Julio Cortázar
De
mi pasaporte me gustan las páginas de las renovaciones y los sellos de visados redondos
/ triangulares / verdes / cuadrados / negros / ovalados / rojos; de mi imagen
de Buenos Aires el transbordador sobre el Riachuelo, la plaza Irlanda, los
jardines de Agronomía, algunos cafés que acaso ya no están, una cama en un
departamento de Maipú casi esquina Córdoba, el olor y el silencio del puerto a
medianoche en verano, los árboles de la plaza Lavalle.
Del país me queda un olor de acequias
mendocinas, los álamos de Uspallata, el violeta profundo del cerro de Velasco
en La Rioja, las estrellas chaqueñas en Pampa de Guanacos yendo de Salta a
Misiones en un tren del año cuarenta y dos, un caballo que monté en Saladillo,
el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida, el olor
ligeramente alérgico de las plateas del Colón, el superpúlman del Luna Park con
Carlos Beulchi y Mario Díaz, algunas lecherías de la madrugada, la fealdad de
la Plaza Once, la lectura de Sur en los años dulcemente ingenuos, las
ediciones a cincuenta centavos de Claridad, con Roberto Arlt y
Castelnuovo, y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y
muertos.
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