arrugas de santera.
–Un pastor pelinegro con el cuerpo lacerado por las
saetas.
–Guarda en ropero de cedro tu cuerpo de moza y
esconde tus miradas de los espejos. El espejo es el lago del pecado.
–Qué hermosa es, madre; tiene pechos de pitirrina y
los ojos castos –comentó un adolescente con rodilleras de gutapercha.
–No apartes los ojos del cielo, hijo, hasta que te
cure el mal.
–El mal que me aqueja tiene más gusanos en el alma
que en las rodillas.
–Dale un empellón a la vieja para que caiga entre mis
brazos, preciosa niña –le propuso un loco de ojos atizonados y risa de mortero–.
Así era la bruja que le vendió los amores de mi casa a un levitas.
–La penitencia es mía y no de la señora –contestó la
niña tristemente.
–Es ella la que ha puesto el diablo a colgar de tus
trenzas.
La vieja llegó sulfurada y los siete curadores con
las madres de la hiel sobre la cintura. Algo había funcionado mal en el pregón
de culpas. La niña había recibido bendiciones y ellos insultos. La vieja estaba
amoscada y el perro abochornado. La vieja se puso a matar su miedo junto a las
piedras del fogón y los siete mirones montaron guardia cerca de las cacerolas.
–¿Dónde están mis espumillas de huevo? –preguntó la
niña.
–Sembradas las vi en el fondo del mar –contestó la
vieja, malhumorada. La niña empezó a quejarse de hambre y la vieja prometió
hacerle una sopa con las cáscaras de las patatas y recalentarle la borra de
lentejas pegada de la cazuela.
–¿No era la limosna pedida para mis hambres?
–Primero comen tus tíos; después yo de lo que sobre y
tú de lo que a mí no me apetezca.
–Así padeceré hambre toda la vida.
La niña se puso a soñar que estaba sentada ante una
mesa suculenta, servida por ama y copero; dos morcillas indignadas saltaron de
la sartén y se le desmoronaron en la boca; el pastelito de almendras se puso en
secreto con el pan de pasas y le jugaron a la vieja la misma treta. Los
curadores impacientes sacaban sus pescuezos de los cuellos de celuloide,
preguntando por la cena:
–Apura la candela, vieja; siento vértigos en la
cabeza. Supongo que habrá para todos.
–La niña tomará puré de cascarones y rebañará las
lentejas que sobraron de ayer.
–No le vendrá mal el ayuno. La gula es el peor pecado
de la mujer virtuosa.
–Es pecado propio de viejas y de caballeros hambrones
–rezongó la pregonera afilando sus porfías.
–Algo habrá que apartarle al can. Un pregón de culpas
sin perro, daña la tradición. Dale de las lentejas de la niña.
Se sentaron ocho en la tocinera con los ojos
conjurados y las manos de percheros. La vieja empezó por una sopa de fideos con
las hueseras de un pollo melancólico. Uno de los hambrones destapó la fuente de
las morcillas y lanzó un grito terrible:
–¡Alguien se ha comido dos morcillas!; bien contadas
venían desde la plaza hasta el fogaril del patio.
–No ha sido la niña; no me despegué del caldero
mientras se freían las morcillas.
–Huele en su boca, por si acaso.
–La boca le huele a anemia de pensionista.
–Entonces las tendrá escondidas…
–Miserable, babosilla, rata sabia, haberse atrevido a
acortarnos la mesa después de la humillación que hemos recibido por sus culpas.
–A lo mejor las tiene todavía encima. Voy a
arrancárselas del cuerpo a tiro de uña.
–Dejen la niña dormir sin buscar morcillas donde sólo
hay cosas de mujer.
Los rabadanes estaban furiosos y la vieja arisca. En
la algarabeta, el perro recibió una patada, lanzando un ladrido frenético. La
vieja trató de amansarlo y cogió una mordida en un tobillo. La niña se despertó
con los gritos, encontrando su boca cuajada de almendras, y brillando entre sus
cabellos, clavos de especie. El buscón de la pezuña de cabrío se le acercó
envuelto en rencores de basilisco:
–¿Dónde están las morcillas que estaban en la sartén?
Confiesa que te las comiste.
–No he comido más morcillas que las que me sirvieran
las manos de un pastor.
–Manos de diablo azotarán tus carnes de lagartona.
Has violado el voto de la penitencia –la vieja llegó con la escudilla colmada
de cáscaras, pero otro de los hambrones le arrancó las sopillas de la mano y se
las sorbió de cuatro resoples.
–No dejéis a la niña sin comer que luego los insultos
de la chusma serán para mí –protestó la vieja recordando los ojos del loco.
–Que se acueste sin comer; así aprenderá a respetar
la cena de sus tutores.
–Esto merece un castigo ejemplar. Ponle tú salivillas
al perro en lo que nosotros decidimos.
El caso era grave y la niña testaruda. No había forma
de meterla en penitencia ni que su corazón se sintiera culpado. Los tutores,
tratando de aventar sus escrúpulos, decidieron imponerle otro castigo más:
ellos guardarían en sus casas los muebles, las lámparas, las alfombras, las
vajillas, la plata de los aparadores, el joyero de doña Carlota Mariana, hasta
el monumental crucifijo de oro ante el cual se arrodillaba la culpada. Así la
niña se acostumbraría a sentarse en el suelo, dormir en el camastro del jardinero,
comer en escudilla de barro, lamer las cucharas de madera y rezarle sus
padrenuestros al almanaque.
Otra vez salió el pregón de culpas, con el perro
cojeando, la vieja añusgada y los siete estafermos con el embozo a mitad de
nariz. La calle se sorprendió de ver a la niña vestida de andrajos, sin velo
que tapara su rubor, y las mejillas tiznadas. Mayor era la sorpresa que la
calle le había preparado a los tutores. Todos los niños de la calle se habían
vestido de blanco a fin de acompañar a Pacita Soledad en su penitencia. Cada
vez que la vieja intentaba levantar la voz proclamando la ingratitud de la hija,
un nutrido avemaría modulado por cien gargantas adiestradas en el retozo de las
chirinolas, apagaba los ayes de la vieja:
–Grita tú más, condenada, ¿no ves que te están
tomando de chacota? –le ordenaban coléricos los estantiguados.
–Ni pasándome una plumilla de ron de caña y miel,
llegaría a esos timbres.
–Grita más, grita más, aunque se te engorde la
lengua.
La vieja gritaba y los niños rezaban; el perro empezó
a mover la cola y a lamer las manos de Pacita Soledad. La niña resplandecía de
virtud y sus ojos prendidos iban de la loa callejera. Los curadores llevaban el
entrecejo como el humo de un farol envidioso, sin saber a quién alumbrar y a
quién descabezar.
Al pasar frente a la Plaza del Mercado, tres
anteriores revendonas de doña Carlotita Mariana se arrodillaron ante la niña;
una con una taza de caldo, otra con una hoja de parra rebosando natillas y otra
con una jícara de chocolate:
–Tómalas aquí, Pacita Soledad, que sabemos cómo tus
años se olvidan de comer. ¿Cuál fue tu desayuno?
–Una galleta sosa con agua de aljibe. Es todo lo que
la penitencia me permite durante el día.
–Hola la vieja tragona; habrá que descoserle el buche
a ver lo que esconde.
Hubo que hacer un alto, entre las rabias azules de
los parientes y las ansias verdes de la vieja, hasta que la niña engullera las
sabrosas limosnas. La confitería italiana de la calle del Sol envió un azafate
con palitos de San Jacobo y capuchinos de harina nadando en almíbares de
caramelo. La vieja trató de encestar las golosinas, pretextando el canon de la
penitencia, pero los ujierillos de las chirinolas, le arrebataron el azafate
volviéndolo a poner frente a los goces de la penitente. El bolsón llegó flaco y
lleno de malicias callejeras. Traían rabos de bacalao, ñames jojotos y tripitas
a poco soplar. Los parientes tuvieron que expulgar sus portamonedas antes de
ordenar una tortilla de setas con chorizos:
–Parece que el pueblo no quiere entender nuestras
limpias intenciones. A lo mejor creerán que somos nosotros los que disfrutamos
de las limosnas.
–Yo lo que he tomado del bolsón es para ayudar a la
niña en su penitencia. Si continúa esta fantasía, nunca acabará de cumplir la
expurgación.
–Nuestra autoridad para imponer esa penitencia, no
puede discutirse. Todo se ha consultado con el golilla y en lo único que puso
reparo fue en mantener la niña bajo el manto de la vieja.
La penitencia había tomado piquete contrario y los
parientes no sabían cómo apaciguar las siete iras dentro de sus envidias. Hasta
la vieja andaba respondona y el can rabiscoso:
–Mejor sería enviarla a un convento a esperar que la
trabaje la gracia.
–¿Y si a la fortuna de la niña también le da por
profesar? –comentó el más candoroso de los curadores. Los otros seis parientes
sintieron sus hambres replegarse hasta el último botón. Nadie había pensado
desprenderse, a saltillo de rana, de los dineros. El séptimo se conformó en
musitar:
–Más está ella de manicomio que de beaterio.
La frase quedó colgando como una araña peluda de las
babas de los tutores. Un silencio de apagavelas los dejó sumidos en una
insidiosa expectación. Cavilaron toda la noche con el dedo puesto en la nariz,
y la nariz hundida en el barril de la codicia. La niña padecía de
alucinaciones. Ella misma lo había confesado ante los vecinos. Tenía pegado al
ombligo un pastor pelinegro, con los ojos ardidos y el pecho atravesado por una
saeta. Los pastores no se hacen con migas de pan; ni atravesarse el pecho con una
saeta, se estila entre las modas de los cuerdos. Lo primero que hicieron fue
sentarse la pupila en las rodillas:
–Nos gustaría conocer a tu pastor. ¿Sabes dónde vive?
–Tiene puertas abiertas en todas las nubes y algunas
noches se asoma por los entrepaños.
–¿Cómo se llama?
–Nunca ha querido decirme su nombre. Yo le llamo por
Estéfano.
–¿No tienes miedo que sea un espíritu maligno?
–Una noche le hice la cruz, y me besó los dedos,
sonriéndose.
La vieja no hacía más que cambiar de sustos y el can
se meneaba inquieto. Hubo que empapar siete pañuelos con lágrimas y sangres
antes que la vieja consintiera en salir otra vez a sus piropos. La niña se
asomó a la ventana a contemplar las casas vaporosas de las nubes. Vio a su
pastor cerrándole tranquilamente las puertas a la madrugada.
–Estéfano, ¡Estéfano!, baja que mis tutores quieren
conocerte. ¡Estéfano! –siete tutores y una vieja se agolparon en las ventanas,
lívidos y despatarrados pero no vieron al pastor dibujado por los sueños
virginales de la culpada. Uno de los tutores se le acercó a la niña con una
ternura siniestra:
–Esta noche irás al pregón de rodillas y llamarás a
tu pastor hasta que aparezca. Así todos sabremos si está vivo.
La tercera noche el perro salió envejigado, la vieja
afónica y la niña de rodillas. Detrás iban los tutores con un solo ojo fuera
del rebozo. El pueblo se sorprendió de ver a la niña descalza, con un caramillo
en la boca soplando sobre cuatro ajises picantes. Pero mayor fue la sorpresa de
los siete embaucadores. La niña encontró la calle alfombrada, velones rosados
en manos de las beatas amigas, y en cada esquina, una batea de pechugas de
aves, orejones de pajuil espolvoreados con azúcar de naranja y agua de panales.
–Pastor, pastor, ¿dónde estás? –imploraba la niña
débilmente– pastor, no dejes que vuelvan a untarme ajises en los labios como a
las niñas embusteras –la vieja se iba agrietando y ya llevaba dos manchas en
las sayas; las mantecas del terror le corrían por la barriga; el can cargaba
demonio aparte pero los tutores no cesaban de acosar a la niña:
–Llámalo ahora, llámalo; estamos seguros que no te
hará quedar mal ante las amistades de tu casa.
–Pastor, noble pastor; mis tutores no quieren creer
que te he visto con carne tibia y los ojos completos.
–¡Pobrecita! –pregonaba la vieja recitando su
cartilla–. Veinte horas lleva de enloquecida llamando a su pastor.
El rumor de la calle cortaba como navaja; las beatas
zajaron el grupo expiatorio en tres envolviendo a la niña en un círculo de
luces, las comadres se ocuparon de estirarle los cueros a la vieja:
–Deja quieta a la niña, si quieres conservar la
pelleja, matraquera; las visiones son cosas de mocitas.
–Yo sólo cumplo órdenes de mis señores –replicó la
vieja, con la saliva más espesa que un emplasto de higuereta.
–Algún enredo se traen estos garrapatos entre manos.
La noche no estaba para enredos. Al pasar el pregón
cerca de la Plaza de San José, había tres canónigos esperando a la niña con
casullas de seda y bonetillos carmesíes. La niña trémula, desmoralizada, hizo
un último esfuerzo y llamó de nuevo al pastor:
–Pastor, pastorcillo amigo, no me hagas pasar por
embustera frente a los confesores de mi casa –se le acercó a la niña el más
viejo de los tres canónigos y le preguntó:
–¿Quién es ese pastor por quien tanto clamas, linda
Pacita Soledad?
–Es arrogante como un pino del bancal, con el pecho
atravesado por una saeta.
–¿Tiene otra saeta clavada en la rodilla?
–¡Ay! Sí, señor; con ella puede encontrarse mi
memoria; mas saber, no sé siquiera cómo se llama.
–Yo te diré su nombre; se llama Sebastián. La próxima
vez que lo encuentres tienes permiso de tu iglesia para arrodillarte ante él.
–¿Por qué no quiso que viera morir a mi madre?
–A nadie le gusta ver la tristeza empañando los ojos
de las niñas. Así ha debido pedírselo antes de morir, tu propia madre.
–Entonces, ¿limpia estoy de culpas?
–Culpas inventadas fueron las tuyas y habrán de ser
investigadas por la iglesia.
Las levitas se fueron menguando hasta caer en el
fondo de los zapatones. Nadie supo cómo lograron evadirse los siete curadores
del amoroso cerco que les habían tendido los matarifes. Caminando iban los
siete, y bien soplados, en busca de los últimos ochavos del jergón de la vieja,
cuando se les apareció en el fondo de la calle, un pastor. Cada uno de ellos se
agarró de un farol a sujetarse las quijadas. Los faroles sintieron asco de
aquel miedo y sólo tuvieron que bajar un brazo y apretarlos por el cuello. Lo
cierto es que en los faroles que tiene la calle de San Sebastián cabecearon
siete levitones, con las chisteras ahorcadas aparte. La vieja anduvo loca por
el callejón del Grito:
–Visita de Santo tuve en mi casa y yo de ratera,
salando esmeraldas en las aguas de las aceitunas.
El can alegó sus apretadas hambres, y después de las
amonestaciones de rigor, le fijaron un hueso de la sopa del prior.
Lo mejor de todo fue cuando llegaron los alguacilotes
de la Audiencia, con sus bigotes de estopa y sus ropillas de paño, a entregar
muebles y joyas, y volvieron los niños a cantar sus chirinolas en el patio de
Paz Soledad.