domingo, 31 de marzo de 2024

Padre: José Dolores Bastos

Álvaro Cepeda Samudio

 

Padre: José Dolores Bastos

Madre: Venancia León

Noé León nació en Ocaña en 1907. Estudió hasta el cuarto de primaria. Vivió en su pueblo natal hasta la edad de 13 años. Luego se trasladó con sus padres a El Banco. Más tarde vivió en Gamarra y Santa Marta. De allí se vino a Barranquilla, en donde vive desde 1930.

Ocupaciones: Fue policía en Santa Marta, de 1924 a 1930. Policía también en Barranquilla, durante un año, del 30 al 31.

Desde pequeño le gustó la pintura: cuando estaba de guardia en sus años de policía, hacía bosquejos y dibujos de todo lo que veía. En los años del cuartel pintaba, con pedazos de carbón, caricaturas de sus superiores.

Desde 1931 se ha dedicado enteramente a la pintura, de tal manera que ésta ha llegado a ser su única ocupación.

Le gusta su trabajo. No cambiaría de oficio por nada del mundo. Vive humildemente, pero no le importa. La casa de vecindad donde tiene su habitación –un cuarto de madera en el patio, con una ventana, una puerta, un radio, una cama, un toldo y 17 cartones para pintar– es una especie de comunidad amable. Cuando a alguien le llega una visita, de un cuarto prestan los muebles, de otro un sofá, de otro sale una rubia rara que brinda café.

A Noé León, cuando pinta, lo rodean los chiquillos como mariposas sin dientes. De éstos alguno será pintor.

¿Qué aspiraciones tiene? Ninguna en particular; lo que traiga su arte al cual le debe la vida. Su mayor satisfacción ha sido la sorpresiva visita de Pepe Gómez Sicre, con sus noticias, que Noé León no entiende muy bien, de que sus cuadros están en Alemania y que de allí van quién sabe a dónde.

El patio se llenó, de pronto, de gente extraña con cámaras fotográficas, grabadoras, luces y unos tipos vestidos con pantalones estrechos, botas y camisas negras y amarillas.

La visita de Pepe Gómez Sicre vació los cuartos de madera. “Noé, tu cuadro está en los museos de Alemania, aquí tienes el catálogo: ya eres casi famoso”. Noé León tomó el catálogo: un libro grueso lleno de láminas y lleno de columnas escritas en alemán y dijo: “Aquí está mi nombre; lo demás no lo entiendo”. Y después: “Aquí dice Barranquilla”. Las que lavaban dejaron de lavar; uno que martillaba un gran tablero de hojalata para hacer todavía otro cuarto más en el patio sombreado de matarratones y de cercas de cartón, dejó de martillar, porque le gritaron: “Cállate, que están grabando”. Después de un rato, siguió el estrépito del carpintero: “Están grabando, ¿y a mí qué carajo me importa?”

De pronto, todos los niños tenían sus vestidos de domingo. A todos los retrataron. Y una señora, amplia, buena, trajo a sus dos nietas y también las retrataron: Dos niñas de ojos como bateas de lo grandes que eran, y conversaban: “Cuchi-pá, cuchi-ré cuchi-cén, cuchi-ló, cuchi-cós”. A Noé León le gusta el trago. El que sea pintor no tiene nada que ver con esto. Si fuera policía le seguiría gustando.

Hoy tiene 61 años. Su esposa tiene 52. Está casado con Rosa Castillo hace 14 años.

La idea de que se hagan exposiciones con sus cuadros le gusta. Pero no: eso de ir a Bogotá sí no le llama la atención. Noé León es de Barranquilla y aquí se quedará. Que viajen sus cuadros.

En el tropel de la despedida Juana se quedó de última, a propósito; Noé León, rodeado de toda la vecindad, se despedía desde la puerta de zinc. Y sin que nadie se diera cuenta le dijo a Juana: tu retrato que te lo pinte Obregón, que es al único que le salen bonitas las monas.

 

Hay horror en los ojos de Caín

Ricardo Bernal

 

Despierta Luis, son las siete. Sí mamá. Detrás de los cerros ya se asomaba el sol, con sus lentes oscuros y una sonrisa bobalicona. Voy a prepararte unos sándwiches, dijo Madre, y salió de la habitación quitándose los tubos de la cabeza. Luis se estiró, todos sus huesos crujieron al mismo tiempo. ¡Por fin! Sábado 17 de abril: este día es más importante que Navidad o mi cumpleaños. Hizo a un lado las sábanas como si fueran el cadáver de un fantasma derrotado en sueños. Se levantó; el sol, con sus amarillos dedos de aguja, le tocó los ojos suavemente. Luis, todo sonrisas, miró sus avioncitos, miró su colección de monstruos desarmables marca Acme, miró el gol retratado en uno de los pósters que su hermano había colgado en la pared. Miró el reloj. ¿Dónde estarán mis zapatos? Una mueca poco terrenal lo sorprendió desde el espejo: ¿De veras soy ese niño flaco y despeinado con la carne color leche? ¿Soy el tonto del mundo, con diez años recién cumplidos y un solo diez en aritmética? Quisiera conocer los bosques, hacerme amigo de los duendes. Quisiera perderme en las entrañas de un dragón. ¡Ándale hijo, se hace tarde!, gritó Madre desde la cocina. Luis abrió cajones, la ropa voló y en un santiamén estuvo listo para la gran ocasión. Otra vez se miró en el espejo, acomodándose el nudo de la pañoleta. Hizo un saludo scout con su mano izquierda, los monstruos desarmables marca Acme celebraron el acontecimiento arrancándose las cabezas unos a otros. Luis los miró solemne. Luego abrió su querido diario y anotó la fecha subrayándola varias veces: no todos los días se va uno de campamento por primera vez. En aquellos tiempos no había calendarios. Las fechas se anotaban en la espalda de una tortuga, en el interior de los árboles, en los colores del cielo. Las capas geológicas hablaban de oscuros amaneceres donde la conciencia reptaba de un lado a otro buscando un poco de luz. Y Dios inventó el ojo, uno de los instrumentos más perfectos de la creación. Peces, anfibios, insectos, reptiles, aves; aunque los ojos de todas las bestias jamás sumarían el ojo que la conciencia necesitaba para mirarse a sí misma. Entonces nacieron los hombres, con ojos nuevos y palabras azules debajo de la lengua. Y uno entre ellos se distinguió por su forma de mirar: Caín era su nombre. Dicen que fue el primer asesino pero no hubo testigos y la historia nunca podrá ser comprobada. Ahora Caín huye por senderos de espinas y salamandras. Arriba, entre las nubes espesas de la tempestad, gira el ojo de Dios como la enorme luz de un reflector. Abajo, en la tierra, un ejército de ángeles armados con espadas, linternas y redes buscan a Caín debajo de las piedras, en el fango de los pozos, en el interior de los árboles. Hay furia ciega en la mirada de Dios. Hay horror en los ojos de Caín. Beto y Miguel tocaron el timbre mientras Luis se limpiaba los bigotes de chocolate con una servilleta. Ya llegaron tus amigos, apúrate o los va a dejar el camión. Sí mamá. Pórtate bien y obedece al jefe de manada, no se te olviden tus sándwiches que me costó mucho trabajo hacerlos. No mamá. Se duermen temprano y no te acerques a la fogata. No mamá. Dame un beso; y Luis se paró de puntitas para alcanzar el cachete de la saludable ballena que lo miraba con ojos saltones y maternales. Ya vete, córrele. Sí mamá. Afuera el sol se inflaba como pez globo enfurecido; no había nubes en el cielo. Luis saludó a sus amigos con un complicado ritual de palmadas y ruiditos. Miguel y Beto. Beto y Miguel. Beto, Miguel y Luis. Algo así como Hugo, Paco y Luis, pero sin salir en las caricaturas. Los tres amigos cruzaron las calles deprisa, cargando sendos mochilones en sus espaldas. ¿Qué trajiste? Mi flauta, mi brújula y mi navaja scout, ¿Y tú? Un encendedor. ¿Para qué? Para prender la fogata, buey. No seas tarado, el chiste de los campamentos es encender el fuego con piedras. ¿Con piedras? Ni que fuéramos cavernícolas. ¿Tú qué trajiste? Pues mira; y Beto sacó varios ejemplares del Playboy y el Penthouse. ¡No te pases! si lo ven los grandes nos van a castigar. No te preocupes, aparte de nosotros tres, nadie verá a nuestras novias. Un viejo autobús anaranjado tocaba el claxon en la esquina mientras dos guías quinceañeras daban instrucciones a los niños que iban llegando. ¡Apúrense! Ya nos vamos. Caín se miró las manos ensangrentadas. Seguramente era su propia sangre pues la muerte de Abel había sido un trabajo limpio: la quijada de burro giró en exacta órbita hasta apagar con un golpe perfecto la mirada luminosa de su querido hermanito. ¡Maldición! Aún después de muerto, Abel siguió sonriendo y ni siquiera los buitres se acercaron a devorar su carne perfumada. Así había sido siempre; Abel: un niño completamente blanco, Caín: un niño gris y confundido que hacía enfurecer a las piedras y agriaba las manzanas con solo tocarlas. Ahora Caín jadeaba en un bosque desconocido. A lo lejos brillaban las luces de la gran ciudad. Imaginó a los ángeles entrando brutalmente en todas las casas, interrogando a los pobres hombres, rompiendo con sus hachas los roperos que pudieran ocultarlo. La risa de Caín espantó a un conejo. Siguió caminando; cruzó ríos, desfiladeros y valles hasta llegar a un lugar de poca vegetación. Arriba las estrellas eran jeroglíficos narrando historias terribles. Caín desdobló sus mapas, prendió un encendedor para alumbrarse. Parece que estoy perdido. No importa, suspiró; los ángeles se han quedado atrás. Sus perros tardarán mucho tiempo en encontrar mi rastro. Arriba el sol sudaba como un luchador chino. El traqueteante autobús recorría la autopista. Luis, Beto y Miguel estaban sentados en la parte trasera; en vez de cantar canciones idiotas bajo la desafinada dirección de Vhanta, miraban las multicolores figuras de un cómic. ¿Ya viste Beto?, éste es el Doctor Complot, su rayo metafísico puede destruir a Psiquiatramán. La ilustración mostraba a un barrilesco gángster con muchos ojos. tentáculos y garfios, sentado en una media luna. ¡Ni madres¡; los setecientos años que pasó Psiquiatramán en el Templo de los Derviches Asesinos le dieron suficientes poderes como para acabar con el Doctor Complot y toda su familia. ¡Vean esto!, dijo Miguel señalando otra página. ¡Órale! Está padrísimo. Es el Castillo de la Eterna Desolación, ahí vive la Princesa Devoracorazones y su sangrienta corte de saxofonistas cibernéticos. ¿Y éste? ¡Ah!, pues es nada menos que Wozzek, el perro individual… Luis, Beto y Miguel. Sus edades sumaban treinta años, y las aventuras que habían pasado juntos eran suficientes como para escribir una historia mil veces mejor que la de cualquier cómic. Luis miró por la ventana: qué lejos se iba quedando la mirada protectora de Madre, los alaridos de su hermana recién divorciada, la absoluta indiferencia que fosilizó para siempre a Papá en un sillón de la sala. Ahora Luis iba a pasar varias noches sin su familia, y no sólo eso, iba a ser en el bosque, acompañado de sus queridísimos camaradas. Amigos, va a estar de pelos este campamento. ¡Claro!, Miguel trajo una casa de campaña redonda, se supone que sólo caben dos personas, pero nosotros nos vamos a acomodar perfectamente, ya lo verás. ¿Cuánto falta para llegar, Vhanta? No coman ansias niños, el camino es parte de la diversión; ahora, vamos todos a cantar “Is this the real life?, is this just fantasy…?” Luis Luis Luis, eres feliz como una lombriz. ¿Que qué? Los tres amigos soltaron la carcajada al mismo tiempo. Afuera el sol, con una brocha en la mano, pintaba de amarillo la espalda del autobús. Después de mucho andar, Caín encontró la entrada a una especie de mina; olía a detergente y estaba repleta de hongos blancos y pegajosos. En el interior las paredes tenían una extraña luminosidad verde. Caín recorrió pasillos, subió escaleras, cruzó puentes colgantes. Por último se detuvo en una bifurcación donde había un oxidado letrero de metal: PROHIBIDO EL PASO. TOQUE LA CAMPANA. Algo brillaba en el suelo, medio oculto entre un montón de polvo y huesos. Caín levantó el pesado objeto: era la campana, ¿cuánto tiempo llevaba ahí? La sacudió con fuerza, el lúgubre tañido le provocó escalofríos. Poco después vio luces, oyó pasos que se acercaban por el pasillo de la izquierda. Apareció un viejo con una antorcha. Miró a Caín con el único ojo que le quedaba en la monstruosa cabeza. Junto al viejo había otros: todos tenían la piel hecha jirones, estaban tan deformes que difícilmente se distinguían como algo humano. Caín comprendió, estaba en un leprosario subterráneo tal vez más antiguo que Adán y Eva, sus padres. ¿Quiénes son ustedes? No hijo, ¿quién eres tú y qué buscas aquí? Caín miró a los leprosos bajo la luz naranja de la antorcha: vio sus bocas de ventosa, la ciudad derrumbada de sus dentaduras. Decidió contarles la verdad, de alguna manera sabía que esos seres no iban a traicionarlo. Desenredó su historia: describió detalladamente el asesinato de Abel, las astillas de horror que se habían instalado detrás de sus ojos mientras huía de las huestes celestiales. Los leprosos lo miraban inexpresivos. Cuando Caín terminó de hablar, el viejo, quien seguramente era el jefe, le indicó que los siguiera. Después de caminar muchas horas llegaron a un elevador. Todos entraron en silencio. El elevador comenzó a bajar. ¡Miguel! ¡Beto! ¡Miren, vamos por encima de las nubes! La autopista se había convertido en un estrecho camino que se retorcía en lo alto del precipicio. El chofer del autobús mantenía alertas los cinco sentidos: su pie derecho saltaba constantemente del acelerador al freno. ¿Ya vieron todos esos árboles allá abajo? ¡Por fin llegamos al bosque! Vhanta se había cansado de tanto cantar y dormía con la cabeza recargada en el vidrio, las demás guías leían el manual scout mientras masticaban sus sándwiches concienzudamente. El autobús apenas podía seguir su trayectoria, pasaba las curvas con las llantas a pocos centímetros del borde. De pronto el sol clavó espadas rojas en los ojos azules del chofer obligándolo a soltar el volante. Los niños gritaron. El autobús voló en cámara lenta hacia la bostezante oquedad del precipicio. Luis cerró los ojos. Estamos aquí, dijo el viejo señalando un punto con el hueso de su dedo índice; para salir del otro lado tienes que irte por este pasillo. Caín miró el pergamino, era un mapa de todas las grutas, cuevas y minas del mundo. Alguna vez había oído decir que los continentes estaban comunicados entre sí por medio de túneles que pasaban por debajo de los océanos. Que seres milenarios vivían en esos túneles desde tiempos anteriores al Paraíso. De ser ciertas esas teorías, los leprosos son entonces descendientes de… ¿O no? ¿Cuántos años tienes?, le preguntó Caín al viejo. Todos los leprosos rieron. ¿Sabes Caín? La lepra que corrompe nuestra carne es lo de menos, lo verdaderamente difícil es soportar la inmortalidad. ¿Ustedes son inmortales? Sí, tan inmortales como todas las criaturas imperfectas que ha hecho Dios. Tú fuiste el primer asesino, nosotros somos los primeros enfermos. Dios es terrible, no quiere olvidar sus errores y por eso nos mantendrá despiertos hasta el día en que decida morir. ¿Morir Dios? Todos los leprosos volvieron a reírse. Ya no hagas más preguntas Caín: toma este mapa, te llevará muy lejos de la mirada de Dios y sus ejércitos. Aquí tienes también un pan mágico, lo preparé con mis propias manos. No temas contagiarte Caín, y vete, vete ya. Caín se alejó de los leprosos sin dar las gracias ni despedirse. Recorrió túneles, galerías, pasadizos; el mapa se deshacía en sus manos conforme iba avanzando. Al día siguiente salió a la superficie. Luis abre los ojos, tiene sangre en la cara y su lengua está partida en dos. Junto a él hay un cuerpo: es su amigo Miguel, aunque la cabeza pertenece a Freddy Krueger. Luis se levanta con dificultad. Ve los restos humanos sembrados alrededor. Cincuenta pasajeros, Luis es el único sobreviviente. ¿Acaso el cielo esconde tras su máscara otro cielo? Hay enormes llamaradas en el autobús volcado; el motor muge, agoniza, muere. En lo alto del precipicio el camino serpentea: no se ve ningún coche. Un silencio de mercurio baña la escena. Arriba el sol es un bebé recién nacido, las nubes lo arropan lentamente. Luis camina: la existencia es un gran guiñol, una pesadilla gore en este escenario de fierros retorcidos. Luis ve a su amigo Beto descansando sin piernas en la rama de un árbol: está tranquilo, su ojo derecho es una roja esfera navideña colgándole de la cara. Adiós Beto, felices sueños. Luis recorre el bosque. Hay intestinos tirados en el suelo. Brújulas, cobijas, dedos, infernales antifaces de carne mirando en silencio las nubes. Hay un sándwich mordido junto a un hormiguero, sus negros habitantes comienzan a explorar el aguacate y el jamón. Luis se topa con el cuerpo de Vhanta: su posición es ridícula, como si fuera una barbie recién salida de la licuadora. El viento despeina las páginas de uno de los Penthouse que Beto cargaba en su mochila, las dulces muchachas sin ropa les sonríen a los cadáveres mutilados. Luis busca un encendedor. Hay que prender la fogata. Hay que montar la casa de campaña. Hay que organizar los juegos y explorar los alrededores. Luis cierra los ojos, en el interior de su cabeza Miguel vuela papalotes y Beto recorre el mundo montado en una bicicleta nueva. Luis hace un saludo scout. Luego se recarga en un árbol y vomita el desayuno. Vomita la cena del día anterior. los caramelos comidos durante toda su vida. Luis vomita su niñez. Antes de desvanecerse, siente que unos brazos lo rodean. Caín recorrió los bosques: había mariposas verdes, pájaros transparentes cantando un blues en las ramas de los abedules. Ya ningún ángel lo perseguía, así que se sentó bajo la sombra de un árbol y comió una parte del pan que le había dado el viejo leproso. Miró las nubes como oscuros pulpos retorciéndose en el cielo: pronto llovería. Luego se quedó dormido. Soñó con Abel, quien en su sueño era muy anciano y estaba rodeado de niños vestidos de blanco. ¡Mira Caín!, dijo Abel; estos son mis nietos, van a construir ciudades de cristal encima de las catacumbas donde se arrastran tus nietos. Caín despertó, había una gota de sangre en el dorso de su mano, una avispa volaba hacia las nubes. Adiós árbol, necesito un arroyo para lavar mis pies. Caín recorrió veredas, cortó flores, pisoteó alacranes. Después de mucho andar llegó a un claro. Se detuvo. Miró la escena con incredulidad: el autobús naranja ardía en medio del caos. ¡Maldita sea! ¡Un accidente! Las llamas llegaban hasta el cielo y había niños muertos por doquier. Entonces oyó ruidos: cerca de ahí, un diminuto niño vomitaba apoyándose en un árbol. Caín sintió el dolor de Luis como una tormenta de alfileres en el corazón, corrió hacia él, logró sostenerlo antes de que se desmayara. Los dedos de Caín fueron instrumentos de ternura: acarició al niño, le quitó la pañoleta y limpió la sangre de su cara. No te mueras. No te mueras. No te mueras. Caín abrazaba al pequeño Luis con todas sus fuerzas. No te mueras hermano, quiero que juguemos en este bosque; cazaremos ardillas, nos alimentaremos con la carne de los ángeles que se atrevan a cruzar nuestro camino. Caín miró hacia arriba, había lágrimas en sus ojos borrando todo horror, había palabras de misericordia moviendo sus labios: Padre nuestro que estás en los infiernos… Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Es como un milagro incompleto, dijo el doctor; su hijo fue el único sobreviviente pero está en coma y no sabemos si va a despertar. Madre miró a Luis: tenla la cabeza vendada, un tubito transparente bajaba hasta las venas de su delgado brazo. El doctor salió sin hacer ruido. Hijito de mi alma, tal vez sea mejor que no despiertes nunca, no estoy preparada para decirte que murieron tus amigos. El Cristo de la cabecera abrió los ojos, Madre no se dio cuenta. Había luz en el rostro de Luis. ¡Qué extraño!, estoy segura de que puedes escucharme, dijo Madre saliendo de la habitación. En el pasillo una enfermera siniestra empujaba un carrito lleno de frascos azules y verdes. Madre llegó a la terraza del hospital. Encendió un cigarro, hacía once años que no fumaba. A lo lejos se oía el ruido de los coches, el desesperado ladrido de un perro. Arriba había una luna llena, ciega y enorme como el ojo de Dios. Madre sacó un pañuelo y apretó los dientes, pero por más esfuerzos que hizo no pudo llorar.

 

sábado, 30 de marzo de 2024

Perdido

Alberto Fuguet

 

En un país de desaparecidos, desaparecer es fácil. El esfuerzo se concentra en los muertos. Los vivos, entonces, podemos esfumarnos rápido, así. No se dan ni cuenta, ni siquiera te buscan. Si te he visto no me acuerdo. La gente de por allá, además, tiene mala memoria. No se acuerdan. O no quieren acordarse.

Una vez, una profe me dijo que estaba perdido. Le dije: para perderse, primero te tienes que encontrar.

Luego pensé: ¿y si es al revés?

Llevo quince años borrado. Abandoné todo y me abandoné. Tenía una prueba y no la di. Mi novia estaba de cumpleaños, pero no aparecí. Me subí a un bus que iba a Los Vilos. No lo tenía planeado. Sólo pasó. Pasó lo que tenía que pasar. Ya no había marcha atrás.

Al principio, me sentí culpable; luego, perseguido. ¿Me andarán buscando? ¿Me encontrarán? ¿Y si me topo con alguien?

Nunca me topé con nadie.

El mundo, dicen, es un pañuelo. No es cierto. La gente que dice eso no conoce el mundo. El mundo es ancho y, sobre todo, ajeno. Puedes vagar y vagar y a nadie le importa.

Ahora soy un adulto. Algo así. Ahora tengo pelo en la espalda y a veces el cierre no me cierra. He estado en muchas partes, he hecho cosas que jamás pensé hacer. Pero uno sobrevive. Uno se acostumbra. Nada es tan terrible. Nada.

He estado en muchas partes. ¿Han estado alguna vez en Tumbes? ¿En el puerto de Buenaventura? ¿En San Pedro Sula? ¿Han estado alguna vez en Memphis, Tennessee?

Seguí, como un cachorro, a una cajera de un K-Mart hasta El Centro, California, un pueblo que huele a fertilizante. El comienzo de la relación fue mejor que el fin. Después trabajé en los casinos de Laughlin, Nevada, frente al río Colorado. Viví con una mujer llamada Francis y un tipo llamado Frank en una casa al otro lado, en Bullhead City, pero nunca nos veíamos. Nos dejábamos notas. Los dos tenían mala ortografía.

Una vez, en una cafetería de Tulsa, Oklahoma, una mujer me dijo que le recordaba a su hijo que nunca regresó. ¿Por qué crees que se fue? Le dije que no sabía, pero quizá sí.

O quizá no.

Terminé, sin querer, enseñando inglés a niños hispanos en Galveston. La bandera de Chile es casi igual a la de “Texas. Una de las niñas murió en mis brazos. Se cayó del columpio. La empujé demasiado alto y voló. Voló como dos minutos por el húmedo cielo del Golfo. Yo no quise herirla y, sin embargo, lo hice. ¿Qué puedes hacer al respecto?

¿Qué puedes hacer?

¿Han estado en Mérida, Yucatán? En verano hacen 48 grados y, los domingos, cierran el centro de la ciudad, para que la gente baile. A veces me consigo una muchacha y bailo.

El año pasado decidí googlearme. Quizá me estaban buscando. No me encontré. Sólo encontré un tipo que se llama igual que yo que vive en Barquisimeto, Venezuela, y tiene un laboratorio dental. El tipo que se llama igual que yo tiene tres hijos y cree en Dios.

A veces sueño que vivo en Barquisimeto, que tengo tres hijos, que creo en Dios. A veces sueño que me encuentran.

 

viernes, 29 de marzo de 2024

El conjuro

Emilia Pardo Bazán

 

El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.

–¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? –articuló ansiosamente, interrogando–. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?

El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.

–No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.

El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío… es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!

–Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida… Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir “uno más”, dije “uno menos”. Ahora mismo acabas de robarme un año… ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!

–En suma: ¿quieres librarte de mí? –exclamó el espectro.

–De tu poder infinito… Nada te resiste: eres el vencedor. Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!

–¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver… En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.

–No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba… Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.

–¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.

–Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas heroicas.

Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.

 

Esperpento

Emilio S. Belaval

 

Primero iba el aullido lastimero del can; detrás la vieja con el pregón de culpas y su campanillo de cobre; por último, Pacita Soledad, con su cuerpecillo de yuca y dos trenzas rubias prendidas de su azoro:

–Vecinos, tres avemarías por el alma de la desventurada dama de esta plaza, doña Carlota Mariana Ayala de Vallesola.

–Dios te salve, María.

–Una limosna depare la gracia de Dios a su ingrata hija Paz Soledad Vallesola, condenada a cinco meses de exposición de culpas, a viva voz, sin probar otra vianda que no sea de limosna.

–Duro es el castigo y crueles las amonestaciones. ¿Qué ha hecho la niña para merecerlo?

–Abandonó a su madre en el momento de la agonía, yéndose al portalillo a platicar con un canastero.

Detrás del grupo expiatorio caminaban siete fantasmones con sus rubores de parientes ocultos en un embozo de seda negra. Eran los siete curadores de la penitente supuestos a presenciar el acto de la expurgación. La inocencia de la niña y sus lágrimas claras contrastaban con la dureza de los curadores y sus rostros tiesos.

–¿Por qué abandonaste a tu madre en la hora de la muerte, linda Pacita Vallesola?

–Un pastor con el pecho desnudo me trajo un ramo de gualdas amarillas y rosas blancas al portal. Tenía el cuerpo atravesado por tres saetas.

–¿No estarías soñando, criatura?

–Los sueños no tienen tibias las manos ni los ojos negros, madrina.

Las beatas de la calle, conocedoras de la virtud de la niña, llenaban el bolsón de la vieja de hogazas doradas, racimejos de uvas morenas y panes de pasas. Al pasar junto al Colegio de Párvulos, se acercó a la penitente una monjita menuda, con voz temblona y ojeras de duende:

–Este pastelito de almendras es para tu cena; cómelo recordando tus rezos de niña.

–Sor Tránsito que voy de culpas.

–Los pecados tuyos caben en el uñero de una cotorrilla, mi serafina.

Fue llegando a la Plaza del Mercado donde se armó la batahola. Los asnillos se escaparon por el ojo de los aldabones a patear; las aves dejaron sus plumas en las cestas buscando ojos de picar; los aceiteros de coco, de almendra y algodón echaron a rodar los cangilones en busca de pajuelas y candelillas, por si había carnes que achicharrar. Los matarifes, los polleros, los puyadores de tortugas estaban furiosos con los parientes y la vieja.

–No hay duda; es la niña rubia de doña Carlotita Ayala. Veinte veces he visto esas trenzas caminando dentro de mis piaras…

–El castigo ha tenido que ser obra de los papahuevos que van detrás de la niña.

–Cara de raposa tiene la vieja. Habrá que llenarle el bolsón para que no se coma a la niña –las panapeneras, las buñoleritas, las amuletistas se echaron al suelo a soplar en sus barrigas de paridoras:

–Desgraciada Pacita Soledad, niña Paz, ¿qué han hecho de tus cachetes de muñeca?

–De chicuela solía vestir las berengenas de ursulinas.

–La gente moza no gusta de contemplar la muerte en los ojos de la casa –la vieja iba verde y sudorosa, mascando su rabia de espantapájaros. Los siete compulgadores, resentidos del reto a su virtud, ordenaron seguir hasta la Plaza de San José, con la esperanza de encontrar una atmósfera más propicia a una exposición de culpas.

La Plaza de San José es una lonja adusta y misteriosa, triángulo místico donde barban raíces de penitencia y ensueños de argonautas. Tiene un costal de Obispado, un convento de dominicos, una iglesia de ladrillos y una estatua de bronce. En sus alrededores hay casas de medallas, artesas de cerería y oraciones a los santos fuertes. Los frailes visten de blanco, las beatas de gris con vieses de moco de pavo, los velistas con blusones amarillos acanalados por la espelma. El aullido del perro, el campanillo de la vieja y los tientos de los siete rabadanes le sonaron demasiado groseros al eco del santuario. Cuando escuchó el pregón, la plaza frunció el entrecejo.

Las plazas guardan buenas memorias de los ancianos, los enamorados y de las niñas que juegan entre sus baldosines. La Plaza de San José se acordaba de Pacita Soledad por haberla visto de pasotera antes de entrar a sus oraciones. Empezó a soplar en el polvo de los ladrillos carcomidos, y a poco, los ojos de los parientes ardían entre una niebla de pimentón; sacudiéndose estuvieron los árboles esqueléticos hasta llenar de hojas secas el bolsón de la vieja. Los seminaristas eran más cándidos que la plaza, y creyendo a la niña endemoniada, entraron en congoja:

–Dios te salve, María, ayuda a la niña inocente a sacarse el demonio del cuerpo.

–Dios te salve, dulcísima María; sangre mía lleva en sus venas y es sangre de pecadores.

–Dios te salve, reina y señora; haz que se corte las trenzas y se lave la cara con cogollos de pringamosa –la congoja de los seminaristas hizo temblar el corazón de la culpada; intentó arrodillarse a pedir perdón, pero un brazo fuerte, vibrando como un pino melodioso, la tomó por la cintura, obligándola a seguir sobre sus pies.

La calle se tornó lóbrega y atormentada. Era un angosto lecho de sombras tendido entre el Hospital Militar y un manicomio. Había allí salas de apestados, casas de tullidos, jaulas de delirantes. Mujeres enflaquecidas hasta el hueso, frailes con las sotabarbas chamuscadas por el rezo, loqueros membrudos con mañas de jaguares, iban por las parrillas, repartiendo lágrimas de cal, ofertas de perdón y camisas de lona:

–¿Quién te hizo pecar, hermosa niña? – le preguntó una ancianita desde sus arrugas de santera.

–Un pastor pelinegro con el cuerpo lacerado por las saetas.

–Guarda en ropero de cedro tu cuerpo de moza y esconde tus miradas de los espejos. El espejo es el lago del pecado.

–Qué hermosa es, madre; tiene pechos de pitirrina y los ojos castos –comentó un adolescente con rodilleras de gutapercha.

–No apartes los ojos del cielo, hijo, hasta que te cure el mal.

–El mal que me aqueja tiene más gusanos en el alma que en las rodillas.

–Dale un empellón a la vieja para que caiga entre mis brazos, preciosa niña –le propuso un loco de ojos atizonados y risa de mortero–. Así era la bruja que le vendió los amores de mi casa a un levitas.

–La penitencia es mía y no de la señora –contestó la niña tristemente.

–Es ella la que ha puesto el diablo a colgar de tus trenzas.

La vieja llegó sulfurada y los siete curadores con las madres de la hiel sobre la cintura. Algo había funcionado mal en el pregón de culpas. La niña había recibido bendiciones y ellos insultos. La vieja estaba amoscada y el perro abochornado. La vieja se puso a matar su miedo junto a las piedras del fogón y los siete mirones montaron guardia cerca de las cacerolas.

–¿Dónde están mis espumillas de huevo? –preguntó la niña.

–Sembradas las vi en el fondo del mar –contestó la vieja, malhumorada. La niña empezó a quejarse de hambre y la vieja prometió hacerle una sopa con las cáscaras de las patatas y recalentarle la borra de lentejas pegada de la cazuela.

–¿No era la limosna pedida para mis hambres?

–Primero comen tus tíos; después yo de lo que sobre y tú de lo que a mí no me apetezca.

–Así padeceré hambre toda la vida.

La niña se puso a soñar que estaba sentada ante una mesa suculenta, servida por ama y copero; dos morcillas indignadas saltaron de la sartén y se le desmoronaron en la boca; el pastelito de almendras se puso en secreto con el pan de pasas y le jugaron a la vieja la misma treta. Los curadores impacientes sacaban sus pescuezos de los cuellos de celuloide, preguntando por la cena:

–Apura la candela, vieja; siento vértigos en la cabeza. Supongo que habrá para todos.

–La niña tomará puré de cascarones y rebañará las lentejas que sobraron de ayer.

–No le vendrá mal el ayuno. La gula es el peor pecado de la mujer virtuosa.

–Es pecado propio de viejas y de caballeros hambrones –rezongó la pregonera afilando sus porfías.

–Algo habrá que apartarle al can. Un pregón de culpas sin perro, daña la tradición. Dale de las lentejas de la niña.

Se sentaron ocho en la tocinera con los ojos conjurados y las manos de percheros. La vieja empezó por una sopa de fideos con las hueseras de un pollo melancólico. Uno de los hambrones destapó la fuente de las morcillas y lanzó un grito terrible:

–¡Alguien se ha comido dos morcillas!; bien contadas venían desde la plaza hasta el fogaril del patio.

–No ha sido la niña; no me despegué del caldero mientras se freían las morcillas.

–Huele en su boca, por si acaso.

–La boca le huele a anemia de pensionista.

–Entonces las tendrá escondidas…

–Miserable, babosilla, rata sabia, haberse atrevido a acortarnos la mesa después de la humillación que hemos recibido por sus culpas.

–A lo mejor las tiene todavía encima. Voy a arrancárselas del cuerpo a tiro de uña.

–Dejen la niña dormir sin buscar morcillas donde sólo hay cosas de mujer.

Los rabadanes estaban furiosos y la vieja arisca. En la algarabeta, el perro recibió una patada, lanzando un ladrido frenético. La vieja trató de amansarlo y cogió una mordida en un tobillo. La niña se despertó con los gritos, encontrando su boca cuajada de almendras, y brillando entre sus cabellos, clavos de especie. El buscón de la pezuña de cabrío se le acercó envuelto en rencores de basilisco:

–¿Dónde están las morcillas que estaban en la sartén? Confiesa que te las comiste.

–No he comido más morcillas que las que me sirvieran las manos de un pastor.

–Manos de diablo azotarán tus carnes de lagartona. Has violado el voto de la penitencia –la vieja llegó con la escudilla colmada de cáscaras, pero otro de los hambrones le arrancó las sopillas de la mano y se las sorbió de cuatro resoples.

–No dejéis a la niña sin comer que luego los insultos de la chusma serán para mí –protestó la vieja recordando los ojos del loco.

–Que se acueste sin comer; así aprenderá a respetar la cena de sus tutores.

–Esto merece un castigo ejemplar. Ponle tú salivillas al perro en lo que nosotros decidimos.

El caso era grave y la niña testaruda. No había forma de meterla en penitencia ni que su corazón se sintiera culpado. Los tutores, tratando de aventar sus escrúpulos, decidieron imponerle otro castigo más: ellos guardarían en sus casas los muebles, las lámparas, las alfombras, las vajillas, la plata de los aparadores, el joyero de doña Carlota Mariana, hasta el monumental crucifijo de oro ante el cual se arrodillaba la culpada. Así la niña se acostumbraría a sentarse en el suelo, dormir en el camastro del jardinero, comer en escudilla de barro, lamer las cucharas de madera y rezarle sus padrenuestros al almanaque.

Otra vez salió el pregón de culpas, con el perro cojeando, la vieja añusgada y los siete estafermos con el embozo a mitad de nariz. La calle se sorprendió de ver a la niña vestida de andrajos, sin velo que tapara su rubor, y las mejillas tiznadas. Mayor era la sorpresa que la calle le había preparado a los tutores. Todos los niños de la calle se habían vestido de blanco a fin de acompañar a Pacita Soledad en su penitencia. Cada vez que la vieja intentaba levantar la voz proclamando la ingratitud de la hija, un nutrido avemaría modulado por cien gargantas adiestradas en el retozo de las chirinolas, apagaba los ayes de la vieja:

–Grita tú más, condenada, ¿no ves que te están tomando de chacota? –le ordenaban coléricos los estantiguados.

–Ni pasándome una plumilla de ron de caña y miel, llegaría a esos timbres.

–Grita más, grita más, aunque se te engorde la lengua.

La vieja gritaba y los niños rezaban; el perro empezó a mover la cola y a lamer las manos de Pacita Soledad. La niña resplandecía de virtud y sus ojos prendidos iban de la loa callejera. Los curadores llevaban el entrecejo como el humo de un farol envidioso, sin saber a quién alumbrar y a quién descabezar.

Al pasar frente a la Plaza del Mercado, tres anteriores revendonas de doña Carlotita Mariana se arrodillaron ante la niña; una con una taza de caldo, otra con una hoja de parra rebosando natillas y otra con una jícara de chocolate:

–Tómalas aquí, Pacita Soledad, que sabemos cómo tus años se olvidan de comer. ¿Cuál fue tu desayuno?

–Una galleta sosa con agua de aljibe. Es todo lo que la penitencia me permite durante el día.

–Hola la vieja tragona; habrá que descoserle el buche a ver lo que esconde.

Hubo que hacer un alto, entre las rabias azules de los parientes y las ansias verdes de la vieja, hasta que la niña engullera las sabrosas limosnas. La confitería italiana de la calle del Sol envió un azafate con palitos de San Jacobo y capuchinos de harina nadando en almíbares de caramelo. La vieja trató de encestar las golosinas, pretextando el canon de la penitencia, pero los ujierillos de las chirinolas, le arrebataron el azafate volviéndolo a poner frente a los goces de la penitente. El bolsón llegó flaco y lleno de malicias callejeras. Traían rabos de bacalao, ñames jojotos y tripitas a poco soplar. Los parientes tuvieron que expulgar sus portamonedas antes de ordenar una tortilla de setas con chorizos:

–Parece que el pueblo no quiere entender nuestras limpias intenciones. A lo mejor creerán que somos nosotros los que disfrutamos de las limosnas.

–Yo lo que he tomado del bolsón es para ayudar a la niña en su penitencia. Si continúa esta fantasía, nunca acabará de cumplir la expurgación.

–Nuestra autoridad para imponer esa penitencia, no puede discutirse. Todo se ha consultado con el golilla y en lo único que puso reparo fue en mantener la niña bajo el manto de la vieja.

La penitencia había tomado piquete contrario y los parientes no sabían cómo apaciguar las siete iras dentro de sus envidias. Hasta la vieja andaba respondona y el can rabiscoso:

–Mejor sería enviarla a un convento a esperar que la trabaje la gracia.

–¿Y si a la fortuna de la niña también le da por profesar? –comentó el más candoroso de los curadores. Los otros seis parientes sintieron sus hambres replegarse hasta el último botón. Nadie había pensado desprenderse, a saltillo de rana, de los dineros. El séptimo se conformó en musitar:

–Más está ella de manicomio que de beaterio.

La frase quedó colgando como una araña peluda de las babas de los tutores. Un silencio de apagavelas los dejó sumidos en una insidiosa expectación. Cavilaron toda la noche con el dedo puesto en la nariz, y la nariz hundida en el barril de la codicia. La niña padecía de alucinaciones. Ella misma lo había confesado ante los vecinos. Tenía pegado al ombligo un pastor pelinegro, con los ojos ardidos y el pecho atravesado por una saeta. Los pastores no se hacen con migas de pan; ni atravesarse el pecho con una saeta, se estila entre las modas de los cuerdos. Lo primero que hicieron fue sentarse la pupila en las rodillas:

–Nos gustaría conocer a tu pastor. ¿Sabes dónde vive?

–Tiene puertas abiertas en todas las nubes y algunas noches se asoma por los entrepaños.

–¿Cómo se llama?

–Nunca ha querido decirme su nombre. Yo le llamo por Estéfano.

–¿No tienes miedo que sea un espíritu maligno?

–Una noche le hice la cruz, y me besó los dedos, sonriéndose.

La vieja no hacía más que cambiar de sustos y el can se meneaba inquieto. Hubo que empapar siete pañuelos con lágrimas y sangres antes que la vieja consintiera en salir otra vez a sus piropos. La niña se asomó a la ventana a contemplar las casas vaporosas de las nubes. Vio a su pastor cerrándole tranquilamente las puertas a la madrugada.

–Estéfano, ¡Estéfano!, baja que mis tutores quieren conocerte. ¡Estéfano! –siete tutores y una vieja se agolparon en las ventanas, lívidos y despatarrados pero no vieron al pastor dibujado por los sueños virginales de la culpada. Uno de los tutores se le acercó a la niña con una ternura siniestra:

–Esta noche irás al pregón de rodillas y llamarás a tu pastor hasta que aparezca. Así todos sabremos si está vivo.

La tercera noche el perro salió envejigado, la vieja afónica y la niña de rodillas. Detrás iban los tutores con un solo ojo fuera del rebozo. El pueblo se sorprendió de ver a la niña descalza, con un caramillo en la boca soplando sobre cuatro ajises picantes. Pero mayor fue la sorpresa de los siete embaucadores. La niña encontró la calle alfombrada, velones rosados en manos de las beatas amigas, y en cada esquina, una batea de pechugas de aves, orejones de pajuil espolvoreados con azúcar de naranja y agua de panales.

–Pastor, pastor, ¿dónde estás? –imploraba la niña débilmente– pastor, no dejes que vuelvan a untarme ajises en los labios como a las niñas embusteras –la vieja se iba agrietando y ya llevaba dos manchas en las sayas; las mantecas del terror le corrían por la barriga; el can cargaba demonio aparte pero los tutores no cesaban de acosar a la niña:

–Llámalo ahora, llámalo; estamos seguros que no te hará quedar mal ante las amistades de tu casa.

–Pastor, noble pastor; mis tutores no quieren creer que te he visto con carne tibia y los ojos completos.

–¡Pobrecita! –pregonaba la vieja recitando su cartilla–. Veinte horas lleva de enloquecida llamando a su pastor.

El rumor de la calle cortaba como navaja; las beatas zajaron el grupo expiatorio en tres envolviendo a la niña en un círculo de luces, las comadres se ocuparon de estirarle los cueros a la vieja:

–Deja quieta a la niña, si quieres conservar la pelleja, matraquera; las visiones son cosas de mocitas.

–Yo sólo cumplo órdenes de mis señores –replicó la vieja, con la saliva más espesa que un emplasto de higuereta.

–Algún enredo se traen estos garrapatos entre manos.

La noche no estaba para enredos. Al pasar el pregón cerca de la Plaza de San José, había tres canónigos esperando a la niña con casullas de seda y bonetillos carmesíes. La niña trémula, desmoralizada, hizo un último esfuerzo y llamó de nuevo al pastor:

–Pastor, pastorcillo amigo, no me hagas pasar por embustera frente a los confesores de mi casa –se le acercó a la niña el más viejo de los tres canónigos y le preguntó:

–¿Quién es ese pastor por quien tanto clamas, linda Pacita Soledad?

–Es arrogante como un pino del bancal, con el pecho atravesado por una saeta.

–¿Tiene otra saeta clavada en la rodilla?

–¡Ay! Sí, señor; con ella puede encontrarse mi memoria; mas saber, no sé siquiera cómo se llama.

–Yo te diré su nombre; se llama Sebastián. La próxima vez que lo encuentres tienes permiso de tu iglesia para arrodillarte ante él.

–¿Por qué no quiso que viera morir a mi madre?

–A nadie le gusta ver la tristeza empañando los ojos de las niñas. Así ha debido pedírselo antes de morir, tu propia madre.

–Entonces, ¿limpia estoy de culpas?

–Culpas inventadas fueron las tuyas y habrán de ser investigadas por la iglesia.

Las levitas se fueron menguando hasta caer en el fondo de los zapatones. Nadie supo cómo lograron evadirse los siete curadores del amoroso cerco que les habían tendido los matarifes. Caminando iban los siete, y bien soplados, en busca de los últimos ochavos del jergón de la vieja, cuando se les apareció en el fondo de la calle, un pastor. Cada uno de ellos se agarró de un farol a sujetarse las quijadas. Los faroles sintieron asco de aquel miedo y sólo tuvieron que bajar un brazo y apretarlos por el cuello. Lo cierto es que en los faroles que tiene la calle de San Sebastián cabecearon siete levitones, con las chisteras ahorcadas aparte. La vieja anduvo loca por el callejón del Grito:

–Visita de Santo tuve en mi casa y yo de ratera, salando esmeraldas en las aguas de las aceitunas.

El can alegó sus apretadas hambres, y después de las amonestaciones de rigor, le fijaron un hueso de la sopa del prior.

Lo mejor de todo fue cuando llegaron los alguacilotes de la Audiencia, con sus bigotes de estopa y sus ropillas de paño, a entregar muebles y joyas, y volvieron los niños a cantar sus chirinolas en el patio de Paz Soledad.