martes, 26 de marzo de 2024

Post bombum

Alberto Vanasco

 

Ahora las aguas, las olas furiosas venían de pronto y arrasaban la tierra. Entre las palmeras despedazadas, entre restos del gran incendio, sobre el carbón y el hielo, algunos pocos hombres habían encontrado refugio. Muy pocos, apenas tres o cuatro, según podía verse cuando salían de sus escondrijos para atrapar alguna alimaña y volvían a ocultarse casi enseguida. El sol asomaba de nuevo, a veces, entre las brumas, pero la lluvia proseguía cayendo inconteniblemente, desde el primer momento, como si ya nunca fuera a dejar de caer. Entre espirales de humo y de tierra, la vida, desorientada, pugnaba por seguir adelante: animales monstruosos, vegetales estrafalarios aparecían sobre el humus calcinado. Uno de los hombres, que había perdido un zapato, se arrastró fuera de la caverna y espió. Los otros dos andaban por ahí, detrás de un reptil informe, discutiendo a gritos, porfiando por la presa y tirándose piedras. Eran el que había perdido un ojo y el que había perdido el pelo. Alguien había encendido un fuego que cubría de humo la colina. El que había perdido un zapato se detuvo para matar una nueva especie de ciempiés que dormía sobre una roca y se lo comió. Después estiró el cuello para mirar a lo lejos:

–¡Eh! Vengan –gritó–. Nadie les va a hacer nada. Vengan a calentarse un poco. –Y se paró junto a la fogata.

El calvo se acercó, masticando todavía un pedazo del reptil que había cazado y se agachó al lado del fuego, y así se quedó, en cuclillas, balanceándose torpemente. El tercero, el tuerto, también se fue arrimando y por fin se detuvo pegado a las llamas.

–Ya estamos los tres juntos –dijo ufano el del zapato.

Los otros dos gruñeron. Pasó más de media hora sin que volvieran a hablar. Sus hijos también habían empezado a rondar el lugar. Había uno que parecía un sapo, con el cuerpo hinchado y aplastado contra el suelo. El otro parecía una chica y hacía pensar en un árbol, con el tallo muy fino y crecido, y los dos brazos como ramas quebradas a los costados. El tercero daba la impresión de ser todavía un feto.

–Tenemos que hacer algo –dijo el que había perdido un zapato.

–¿Hacer qué? –preguntó el que apenas había conservado un ojo.

–Algo, salvar alguna cosa, para ellos –dijo el otro, señalando vagamente a los chicos.

–No hay nada que salvar –dijo el calvo.

Estuvieron en silencio otra hora, oyendo tan sólo los graznidos, los bramidos de sus hijos que se empujaban hacia el borde del abismo, se arañaban mutuamente y pugnaban por arrojarse unos a otros al vacío.

–No podemos seguir de esta manera, escondiéndonos y espiándonos todo el tiempo como enemigos –dijo por fin el que no había conservado más que un zapato. –Quedamos solamente nosotros tres, a lo mejor sólo nosotros en toda la tierra, cada uno con un hijo, y algo tenemos que hacer.

–No hay nada que hacer –insistió el que no había conservado más que el cuero cabelludo.

–Les voy a explicar –dijo el del zapato–. Yo pienso que sí. No tenemos nada que hacer y de algún modo hay que pasar el tiempo. Oigan. Entre los tres debemos saber algunas cosas. Podemos anotarlas y ordenarlas, juntar todos nuestros conocimientos para dejárselos a nuestros hijos y a los hijos suyos. Ellos tendrán que empezarlo todo de nuevo y nuestros apuntes pueden servirles de mucho, una especie de enciclopedia, ¿eh, qué les parece? –Los otros dos gruñeron. –Usted, por ejemplo –le dijo al tuerto -, ¿qué hacía? ¿Cómo se llama?

–Mi nombre es Antonio Morales. Trabajaba de capataz en el puerto. ¿Usted a qué se dedicaba?

–Yo me llamo Silva –informó el del ojo–. Era oficinista.

–¡Ah, oficinista! ¿Vio? –dijo el del zapato. Después los dos miraron al que había perdido el pelo.

–Mi nombre es Anderson. Era encargado de una casa de departamentos. El fuego se está por apagar.

–No, todavía está prendido pero arrímele esas tablas. No tenga miedo. Gracias. ¿Ven? Yo estoy acostumbrado a hacer esto, a mandar, a organizar. Por algo era capataz en el puerto. Usted, Silva, trabajaba en una oficina. Debe saber muchas cosas, por lo menos más que nosotros, ¿o me equivoco?

–Bueno, sí, puede ser. Algo he leído, aunque así no más por encima.

–No importa. Todo es importante. No tenemos papel pero podemos ir anotando lo que sea en estos vidrios sucios que hay aquí. Vidrios rotos es lo que sobra. Empecemos. ¿Qué sabe?

Silva pensó durante un rato bastante largo. Miraba las llamas con su solo ojo. Sentía frío y apenas había comido esa semana. ¿Qué sabía él? Ahora sentía que sabía casi nada. Comprendía que los habían destruido con los conocimientos más atroces y refinados que algunos pocos hombres se habían reservado para ellos, y allí estaban ahora, con sus hijos monstruosos y el mundo aniquilado, tratando de salvar o recuperar algo. Nerón, pensó de pronto con alegría. Eso sí. Recordaba haber visto por televisión una película sobre el emperador romano.

–Nerón –dijo–. Eso nos puede servir de referencia.

–Cómo no, sí señor –dijo Morales con entusiasmo–. Cualquier cosa sirve para empezar. ¿En qué año fue lo de Nerón? Así podemos ir ordenando un poco las épocas.

–No recuerdo ese detalle. Fue con Julio César. Nerón quemó Roma. Creo que quinientos años antes de Cristo.

–Espere. Nerón, Cristo, Julio César. Muy bien, esto marcha. ¿Y lo de Cristo cuándo fue, entonces?

–Ni antes ni después de Cristo, supongo.

–Supone bien –dijo Morales y anotó algo en el vidrio–. Perfecto. ¿Qué más? ¿Qué sabe de Julio César?

–Julio César fue el fundador de Roma.

–Nerón quemó Roma y Julio César la volvió a fundar, ¿no es así?

–Sí, más o menos, creo que sí.

–Bueno –dijo el hombre con un solo zapato–. Esto ya está. Pasemos a los griegos. ¿Qué saben de los griegos?

–Los griegos vivieron antes.

–¿Cuándo?

–Diez mil años antes de Cristo. Son famosos porque vivían en Troya. Allí pelearon con los cartagineses.

–¿Y quién ganó?

–Creo que ninguno de los dos. De allí viene la frase una victoria a lo Pirro.

–¿Pirro era emperador de Cartago?

–Claro, por supuesto. Anótelo.

–Ya está. Pero basta por hoy de historia, mañana seguiremos. Veamos un poco de ciencias –dijo entonces Morales. –Usted, Anderson, que fue portero, debe saber algo de electricidad.

–Portero no, encargado. Bueno, de electricidad, no precisamente. No es necesario saber esas cosas para ser encargado de una casa de departamentos. Sé poner un enchufe, conectar una lámpara, pero nada más. Eso sí, Podemos anotar que hay dos corrientes, corriente alternada y corriente continua.

–¿Y cuál es la diferencia?

–Y, que una lo mata, la otra le da un golpe.

–Golpe. ¿Qué más? –dijo Morales. Estaba exultante–. ¿Qué es la electricidad? ¿Cómo se obtiene?

–Bueno, viene de la usina. Qué es, no lo sé, aunque una vez recibí una descarga. Es como un rayo. En la usina sí, hay cables, bobinas, dínamos. Ahí tiene, eso podría ser interesante para nuestros hijos.

–¿Qué es un dínamo?

–Son como unas escobillas que dan vuelta y se forma el fluido eléctrico.

–¿Y qué más?

–Con eso creo que es bastante. Anote. Fluido eléctrico.

–Puede ser. Ya está –contestó Morales.

–¿Y usted qué sabe? –le preguntó el que tenía un ojo de menos a Morales, que tenía de menos un zapato.

–Sé hacer una estiba de congelado o cómo hay que colgar el chilled y acomodar todo tipo de carga blanca.

–No creo que eso ahora nos sirva de mucho –dijo el otro–. ¿No sabe algo de barcos?

–Sí, sé abrir una bodega, sé el nombre de cada una de sus partes.

–¿Por qué flota un barco? Eso es lo que nos gustaría saber.

–Bueno, flota porque es hueco. Hay una ley física para eso.

–El principio de Newton –aclaró el que había sido oficinista.

–Ah, cierto. ¿Cómo dijo? ¿Newton?

–Sí, pero espere. El principio de Newton dice que la gravedad es lo que atrae a todos los cuerpos. Ese fue un gran descubrimiento. Es un principio universal.

–¿Y por eso flota un barco?

–No. Precisamente flota por todo lo contrario. Es el agua que lo mantiene a flote.

–¿Entonces?

–Ya le dije. El principio de Newton.

–Ya que estamos en las ciencias –dijo Morales escribiendo con ahínco–. ¿Qué es la relatividad?

–Ah, sí, Einstein tenía que ver con eso –explicó Silva, guiñando el único ojo que le quedaba–. Descubrió la relatividad. Revolucionó la astrología. Decía que todo era relativo.

–Bien –dijo Morales, tomando un vidrio nuevo–. Todo relativo. ¿Cómo eran las fórmulas?

–No sé. Espere. Eran un poco complicadas. Decía que la luz va a una velocidad de trescientos mil kilómetros por minuto.

–¿Está seguro? ¿No es mucho?

–No, es lo único que recuerdo con exactitud. Pero ponga una hora, por si acaso.

–Perfecto, una hora. ¿Quién sabe algo de geometría?

–El teorema de Pitágoras –dijo Silva, a quien su único ojo le brillaba ahora con energía.

–¿Qué es eso?

–Es una manera de medir los lados de una escuadra. Oigan, decía más o menos así… no anote todavía: la suma de los catetos es igual a la hipotenusa.

–Muy interesante. ¿No puede aclararme?

–Sí, mire –sacó un cuchillo y los otros dos se alarmaron, pero sólo hizo un triángulo rectángulo sobre el suelo arrasado–. ¿Ven? Quiere decir que este lado (y trazó una raya igual a la hipotenusa) es igual a la suma de estos otros dos (e hizo dos segmentos unos después del otro iguales a los catetos).

–Pero esos no son iguales –dijeron los otros a un tiempo.

–A simple vista no, pero matemáticamente sí. Por eso Pitágoras tuvo que demostrarlo.

–Muy bien –dijo Morales–. Si vienen seres de otro planeta se encontrarán con estos vidrios y tendrán una idea completa de todo lo que el hombre había llegado a saber.

–¿Por qué no agregamos algo de literatura? –dijo Silva.

–¿Literatura? –repitió Anderson.

–No, literatura no. Tenemos que poner cosas fundamentales. Por ejemplo, ¿qué es una bomba atómica? ¿Cómo se hace? Eso sería muy importante.

–¿Bomba atómica? –dijeron los otros dos. Un silencio compacto se abatió sobre los tres hombres. La lluvia seguía desmoronándose y Morales debía proteger los vidrios con su cuerpo para que el agua no fuera borrando lo que escribía. En eso el viento candente y húmedo arrastró las hojas empapadas de un libro que se habían salvado del gran incendio. Anderson, el calvo, las alisó y las trajo. Era un tesoro de un valor incalculable para ellos: nada menos que un tratado de anatomía, de astronomía, de zoología. De inmediato se pusieron a estudiarlo y transcribirlo para sus hijos.

–A ver, el sistema nervioso, ¿qué dice? –organizó Morales.

Silva, con su solo ojo, leyó: “El cerebro es el sistema nervioso y abarca todo el cuerpo. Yo, un suponer, tomo un niño en cualquier lado que sea, y le digo: –Vos acá tenés nervios, y él no me puede decir que no. El cerebro está protegido por un güeso que es un craño. Pero primero está el cerebelo, y después está el bulbo raquídeo. Más tarde está la columna beltebral y adentro de la columna ésa hay como un cañito que recorre todo el cuerpo. Las circunbelaciones son como unos choricitos todos arrollados que son las cosas que nos permiten hacer las cosas”.

–Extraordinario –dijo Morales–. Esto ya es otra cosa. ¿Qué dice ahí del glóbulo?

–Del glóbulo dice: “Qué porquería es el glóbulo”. Después dice: “La digestión causa muchas enfermedades”.

Así siguieron durante toda aquella tarde y otras muchas tardes, hasta que el hombre con un zapato de menos pensó que ya era suficiente y al otro día, por la mañana reunieron a sus hijos escuálidos y empezaron a transmitirles sus conocimientos; bajo la lluvia incesante en aquel mundo arrasado por unos pocos hombres que habían acaparado los más sutiles y diabólicos poderes de destrucción, aquellos tres sobrevivientes se dedicaron a enseñar a sus herederos la ciencia que habían logrado recomponer a su manera, mientras las criaturas contrahechas que eran sus hijos los escuchaban en silencio, mirándolos con sus ojos sin vida:

–El cuadrado de 2 es 4. Por lo tanto, para hallar el cuadrado de un número se lo multiplica por 2, ejemplo: el cuadrado de 8 es 16, el de 12 es 24, el de 24 es 48…

 

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