Emilia Pardo Bazán
Era
la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando
el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así
es que el comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente
a su esposa:
–Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve.
¿A qué loca se le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?
Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las
cinco el viento amainó, se interrumpió el eterno “flac” de la lluvia, y un aura
serena y dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas
claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos,
los perros ladraron con frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el
lecho aquel, tan caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen
vivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar
barro y marcar niebla… A ver, medidas de abrigo, botas fuertes… ¡Condenada especie
humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!
La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente;
un caballero respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa.
¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró
frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo,
se arrolló el tapabocas, se enfundó en el impermeable, agarró la caja de los instrumentos
y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó
el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.
Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al
desconocido y quedó subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos
ojos ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire
indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con humildad
involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre: si la casa donde
iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En pocas y bien medidas palabras
respondió el desconocido que el castillo distaba mucho; que la mujer era primeriza,
y el trance tan duro y difícil, que no creía posible salir de él. “Sólo nos importa
la criatura”, añadió con energía, como el que da una orden para que se obedezca
sin réplica. Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de
salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto.
Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en
el barro pegajoso, cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita
y no parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se destacaban
con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto inexplicable se apeó
en el ancho patio de honor, y, guiado, por el desconocido, entró por una puertecilla
lateral, directamente, a una cámara baja de la torre de Levante, donde, sobre una
cama antigua, rica, yacía una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse,
observó el facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se
entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y ondeante, parecían
marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los labios color de violeta, flores
marchitas; y los ojos entreabiertos y azules, dos piedras preciosas engastadas en
el cerco de oro de las pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica:
–No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar
a la criatura.
De mala gana se determinó el comadrón
a cumplir los deberes de su oficio. Le parecía un crimen, aunque fuese con buen
fin, lacerar aquel divino cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía
con acento persuasivo, y terrible, tuteando al médico:
–No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto
es hermoso sino en apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición
y sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida!
Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo
se disponía a emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole
al oído:
–¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno
que vas a abrir encierra no un ser humano, no una criatura, sino “una verdad”. Fíjate
bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es “una verdad”? Una fiera suelta que puede
acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón heroico!, a
sacar a luz “una verdad”?
–El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba
se comunicaba a sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de
cobardía y de egoísmo. “¡Una verdad!” Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así
parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le había de
agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué mayor delito para
su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen se paga tan caro?
Quería arrojar el bisturí… Por último, la conciencia profesional triunfó. ¡El deber,
el deber! No se podía dejar morir al engendro. Y después de una faena angustiosa,
realizada con seguro pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura
extraña y repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco,
informe.
–Este monigote no puede ser “una verdad” –exclamó, respirando
a gusto, el facultativo.
–Porque es “verdad” te parece fea al nacer –declaró
el desconocido, que miraba con transporte a la criatura–. Cuando las verdades nacen,
horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro pecho; hasta
que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra sangre; hasta que afirmamos
su belleza como si existiese; hasta que nos cuestan mucho, no son hermosas. Esta,
ya lo ves, ha acabado con su madre… ¡No se lleva impunemente en las entrañas una
verdad! Y ahora la verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla.
Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el que protege
y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes valor? ¿Eres digno
de proteger a la verdad?
Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste
de fanfarronear un poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde
al llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace la
vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de la gloriosa
batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los brazos, recibió en ellos
al raquítico ser, y declaró gallardamente:
–Ya tiene padre.
El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora,
hondísima; ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca
se supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién nacida;
que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra vez su rocín, y
con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió la vuelta.
Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran
como miradas de severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación
secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses del invierno;
pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca, porque ya se acercaba la
mala consejera: la noche.
Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba
en la llegada. ¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese
un angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y sedosa,
dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo! Desvió los paños,
contempló a la criatura… Ya no estaba amoratada. Respiraba bien. Parecía más fuerte
y más grande. Entre sus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué
robusta nacía la maldita! Y cual si quisiese demostrar el brío y el ansia vital
con que salía al mundo, la recién nacida buscó el dedo del comadrón y lo mordió.
Después rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía.
El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera
acallaría el grito de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores?
Tapar la boca… Primero apoyó la palma de la mano; después furioso, porque seguía
el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta del impermeable; y,
por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se apagaron los quejidos… Cayó
la noche; llegó el momento de vadear el río; y como la criatura, silenciosa ya,
estorbaba en brazos, el comadrón desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó
y lo arrojó a la corriente.
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